Democracia y Política

Elogio de la parranda

Esta pieza del libro Un vallenato, 9 senderos, celebra las vigorosas gestas con que los parranderos enfrentan a la muerte, armados tan solo con acordeón, caja, guacharaca, trago y un desbordante humor.

1.
Cada patio consagrado a la parranda es un espacio que la vida le arrebata a la muerte. Allí, en ese pedazo de tierra donde se encuentra emplazado el fogón de leña con el sancocho, pudo haber quedado una tumba cubierta de gladiolos. Más allá, donde se esparcen las sombras del palo de mango que cobija a los músicos, pudo haber estado un mausoleo gigante. Pero ya no hay caso: el patio es ahora posesión de los parranderos, y mientras ellos lo ocupen ningún intruso vendrá a construir un cementerio ni a fundar una asociación de ciudadanos afligidos.

Hay algo ostentoso en el gozo del parrandero. Se trata de una alegría tan desmedida que, en efecto, parece un alarde, una bravuconada. Es como si el parrandero creyera que la mejor manera de celebrar la vida es jactarse de ella. Al fin y al cabo, él podría estar muerto. Como no lo está, como no lo han matado ni las enfermedades ni los problemas económicos, levanta el pecho, engreído, para dar las gracias a su buena estrella. Quien sobrevive para contarlo, se gana también el derecho a cantarlo. Mucho de lo que se canta en estas circunstancias está inspirado en un viejo proverbio español:

El muerto a la sepultura
Y el vivo a la travesura.

La “sepultura” y la “travesura” siempre han sido antagonistas en la música popular de influencia hispana. Muchas coplas insisten en que lo contrario de estar muerto no es estar vivo, a secas, sino andar de parranda. ¿Qué es parrandear, finalmente, sino armar una gavilla para batirse contra la muerte? En su cotidianidad el hombre canta solo. En la parranda consigue quién le haga el coro, lo cual le genera una sensación de compañía que lo hace sentir menos vulnerable. La parranda congrega y, al congregar, fortalece. El hombre, animal de rebaño por naturaleza, creó esta nueva manada, la manada de los parranderos, para hacer respetar su comarca. Al agruparse en el festejo con otros seres de su misma especie, al demarcar su territorio con la melodía del acordeón, el parrandero se guarece tras una trinchera que le permite plantarse firme ante la temida muerte. Una vez resguardado, se siente lo suficientemente fuerte como para exclamar, en coro con el cantante Diomedes Díaz:

¡Viva la vida!
¡Que mueran los pesares!

Ésta es, por cierto, la misma idea que prevalece en los versos de “El amor amor”, aquel canto tradicional que, ya en el siglo XIX, era entonado a los cuatro vientos por el trovador José León Carrillo Mindiola:

Cuando estoy en la parranda
No me acuerdo de la muerte.

La gran verdad, sin embargo, es que cuando el parrandero está en la parranda sí se acuerda de la muerte. De lo contrario no la mencionaría. Es más: aparte de recordarla se la toma tan en serio que hasta le canta coplas. Lo que busca el parrandero no es olvidarse de la muerte sino llenarse de coraje para enfrentarla. De ese modo, su hedonismo, que a algunos despistados les parece estrictamente mundano, es un mecanismo de supervivencia. Sin la parranda, ¿qué le queda al hombre? El trajín, el agotamiento, las preocupaciones, los saldos en rojo, los días que se repiten como el golpeteo monocorde de la llovizna contra el techo, el envejecimiento, el deterioro de la salud y, cómo no, la muerte. La parranda no nos libra de ninguno de esos males, pero nos regala estupendas razones para creer que, a pesar de ellos, vale la pena vivir. Como, por ejemplo, la alegría cultivada en comunión con los amigos.

