María José Solano Franco: Reina Guillermina
Aguantó como una troyana bajo las flechas aqueas porque ni por un momento pensó ponérselo fácil al enemigo. Finalmente, rendida pero satisfecha, se tumbó a descansar sobre su escudo. Tu memoria, madre, no se perderá todavía

Guillermina Franco, el día de su boda –
COMENTARIO DE ARTURO PÉREZ-REVERTE EN X:
«Cuando palme, quiero que @mjsolanofranco me escriba una necrológica tan buena como ésta».
Doña Guillermina Franco nació en la Sevilla del 34, en el seno de una familia acomodada. Con una madre de ascendencia Orleans y procedencia novelesca y un padre culto y republicano, pronto aprendió a aburrirse en el colegio de pago, donde odiaba estar. Para ella era más divertido observar el ir y venir de los huéspedes de la fonda que regentaba su familia. Allí se pasaba los días, para desesperación de sus padres. Allí también aprendió todo lo importante de la vida: matemáticas, manejando las escasas pesetas de los clientes; lectura, en las columnas de Julio Camba; maneras de estar y vestir, en el Blanco y Negro; filosofía en las esquelas de ABC.
La guerra la vivió de lejos, y la posguerra muy de cerca. Esos duros años le enseñaron que el mundo se dividía entre los que como ella podían dormir en un colchón, y los que lo hacían en un saco de arpillera sobre el suelo. Allí, entre esa gente necesitada, se pasaba el día conversando, llevándoles lo que podía birlar de las cocinas, interesándose por sus vidas desgraciadas. Tiempo después, en el trasiego de los otros viajeros, esos que sí podían pagar una habitación con baño, conoció al amor de su vida; al padre de sus hijos. Era un forastero joven e interesante con pinta de torero guapo, maleta de madera y aires de señorito, que iba de paso. Ella tenía quince años. Imagino que fue un flechazo. Él se marchó, aunque tomando la precaución de comprar un billete de vuelta. Ella le dijo a su madre que se iba a casar con ese desconocido.
De nada sirvieron las prohibiciones y los castigos de un padre desesperado porque se le iba su única hija. Cuando cumplió la mayoría de edad, se casaron por la iglesia una magnífica mañana de otoño, ella luciendo un vestido negro de raso que su costurera copió de un modelo de Balenciaga. Compartieron una vida llena de viajes, casas hermosas, seis hijos, seis nietos y muchos amigos. Él murió con casi cien años, de muerte natural. Ella a los 91 decidió que ya era demasiada vida, y se preparó con energía para la última batalla.
Aguantó como una troyana bajo las flechas aqueas porque ni por un momento pensó ponérselo fácil al enemigo. Finalmente, rendida pero satisfecha, se tumbó a descansar sobre su escudo. Tu memoria, madre, no se perderá todavía.
MARÍA JOSÉ SOLANO Y ARTURO PÉREZ-REVERTE