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Ian Buruma: El antisemitismo y otros extremos

El pasado marzo, el gobierno de Trump detuvo a Mahmoud Khalil por su activismo antiisraelí sin las debidas garantías procesuales. Las ideas de Khalil pueden ser discutibles, pero su arresto pone en evidencia que, hoy día en Estados Unidos, un presidente puede retirar a capricho los derechos legales y políticos de un ciudadano. Un camino muy peligroso.

 

 

El 8 de marzo, agentes del Servicio de Inmigración y Control de Aduanas de Estados Unidos (ICE) detuvieron sin previo aviso a Mahmoud Khalil en su apartamento de Manhattan. Khalil es residente permanente en Estados Unidos y está casado con una ciudadana estadounidense. Más tarde fue trasladado a un centro de detención de ICE en Luisiana, famoso por sus prácticas abusivas. Su esposa, embarazada, no pudo ponerse en contacto con él. Khalil no tenía antecedentes penales. Ni siquiera fue acusado de un delito. Pero el presidente Trump dijo que había participado en “actividades proterroristas, antisemitas y antiestadounidenses”. La detención de Khalil, advirtió el presidente, sería la “primera de muchas por venir”. Y así ha sido.

La acusación contra Khalil era ideológica. Durante las manifestaciones del año pasado en la Universidad de Columbia contra la guerra de Israel y Hamás en Gaza, Khalil, antiguo estudiante de posgrado, actuó como portavoz de los manifestantes. Hablaba en nombre de un grupo de estudiantes activistas, denominado Columbia University Apartheid Divest, que considera el trato israelí a los palestinos una forma de opresión racista, capitalista y colonial. En su opinión, la guerra de Estados Unidos en Vietnam, Sudáfrica bajo el apartheid, el racismo contra los negros o los latinos en Estados Unidos, la homofobia y la islamofobia forman parte del mismo sistema de opresión y explotación. Apoyan la lucha armada contra los opresores.

Esta es una opinión con la que muchos pueden no estar de acuerdo. Pero está protegida por la Primera Enmienda de la Constitución estadounidense, a menos que su expresión incite intencionadamente a la violencia inminente. No hay pruebas de que Khalil hablara de cometer actos violentos. La Unión Estadounidense por las Libertades Civiles (ACLU), que protestó contra su detención, defendió en su día el derecho de los neonazis a manifestarse en un suburbio de Chicago, donde vivían muchos judíos, argumentando que las personas con opiniones odiosas tenían tanto derecho a hablar libremente como las personas con opiniones que uno pudiera apoyar.

Por esta razón, los estadounidenses son libres de publicar literatura neonazi repleta de insultos antisemitas. Elon Musk, la figura más poderosa del entorno de Trump, es libre de hacer saludos nazis. La gente en Estados Unidos (aunque no en la Unión Europea) es libre de formar grupos antisemitas, con nombres como Aryan Brotherhood (Hermandad Aria), Nazi Lowriders, Blood Tribe (Tribu de Sangre), Blood and Honor (Sangre y Honor), Soldiers of Aryan Culture (Soldados de la Cultura Aria), Wotansgroup y Volksfront. Cuando miembros de esos grupos marcharon en 2017 por Charlottesville (Virginia) portando antorchas y gritando “¡Los judíos no nos reemplazarán!”, lo hicieron libremente. Donald Trump incluso dijo que algunos de ellos eran “gente estupenda”. Y, sin embargo, Mahmoud Khalil fue detenido por ser supuestamente antisemita. Poco después, la administración de Trump canceló cuatrocientos millones de dólares en subvenciones y contratos gubernamentales para castigar a la Universidad de Columbia por su supuesta incapacidad para proteger la seguridad de los estudiantes judíos.

Es algo, por supuesto, de una hipocresía grotesca, y es probable que avive el antisemitismo en lugar de amortiguarlo; la represión en los campus y otros efectos negativos que tienen las políticas de Trump serán utilizados por algunas personas para culpar a los judíos, que son quienes supuestamente provocaron tales medidas (y en algunos pocos casos, así fue). Pero es un tipo de hipocresía con una larga y retorcida historia. La extrema derecha de Europa y Estados Unidos, incluida la administración de Trump, define el antisemitismo de manera muy laxa: significa simplemente la crítica a Israel y el apoyo a la causa palestina. Dado que algunos de los enemigos más implacables de Israel, como Hamás, practican la violencia extrema, los activistas propalestinos pueden ser tachados rápidamente de terroristas. Y eso puede utilizarse como pretexto para detener y deportar personas.