He allí el punto de partida del humor en el vallenato: la actitud frente a la vida, el genio expansivo. Recordemos que una de las acepciones de la palabra “humor”, según el Diccionario de la Real Academia Española, es “buena disposición para hacer algo”. En este caso, “hacer algo” equivale a honrar la vida. Y para honrarla, no hay como el gozo. Ya lo aconsejaba san Pablo en una de sus célebres epístolas: “Comamos y bebamos, que mañana vendrá la muerte”. El parrandero conoce mejor que nadie sus propios límites. Sabe que, como bien lo anota el viejo proverbio español, “cada hora nos hiere y la última nos mata”. Por eso, no aspira a inmortalizarse sino tan solo a ser eterno mientras dura la parranda. El baile se acabará, está claro, y cuando se acabe seremos vulnerables, moriremos, pero en este momento, como todavía tenemos vida, como todavía podemos oír el acordeón portentoso de Miguel López, nada está perdido. Para el parrandero vallenato, el buen humor viene a ser entonces el aprovechamiento del tiempo. Diomedes Díaz lo pregona en uno de sus dichos más conocidos:

No es na’ que uno se muera
sino lo que dura muerto.

Al tener conciencia de que es una criatura transitoria, el hombre valora más la vida. Y se plantea el placer como un asunto visceral, urgente. Quien aplaza la alegría se expone a estirar la pata sin disfrutarla. Para fortalecerse a pesar de su naturaleza efímera, el parrandero se toma a sí mismo como la medida de todas las cosas: después de todo, el mundo, aunque sea eterno, solo existe mientras él exista. Cuando se acaba el hombre, también se acaba lo demás: se acaba el “pájaro carpintero” de Juancho Polo Valencia y se acaba “la palomita volantona” de Calixto Ochoa; se acaba el río Badillo al que tanto le cantó Octavio Daza; se acaba el río Cesar donde se bañaba la “linda morenita” del compositor Roberto Calderón; se acaba “la cachucha bacana” exaltada por Alejo Durán; se acaba “el sombrero alón” del Compae Chipuco; se acaba la guitarra sublime de Carlos Huertas, “el cantor de Fonseca”; se acaba “la ceiba e’ Villanueva” y se acaba “el viejo guayacán”; se acaba Jaime Molina sin haber hecho el retrato de Rafael Escalona y se acaba Rafael Escalona después de haberle hecho la canción a Jaime Molina; se acaba “el caballo alazanito” de don Tobías Pumarejo y se acaba el gallo “el Cordobés” de Adolfo Pacheco; se acaba la adoración de Leandro Díaz por Matilde Elina; se acaba el amor del viejo Emiliano Zuleta por Carmen Díaz; se acaba la voz serrana de Alberto Fernández, el cantante de Bovea y sus Vallenatos; se acaba el acordeón glorioso de Emilianito Zuleta Díaz; se acaban los versos magníficos de Santander Durán Escalona; se acaba todo lo sabroso, ay hombe, desde el friche de chivo hasta el sancocho, se acaba la flor de la trinitaria y se acaba la casa en el aire que el maestro Escalona se ingenió para su hija Ada Luz. Entonces, ¿por qué guardarle a la Señora Muerte lo que bien podría ofrendársele a la Señora Vida, si en el ataúd ningún ahorro sirve y ninguna música nos alborota ya el esqueleto? El juglar Rafael Valencia lo expresa de manera categórica:

Dentro de la caja negra, compadre
Creo que más nada te lleves.

Esto es, ni más ni menos, lo mismo que piensa el gran Calixto Ochoa:

Se acaba la vida de este cuerpo humano
Y lo que he guardado no sé pa’ quién es
En el cementerio estoy vuelto gusano
Y allá están peleando lo que yo dejé.

Por eso, el parrandero pide que todo lo que le vayan a dar, se lo den en vida, es decir, mientras él esté en capacidad de aprovecharlo. Muchas canciones vallenatas están atravesadas por esa idea. Por ejemplo, el paseo “No me guardes luto”, del compositor Armando Zabaleta:

Negra si me muero no me guardes luto
Que el muerto no oye, ni ve, ni entiende
Ahora que estoy vivo es que debes quererme
Así recibo tus caricias con gusto.

