CorrupciónDemocracia y Política

Javier Benegas: Mucho peor que la mafia

«El sanchismo ha enterrado la democracia bajo una montaña de coacciones, mentiras, voluntades compradas y amenazas. Nos ha impuesto un sistema mafioso»

Mucho peor que la mafia

Ilustración de Alejandra Svriz.

 

 

En septiembre de 2024, en este mismo medio, hice una comparación entre la mafia siciliana y el comportamiento del Partido Socialista controlado con mano de hierro por su particular Corleone, Pedro Sánchez. El título del artículo, Gobernados por la mafia, pudo parecer duro en su momento, incluso tendencioso, a pesar de que en su desarrollo argumentaba una serie de equivalencias y comportamientos coincidentes con la actividad mafiosa. Desgraciadamente, los acontecimientos no sólo me han dado la razón, sino que me han desbordado. El sanchismo no es que sea muy similar a la mafia, es que es peor.

La explicación es sencilla. Mientras que las mafias deben esforzarse por penetrar el Estado sobornando, amenazando y corrompiendo, la mafia política opera directamente desde dentro. La primera, por grande que sea su influencia, tiene un alcance limitado. Sin embargo, la segunda está dentro del Estado. Está en el Gobierno. Su poder, por tanto, puede aspirar a ser ilimitado. Así se explica que, si bien la primera Transición discurrió de la Ley a la Ley, la segunda, la de Sánchez, aspire a ir de la Ley a la impunidad.

Podrá hacerse una objeción en lo que se refiere a la violencia, una característica distintiva de las mafias, que no dudan en recurrir a las palizas, a la tortura, incluso al asesinato cuando sus intereses o sus negocios se ven amenazados. Pero hasta en esto existen paralelismos, pues la mafia política también ejerce la violencia para salvaguardar sus intereses. Una violencia más sutil, desde luego, pero tremendamente destructiva: la violencia política.

No se trata de una violencia visible, sangrienta o física. La violencia que ejerce el sanchismo es más sutil, más sofisticada y, precisamente por ello, más insidiosa. Es la que se ejerce desde el BOE y el decreto ley amañado, desde las fiscalías teledirigidas, desde las terminales mediáticas convenientemente untadas o desde las covachuelas y cloacas del poder, donde las Leire prometen favores o insinúan consecuencias. Es el chantaje, la coacción, la estigmatización, la presión fiscal selectiva. En definitiva, es el uso del aparato estatal y paraestatal para comprar voluntades o destruir al que no se somete.

La mafia sanchista no necesita eliminar físicamente al adversario cuando puede arruinar su carrera, destruir su reputación, acosarle fiscalmente o, simplemente, convertirlo en un apestado. La suya es una violencia que no deja rastro físico, ni sangre, ni cadáveres, pero que destroza vidas y carreras. Una violencia que no busca el enfrentamiento directo, sino la sumisión preventiva. La más peligrosa de todas, porque se disfraza de normalidad y se ampara en la legitimidad del Gobierno.

«El Gobierno socialista se dedica a señalar enemigos, se comporta como una organización en guerra»

Esta forma de violencia, encarnada en el uso torticero de las instituciones —y si éstas no alcanzan, de las cloacas—, no es un exceso puntual del sanchismo. Es su sistema. Un mecanismo de dominación que con una mano te soborna y con la otra te amenaza: la adaptación política del «plata o plomo» de las mafias colombianas.

Hay, además, un elemento que agrava esta deriva y que convierte al sanchismo en algo aún más inquietante: su inclinación al lenguaje bélico. El Gobierno socialista se dedica a señalar enemigos, tanto externos como internos, no gobierna para los ciudadanos: se comporta como una organización en guerra. Pero no una guerra cualquiera, sino una que recuerda peligrosamente a las que protagonizaron las mafias en su etapa más salvaje.

En el Chicago de los años 30, Al Capone no sólo controlaba buena parte de la ciudad; su organización vivía en un estado de guerra permanente con bandas rivales. Cada acción era represalia de otra anterior, cada territorio debía ser tomado, defendido o arrebatado. El famoso Día de San Valentín, cuando siete hombres fueron asesinados a sangre fría en un garaje, no fue un exceso aislado, fue la expresión lógica de un sistema basado en el poder por el poder, en la eliminación del rival y en la lealtad inquebrantable al capo. No había ley, sólo fuerza.

Décadas después, en el Nueva York de los años 70, la Cosa Nostra vivió una oleada de violencia interna, protagonizada por tipos sin escrúpulos como Paul Castellano, Carlo Gambino o John Gotti. Las purgas dentro de las propias familias mafiosas eran casi tan cruentas como las guerras que mantenían entre ellas. Todo el que dudara, vacilara o mostrara el más mínimo desacuerdo era señalado como «enemigo», una etiqueta que en ese mundo conllevaba la sentencia de muerte. Las razones eran lo de menos. Lo importante era sobrevivir a las balas, o lo que es lo mismo: al poder de los capos.

«Si se tolera que el poder actúe como una mafia, es inevitable que todos acabemos viviendo bajo la ley del silencio y el miedo»

Cuando el sanchismo comenzó a calificar a periodistas, jueces, opositores o incluso disidentes internos como enemigos, como fascistas, como ultraderecha, impuso a los españoles un mapa de trincheras. Y en ese mapa, como sabían muy bien Capone o Gotti, no hay espacio para la crítica, ni para la disidencia, ni para el diálogo. Sólo para la sumisión o la depuración.

Así, el sanchismo ha enterrado la democracia, si alguna vez existió plenamente, bajo una montaña de coacciones, mentiras, voluntades compradas y amenazas cruzadas. Nos ha impuesto un sistema mafioso como forma de gobierno, un enfrentamiento sin salida que, como en Chicago o Nueva York, siempre acaba en sangre, aunque por ahora sólo sea reputacional, judicial o institucional.

Lo que está en juego ya no es quién gana unas elecciones, ni si gobiernan «los tuyos» o «los míos». Cuando el poder degenera en mafia, cuando actúa como si la legalidad fuera un obstáculo, el adversario es un enemigo a destruir, y las instituciones armas a su servicio, la cuestión deja de ser política para convertirse en algo mucho más grave: una amenaza directa al Estado de derecho. Y cuando se alcanza ese punto, los ciudadanos pasan a estar expuestos a la arbitrariedad del más fuerte o del que menos escrúpulos tiene.

La línea divisoria ya no está entre izquierda o derecha, sino entre quienes quieren seguir jugando con fuego, normalizando el abuso, la intimidación, el chantaje institucional, y quienes entienden que sin reglas iguales para todos no hay convivencia posible. Si se tolera que el poder actúe como una mafia, es inevitable que todos acabemos viviendo bajo la ley del silencio, el miedo y la sumisión.

 

 

 

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