La pregunta es: ¿por qué Israel? ¿Por qué la extrema derecha fetichiza a Israel? ¿Es solo una excusa para hacer rabiar a los progresistas y reprimir la libertad de expresión? Hoy, hombres enmascarados persiguen a manifestantes pro-Palestina; mañana podrían atacar a activistas del clima, teóricos de la homosexualidad o, de hecho, a cualquiera que critique a Donald Trump y sus compinches.

Israel fue en su día un modelo para la izquierda occidental. Gobernado por socialistas, impregnados del idealismo de los kibutzim, Israel era visto como un faro de democracia ilustrada en una región violenta y autocrática. Pero ahora que Israel está gobernado por nacionalistas de extrema derecha, algunos de los cuales abogan por la deportación de ciudadanos no judíos, el Estado judío se ha convertido en un modelo para la ultraderecha. Políticos europeos de partidos de extrema derecha, algunos con raíces neonazis, visitan Israel para mostrar su entusiasmo. Geert Wilders, líder de un partido con una posición antiinmigrante radical en Holanda, es un gran admirador del Israel de Benjamín Netanyahu. También lo es Viktor Orbán, el primer ministro antiliberal de Hungría que difunde teorías conspirativas sobre George Soros y otros “globalistas” judíos que conspiran entre bastidores para hacer dinero y controlar el mundo. (“Globalista” se utiliza, por supuesto, como eufemismo de judío, igual que en su día lo fue el “cosmopolita desarraigado” que usaba Stalin.) Steve Bannon es un reaccionario católico radical, aficionado, como Elon Musk, a imitar los saludos nazis. Este cuasifascista recibió un homenaje por parte de un grupo ortodoxo pro-Israel y pro-Trump en Estados Unidos por ser un “guerrero por Israel”. Luego están los evangélicos cristianos, que creen que los judíos deberían tener derecho exclusivo sobre Tierra Santa hasta que llegue el Armagedón y todos los judíos deban convertirse a la fe cristiana o morir.

La fascinación de la derecha por el actual Estado de Israel es en parte una cuestión de simpatía política. Los políticos de extrema derecha en Europa consideran que el islam y los inmigrantes musulmanes son las mayores amenazas para sus países y, de hecho, para la “civilización occidental” o, como les gusta llamarla ahora, la “civilización judeocristiana”. Les parece bien el aplastamiento de los palestinos. Admiran el nacionalismo étnico. Les gustaría que sus propios países, algunos de los cuales no hace mucho vitoreaban a los nazis, se parecieran más a Israel. Y algunos de ellos, especialmente los cristianos evangélicos, podrían adoptar la opinión establecida desde hace tiempo de que los judíos están bien en Tierra Santa, pero no en ningún otro lugar. Donald Trump también siente una afinidad personal por Netanyahu, porque parece un tipo duro que afirma, como Trump, que sus enemigos desean acabar con él en una “caza de brujas” orquestada por tribunales de “izquierdas”.

Pero la razón principal por la que a las figuras de la extrema derecha les gusta Israel hoy en día es más doméstica. Es una forma de combatir a los liberales y progresistas, de hacer rabiar a los “progres” y a todos los que apoyan la causa palestina. Algunos izquierdistas se sienten atraídos por esa causa, por su oposición al imperialismo occidental, al colonialismo de asentamientos, al racismo, a la supremacía blanca, a la islamofobia, etcétera. Este tipo de activismo tiene algo en común con los partidarios de la extrema derecha de Israel. Ambos bandos tienen una obsesión con Israel, combinada, al menos en algunos casos, con antisemitismo. Si Viktor Orbán y otros amigos de Netanyahu son propensos a creer en plutócratas judíos conspiradores que envenenan los pozos de la pureza étnica, los amigos de la izquierda dura de Palestina ven el sionismo como el mayor mal del mundo. La violencia israelí contra los palestinos recibe mucha más atención que las mayores atrocidades infligidas a las minorías por otras naciones, muchas de ellas antiguas colonias europeas, porque Israel es visto como el epítome del pecado original occidental, es decir: colonialismo, racismo, etcétera. Como a menudo se supone que todos los judíos son sionistas, deben llevar la marca de estas transgresiones históricas.