O el merengue “La cosita aquella”, del compositor Lino J. Anaya.

Dame la cosita aquella
Negra dame tus amores
Y no dejes que me muera
Pa’ después llevarme flores.

2.
En cierta ocasión, un nieto de Emiliano Zuleta, el legendario autor de “La gota fría”, le preguntó a su abuelo qué prefería: si hacer el amor o beber whisky. Se trataba de una disyuntiva complicadísima para el viejo Mile, porque le tocaba escoger entre las dos delicias superiores a que puede aspirar un hombre enamoradizo y parrandero como él: la mujer y el licor. El viejo Mile, sin embargo, no tuvo necesidad de pensar demasiado la respuesta:

–¡Culiá borracho!

El juglar Alejo Durán, por su parte, contó la siguiente anécdota dos años antes de morir. Alejito, el mayor de sus veinticuatro hijos, se encontraba bebiendo ron con un amigo. Era ya de madrugada y en el pueblo –El Paso, Cesar– no había ni una sola tienda abierta. La única botella que tenían los dos parranderos a esas alturas se estaba acabando. A lo sumo quedaba un trago. De pronto, el amigo de Alejito, preocupado por la inminente sequía de licor, exclamó:

–¡Ojalá caiga un diluvio de ron!

Entonces, Alejito lo corrigió:

–No, diluvio no: ¡que sea una lloviznita, para que no se desperdicie!

Algo similar le aconteció una tarde a Juancho Polo Valencia, otro juglar importante. El hombre llevaba tres días con sus noches parrandeando en las fiestas patronales de El Yucal, un pueblo del centro de Bolívar. Polo bebía ron con la misma urgencia con la que un rescatado en el desierto bebe su primer vaso de agua: se pegaba al pico de la botella como el trompetista a la embocadura de su trompeta, y de un solo tirón agotaba el contenido. Al amanecer, iba al mercado del pueblo en busca del primer café de la mañana, al cual le echaba un chorro de ron. Cuando la señora que lo atendía le preguntaba, en broma, por qué no se tomaba el café sin añadirle ron, él respondía tajante: “Mejor dámelo sin añadirle café”. Al tocar su acordeón se emocionaba tanto que, de pronto, frenaba la canción en seco, sacudía los hombros y se hablaba a sí mismo –en segunda persona– con una exclamación que le salía del alma: “¡Muévete, cuerpo viejo, que yo te traje fue pa’ que te divirtieras!”. Aquella tarde, en El Yucal, Juancho Polo caminaba hacia la plaza. Llevaba la botella de ron metida en uno de los bolsillos traseros del pantalón. De repente, se resbaló en la subida de una cuesta y cayó sentado en el piso. Varios curiosos se acercaron para socorrerlo, pero lo que a él realmente le preocupaba era la suerte de su licor. Polo se levantó del suelo, exhibió su risa desdentada. Enseguida inspeccionó con la mano derecha el bolsillo donde llevaba la botella. Al notar que la superficie estaba húmeda, sospechó lo peor. Entonces soltó, por fin, el clamor que tenía atragantado:

–¡Ay, Dios mío, que sea sangre!

El licor es a la parranda lo que la luz del sol al día. Por eso, cuando en el merengue “Mi biografía” un corista le pregunta a Diomedes Díaz si le provoca un trago, la respuesta emerge briosa, sin titubeos: “¡Claro, la demora me perjudica!”. Abundan los ejemplos de ese tipo: Calixto Ochoa comienza una de sus canciones con estos versos: “Si el mar se volviera ron yo me metía a marinero”. El ya citado Juancho Polo Valencia empieza una de las suyas de la siguiente manera: “Maldito vicio, ¿por qué eres así? Yo te desprecio y tú no te das cuenta”. El compositor Camilo Namén, por su parte, escribe una canción en la cual nos avisa que construirá una “casa ronera”. Su repertorio de ocurrencias, encaminado a revolucionar el sencillo acto de parrandear, es tan delirante como jocoso:

También me vo’a comprá un robot
Pa’ que me haga los mandaos
Que salga corriendo cuando se acabe el ron
Y que me traiga el hielo bien picao.

