Karina Sainz Borgo: Ayuso y Juan Marsé
El novelista catalán afirmó que escribía en español porque le daba la gana

Esto no va de lenguas. La estrategia radica en hacernos creerlo. El episodio protagonizado por Isabel Díaz Ayuso en la conferencia de presidentes autonómicos no se agota en la negativa de la lideresa madrileña a usar la traducción simultánea para las lenguas cooficiales. Es una contestación política. Cuando Ayuso rehúsa a ponerse el pinganillo a lo que en realidad se niega es a dar por válida la estrategia de los nacionalismos.
En nombre de la diversidad, se han llevado a cabo las persecuciones más feroces. La paranoia de la excepción –una lengua aparte, una Hacienda aparte, una ley aparte– ha servido a los exponentes del independentismo para medrar y hacer presión sobre un Ejecutivo que acepta la coacción a cambio de mantenerse en el poder. Cuando una fuerza presupone la existencia de una singularidad y subordina la concesión de un permiso de residencia al idioma, el asunto acaba en segregación. Hay quienes llevan años sacando brillo al agravio de la identidad. Lo que comienza en el lenguaje se hincha como un pan venenoso en el corazón de las sociedades.
La expresión ‘acogimiento lingüístico’ utilizada por el nacionalismo catalán, y repetida al dedillo por los portavoces del Ejecutivo, suena a lo que el retablo de las Maravillas en el entremés de Miguel de Cervantes. Presos de miedo a ser considerados cristianos conversos o bastardos, y por tanto a perder el apoyo parlamentario, los miembros del gabinete de Pedro Sánchez dan por mágico el trampantojo del secesionismo: se asombran, dicen ver lo que no existe, incluso sobreactúan con tal de no ser tomados por infieles. La identidad se blande como un crucifijo.
Cuando Ayuso se levanta y se ausenta de las sesiones –en tiempos de tragaderas, su desobediencia se convierte en capital político– no lo hace porque desprecie el vasco, el catalán o el gallego, lo hace para no ofrecer la otra mejilla. El federalismo que el PSOE promueve antepone el reclamo identitario a la sustancia. Pensemos, por ejemplo, en el premio Nacional de Narrativa a obras escritas en cualquiera de las lenguas del Estado. ¿Importa más el idioma que aquello que se dice? ¿Vale más algo por estar escrito en catalán o en español?
La antipatía que producen los asuntos identitarios son consecuencia directa de lo que políticamente se ha pretendido con ellos. Nadie en su sano juicio puede rechazar de plano el catalán o el gallego o el vasco, porque, insisto, no se trata de las lenguas sino del mecanismo que su imposición entraña. Son los mismos resortes del lenguaje inclusivo: esa lógica que convierte la convivencia en obediencia. Es esa trampa que traviste el debate ciudadano en tribalismo. En más de una ocasión, el novelista Juan Marsé afirmó que escribía en español porque le daba la gana, de la misma forma en que decía que el independentismo de Artur Mas y Jordi Pujol se dirimía entre los «sentiments i centimets». Desde entonces han transcurrido más de diez años. Y seguimos atados a la misma gresca.