Parte de la culpa de estos retorcidos estereotipos antisemitas de la derecha y la izquierda puede achacarse al propio Israel. Aunque el primer primer ministro de Israel, David Ben-Gurión, deseaba al principio dejar atrás la historia europea y concentrarse en construir un nuevo Estado judío con el molde heroico de los guerreros y labradores de la tierra, cambió de opinión en 1961, cuando Adolf Eichmann fue juzgado en Jerusalén. El juicio contra el burócrata de las SS encargado de organizar el exterminio de judíos se convirtió en una forma de promover la idea de que Israel era el protector de todos los judíos. El mensaje era que, si Israel ya hubiera existido en la década de 1930, el Holocausto nunca se habría producido. Y así, los seis millones de “mártires” se convirtieron en ciudadanos honorarios de Israel. El episodio más sangriento de la historia europea reciente se convirtió en el cimiento de la identidad israelí. Debido a los recuerdos históricos compartidos, así como a una ley de retorno que permite a cualquier persona de madre judía convertirse en ciudadano israelí, es difícil para los judíos no israelíes desvincularse por completo del Estado judío, aunque lo deseen.

Algunos judíos prominentes lo intentaron. George Steiner, el famoso crítico y erudito francoamericano, deploraba la idea de que los judíos se trasladaran a Israel y se convirtieran en una nación como cualquier otra, ya que los judíos, a su modo de ver, debían seguir desempeñando su papel de “huéspedes” en países ajenos. En su opinión, eso convertía a los judíos en críticos intelectuales indispensables de la civilización europea. Arthur Koestler, el políglota escritor británico de origen húngaro, sostenía que los judíos tenían elección: si deseaban vivir como judíos, debían trasladarse a Israel; de lo contrario, debían olvidarse de ser judíos y asimilarse a los países de su ciudadanía. Ninguna de estas soluciones funciona. Es fácil para un erudito de renombre desempeñar el papel de invitado intelectual europeo, pero no lo es tanto para un judío pobre en un campo de refugiados en 1945 que perdió su hogar y a toda su familia. Tras el Holocausto, muchos judíos poco privilegiados pensaban que Israel era el único país al que podían acudir. Koestler también estaba siendo demasiado dogmático. Es perfectamente posible vivir como un judío francés, o británico, o estadounidense, o cualquier tipo de judío, siempre que se le permita vivir en paz.

Pero el uso del Holocausto como pilar de la identidad nacional israelí bajo Ben-Gurión empezó a mutar en algo mucho más inquietante años después. Los conflictos de Israel con los palestinos, y las naciones árabes que los apoyaban, llegaron a verse como una guerra existencial parecida a la que se libró contra los nazis. El “nunca más” se utilizó como justificación para oprimir a los palestinos. En la retórica del gobierno de Benjamín Netanyahu tras los terribles asesinatos perpetrados el 7 de octubre de 2023, Hamás, y por extensión los palestinos, eran los nuevos nazis. A eso se refería el periodista israelí Ari Shavit cuando comparó el Israel posterior al 7 de octubre con la Gran Bretaña de 1940.

La historia del genocidio contra los judíos también sigue afectando a la política en Europa y Estados Unidos. El “nunca más” fue una piedra moral en la construcción de la Europa de posguerra. Y erigir un Museo Conmemorativo del Holocausto en Washington D. C. fue una forma de demostrar que los judíos solo podían estar realmente a salvo en suelo estadounidense. En el universo moral occidental de posguerra, Auschwitz es el símbolo del mal supremo: Satán en una era secular. Una de las razones por las que Israel recibió tanto apoyo de Europa y Estados Unidos en las primeras décadas de su existencia fue precisamente por eso. Ser pro-Israel era sentirse un poco menos culpable por el pasado. Las obras de arte o las opiniones públicas críticas con Israel siguen siendo un tabú en Alemania por esa razón. Una vez más, al igual que las detenciones de manifestantes propalestinos en los campus de Estados Unidos en nombre de la seguridad de los judíos, un tabú así no puede ser bueno para los judíos.