Y ni hablar del compositor e investigador Julio Oñate Martínez, quien llega al extremo de atribuirle propiedades milagrosas al whisky Old Parr:

Me dijo el gerente del banco
Su crédito no puedo aprobar
Y al tipo lo fui debilitando
Tomando, tomando buen Old Parr
Y antes de que cantara el gallo
La plata me pude embolsillar
No es santo pero me hace el milagro
Yo todo lo arreglo con Old Parr
Todo, todo, se puede arreglar
Todo, todo, gracias al Old Parr
Él me activa la circulación
Y eso es vida pa’ mi corazón.

No es gratuito que las palabras “licor” y “humor” establezcan una rima consonante como la que existe entre “vida” y “bebida”. Eso sí: aquí hay algo más que la simple concordancia poética de unos vocablos. Por un lado, el licor se asocia a “la travesura” que nos diferencia de quienes están en “la sepultura”. Si bebemos, ay hombe, juepajé, es porque nos encontramos vivos. De modo que a levantar la copa y a brindar: ¡salud! También es cierto, por otro lado, que tanto el licor como el humor le sirven al hombre para conjurar sus miedos. Ambos fortalecen, ambos ayudan a sobrellevar la carga de cada día, ambos causan una embriaguez que induce al hombre a olvidar sus problemas. Además, debe recordarse que el emborrachamiento, por muy profano que parezca, tiene una esencia mística. ¿O acaso no fue para dialogar con los dioses que los seres humanos crearon, desde hace más de cinco mil años, el vino? Así las cosas, cuando Calixto Ochoa suplica que el mar se vuelva ron para él meterse a marinero, lo que está buscando, en el fondo, es recuperar el espacio que le corresponde en la bíblica Viña del Señor.

El humor, desde luego, se manifiesta de muchas otras formas en el folclor vallenato: en los versos siempre picarescos de BetoMurgas:

A esa pantera rabiosa
yo le puse una trampa
resultó ser muy celosa
pero ya la tengo mansa.

En las crónicas y retratos del maestro Rafael Escalona:

Es eminente y capacitado
fuma tabaco y habla de todo
tiene muy buena reputación
es magistrado con gran decoro
pero ahora no cambia su chinchorro
ni por la silla del gobernador.

En las coplas del maestro Leandro Díaz:

Al pícaro de provincia
le conozco la jugada
cóbrele de mañanita
pa’que vea cómo le paga.

En las historias de Camilo Namén:

Me dicen que el tres de noviembre
La radio una noticia dio
Y así lo gritaba la gente
Un parrandero bueno se murió
Y san Pedro conmigo fue indiferente
Y llegando a la puerta me rechazó
Me dijo parece usted mala gente
Déjeme consultar esto con Dios.

En varios de los muchos versos disparatados que dejó Juancho Polo Valencia:

Con tanta democracia que yo te enamoraba
oye, mi vida, y no te he podido conseguir.

En las chanzas del cantante Poncho Zuleta: “Vea, yo conozco al flojo aunque lo vea sudao”.

En las ínfulas donjuanescas del viejo Emiliano Zuleta: “Caramba, mijito, yo tuve de ochenta mujeres pa’ arriba, porque fui travieso. Y si hubiera sido joven en esta época, hubiera tenido muchas más, porque ahora la mujer es más fácil y más silvestre. La mujer de ahora es mango bajito”.

Pero, sobre todo, el humor está en la parranda, que es el estuario en el que desembocan todos los ríos del gozo: las bromas, las anécdotas, el acordeón, los cantos, es decir, la travesura que nos aleja de la sepultura.

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