Pero la culpa europea, y en particular la alemana, también puede volverse contra Israel y, por extensión, contra los judíos. Al periodista judío-alemán Henryk Broder se le ocurrió una vez la brillante frase: “Los alemanes nunca perdonarán a los judíos por Auschwitz.” A nadie le gusta cargar con la culpa, y menos por hechos que no podrías haber cometido, puesto que aún no habías nacido. Pero la culpa puede tomar giros extraños. Jóvenes izquierdistas radicales alemanes de la Facción del Ejército Rojo fueron entrenados por palestinos en los años setenta para cometer actos de terror, como secuestrar aviones o asesinar políticos. Todo ello formaba parte de un movimiento revolucionario de liberación contra el capitalismo, el imperialismo y, por supuesto, el sionismo. Tras secuestrar un avión de Air France en 1976, jóvenes terroristas alemanes separaron a punta de pistola a los pasajeros israelíes del resto. (El hermano de Netanyahu, Yonatan, resultó herido de bala en la operación de rescate.) Estos alemanes no se habrían considerado antisemitas. El “nunca más” también formaba parte de su motivación. Para compensar la culpa de sus padres durante el Tercer Reich, consideraban su deber resistir a los perseguidores de los palestinos y otros oprimidos. Luchar contra los “sionistas”, por tanto, ofrecía un doble alivio de la culpa heredada: la resistencia eliminaba la vergüenza de haber nacido de padres culpables, con la ventaja añadida de que la opresión israelí de los palestinos era una invitación a pensar que los judíos podían ser tan malos como los nazis.

Está claro, pues, que el intento de extraer lecciones de la historia puede resultar contraproducente. A menudo extraemos las lecciones equivocadas. Entonces, ¿qué debemos hacer con Auschwitz como símbolo del mal? Olvidar la historia de una nación civilizada que cae en un estado de depravación absoluta no es una opción. Pero transformar un crimen histórico en un símbolo del mal corre el riesgo de elevar su barbarie particular por encima de la historia, como algo cuasisagrado, más allá de la discusión racional. Debemos enfrentarnos a la historia atroz para comprender el comportamiento humano. Pero un símbolo sagrado, aunque sea satánico, nos aleja con demasiada facilidad de lo que son capaces de hacer los seres humanos corrientes.

Entonces, ¿qué se puede aprender del Holocausto, si es que se puede aprender algo? Una división fundamental a este respecto es la que existe entre quienes lo consideran un crimen único, que afecta a pueblos concretos, y quienes desean extraer lecciones más universales. Los debates sobre el Diario de Ana Frank pusieron de manifiesto esta división. El padre de Ana Frank, Otto, ha sido criticado por restar importancia al aspecto judío del destino asesino de su familia para subrayar los peligros universales del fanatismo racial. En realidad, los Frank eran judíos alemanes laicos que no negaban su condición de judíos ni hacían alarde de ella. Y Otto Frank, como único superviviente, pretendía sin duda presentar el diario de su hija como una advertencia que iba más allá del particular destino judío.

También es cierto que la cita más famosa del diario de Ana Frank (“A pesar de todo, sigo creyendo que las personas son realmente buenas de corazón”) ofreció a generaciones de lectores un respiro de la culpa colectiva. En realidad, Ana Frank no era tan sentimental, pues añadió que podía sentir “el trueno que se acerca, que también nos destruirá a nosotros…”. Simplemente no quería renunciar a toda esperanza y seguir viviendo sobre la base de “la miseria y la muerte”.

Creo que los críticos de Otto Frank tienen razón al insistir en que el Holocausto fue un crimen específicamente contra los judíos. También creo que fue un crimen único, hasta ahora. La historia está llena de masacres y asesinatos en masa. Pero ningún gobierno había intentado antes exterminar sistemáticamente a todo un pueblo porque no tenía derecho a existir por razones ideológicas. Por eso los nacionalistas israelíes de línea dura, y algunos de sus partidarios en la diáspora judía, ven el “nunca más” como una cuestión judía: los judíos nunca volverán a ser víctimas de un Holocausto.

Pero Otto Frank tenía razón en que el Holocausto contiene también algunas lecciones universales. Hannah Arendt, que vio erróneamente a Eichmann como un banal burócrata de la muerte y subestimó su compromiso ideológico, tenía cosas útiles que decir sobre la historia del antisemitismo. Dijo que el antisemitismo social en Europa aumentó después de que los judíos se asimilaran más como ciudadanos. A finales del siglo XIX, los prejuicios religiosos dejaron paso al fanatismo racial. Cuando los judíos buscaron la protección de los gobiernos liberales, aquellos que se rebelaron contra los Estados liberales y deseaban establecer comunidades nacionales basadas en la pureza racial se volvieron contra los judíos.

Arendt también sostenía que los judíos deberían haber hecho más por defender sus derechos civiles organizándose políticamente. En este punto se mostró demasiado vaga. Es difícil saber qué tipo de organización política tenía en mente. Durante un tiempo apoyó el sionismo como opción política viable, pero más tarde lo rechazó cuando Israel se convirtió menos en un Estado para los judíos y más en un Estado judío, imitando el nacionalismo étnico de los antisemitas. Pero el propio sionismo es demasiado variado, desde el idealismo socialista laico hasta el fanatismo religioso, como para servir de organización política útil para todos los judíos. El comunismo parecía ofrecer una salida política a muchos judíos, pero aparte de sus excesos estalinistas, la naturaleza internacional de la ideología marxista no hizo sino reforzar el prejuicio de los antisemitas de que los judíos eran por naturaleza cosmopolitas desarraigados y desleales. El capitalismo, por cierto, era considerado por algunos antisemitas (incluido el propio Marx, nieto de un rabino) como un credo típicamente judío exactamente por el mismo motivo.

Sin embargo, Arendt tenía razón al considerar los derechos legales, políticos y cívicos como condiciones fundamentales para la supervivencia. Una vez arrebatados esos derechos, como ocurrió en Alemania después de 1933, la persecución y el asesinato son las consecuencias inevitables. El campo de concentración es la morada natural de las personas despojadas de todo derecho, no solo de su derecho a votar o a buscar la protección de la ley, sino incluso del derecho a tener un nombre propio. Las víctimas son reducidas a números tatuados en sus brazos.

Aunque ya no se extermina a pueblos enteros por razones ideológicas, cada vez son más las personas a las que se despoja de sus derechos como ciudadanos. Campamentos miserables en las fronteras de países asolados por la guerra se llenan de personas sin nombre, que huyen de la tiranía y la violencia. Cuando líderes democráticamente elegidos llaman criminales y violadores a refugiados e inmigrantes, y los encarcelan en campos o los deportan esposados a horribles prisiones en lugares como El Salvador, están haciendo lo que Arendt advirtió cuando describió el destino de los judíos. Ese camino conduce al asesinato y la dictadura.

Detener a Mahmoud Khalil sin las debidas garantías procesales fue como despojar ilegalmente de sus derechos a un residente permanente en Estados Unidos. Sufrió este destino por su supuesto antiamericanismo y hostilidad a Israel. Palestino nacido en Siria, con permiso para vivir y trabajar en Estados Unidos y casado con una estadounidense, Khalil podría clasificarse fácilmente como un cosmopolita desarraigado. Uno puede no suscribir sus opiniones sobre el racismo y el colonialismo, pero son indiscutiblemente internacionalistas. Su detención fue claramente una señal de que los derechos legales y políticos pueden ser retirados a capricho del presidente. Cuando esto ocurre, las reglas de la democracia liberal dejan de funcionar y se produce la persecución. La gente ha recurrido, a menudo con demasiada precipitación, a analogías del pasado para caracterizar este tipo de ilegalidad: macartismo, fascismo… Pero hay otra forma de describir lo que le ha sucedido a Khalil, más adecuada, en mi opinión, en su caso, a pesar de su encarnizada oposición al Estado judío, y es… antisemitismo. ~

 

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