El reinado de los idiotas
En los últimos días de todos los imperios, los idiotas toman el control. Reflejan la estupidez colectiva de una civilización desligada de la realidad
La silueta del presidente electo de los Estados Unidos, Donald Trump, frente a una bandera de su país en un acto de campaña en 2024. Foto: EFE/Michael Reynolds
Los últimos días de los imperios moribundos están dominados por idiotas. Las dinastías romana, maya, francesa, de los Habsburgo, otomana, romanov, iraní y soviética se derrumbaron por la estupidez de sus gobernantes decadentes, quienes se ausentaron de la realidad, saquearon sus naciones y se encerraron en cámaras de eco donde los hechos y la ficción eran indistinguibles.
Donald Trump y los bufones serviles de su Administración son versiones actualizadas de los reinados del emperador romano Nerón, que destinó enormes fondos del Estado para obtener poderes mágicos; del emperador chino Qin Shi Huang, que financió repetidas expediciones a una isla mítica de inmortales en busca de una poción que le diera vida eterna; y de una corte zarista inútil, que se entretenía leyendo cartas del tarot y asistiendo a sesiones espiritistas mientras Rusia era arrasada por una guerra que se cobró más de dos millones de vidas y la revolución se gestaba en las calles.
En Hitler y los alemanes, el filósofo político Eric Voegelin rechaza la idea de que Hitler —dotado para la oratoria y el oportunismo político, pero mal educado y vulgar— haya hipnotizado y seducido al pueblo alemán. Los alemanes, escribe, apoyaron a Hitler y a las “figuras grotescas y marginales” que lo rodeaban porque él encarnaba las patologías de una sociedad enferma, marcada por el colapso económico y la desesperanza.
Voegelin define la estupidez como una “pérdida de la realidad”. Esta pérdida implica que una persona “estúpida” no puede “orientar correctamente su acción en el mundo en el que vive”. El demagogo, que siempre es un idiota, no es un fenómeno extraño ni una mutación social. El demagogo expresa el zeitgeist de la sociedad, su abandono colectivo de un mundo racional basado en hechos verificables.
Estos idiotas, que prometen recuperar una gloria y un poder perdidos, no crean nada. Solo destruyen. Aceleran el colapso. Limitados en capacidad intelectual, sin brújula moral, profundamente incompetentes y llenos de rabia contra las élites establecidas —a quienes ven como responsables de haberlos menospreciado y excluido—, remodelan el mundo como un terreno de juego para estafadores, farsantes y megalómanos.
Declaran la guerra a las universidades, prohíben la investigación científica, difunden teorías disparatadas sobre las vacunas como pretexto para expandir la vigilancia masiva y el intercambio de datos, despojan de derechos a residentes legales y empoderan ejércitos de matones —como lo que se ha convertido el Servicio de Inmigración y Control de Aduanas de EE. UU. (ICE)— para sembrar miedo y asegurar la pasividad. La realidad, sea la crisis climática o el empobrecimiento de la clase trabajadora, no interfiere en sus fantasías. Cuanto peor se pone todo, más idiotas se vuelven.
Hannah Arendt sostiene que es esta “falta de pensamiento” colectiva la que lleva a una sociedad a abrazar voluntariamente el mal radical. Una población traicionada y abatida, desesperada por escapar del estancamiento en el que están atrapados ellos y sus hijos, es condicionada a explotar a los demás en una carrera frenética por avanzar. Las personas se vuelven objetos que se usan, reflejo de la crueldad impuesta por la clase dominante.
Una sociedad convulsionada por el desorden y el caos, como indica Voegelin, celebra a los moralmente degenerados: aquellos que son astutos, manipuladores, engañosos y violentos. En una sociedad abierta y democrática, estas características son despreciadas y criminalizadas. Quienes las exhiben son condenados por estúpidos; “un hombre (o una mujer) que se comporta de esta manera,” apunta Voegelin, “será marginado socialmente.” Pero en una sociedad enferma, las normas sociales, culturales y morales se invierten. Los valores que sostienen una sociedad abierta —la preocupación por el bien común, la honestidad, la confianza y el sacrificio— son ridiculizados. Son perjudiciales para la existencia en una sociedad enferma.
Cuando una sociedad, como señala Platón, abandona el bien común, siempre desata deseos amorales —violencia, codicia y explotación sexual— y fomenta el pensamiento mágico, tema central de mi libro Empire of Illusion: The End of Literacy and the Triumph of Spectacle (Imperio de ilusión: El fin de la alfabetización y el triunfo del espectáculo, título original en inglés).
Lo único que estos regímenes moribundos hacen bien es espectáculo. Estos actos de “pan y circo” —como el desfile militar de 40 millones de dólares de Trump, que se realizará en su cumpleaños, el 14 de junio— mantienen entretenida a una población angustiada.
La disneyficación de Estados Unidos, la tierra de los pensamientos eternamente felices y las actitudes positivas, la tierra donde todo es posible, se vende para ocultar la crueldad del estancamiento económico y la desigualdad social. La población, condicionada por la cultura de masas dominada por la mercantilización sexual, el entretenimiento banal y vacío, y las representaciones gráficas de la violencia, se culpa a sí misma por sus fracasos.
Søren Kierkegaard, en La época presente, advierte que el Estado moderno busca erradicar la conciencia y moldear y manipular a los individuos para convertirlos en un “público” dócil e indoctrinado. Este público no es real. Es, como escribe Kierkegaard, una “abstracción monstruosa, un algo abarcador que no es nada, un espejismo”.
En resumen, nos hemos convertido en parte de una manada, “individuos irreales que nunca son y nunca pueden unirse en una situación u organización real —y sin embargo son mantenidos juntos como un todo”. Quienes cuestionan al público, quienes denuncian la corrupción de la clase gobernante, son descartados como soñadores, excéntricos o traidores. Pero solo ellos, según la definición griega de la polis, pueden ser considerados ciudadanos.
Thomas Paine escribe que un gobierno despótico es un hongo que crece de una sociedad civil corrupta. Esto es lo que ocurrió en sociedades pasadas. Es lo que nos ha ocurrido a nosotros.
Es tentador personalizar la decadencia, como si deshacernos de Trump nos devolviera la cordura y la sobriedad. Pero la podredumbre y la corrupción han arruinado todas nuestras instituciones democráticas, que funcionan en la forma, no en el contenido. El consentimiento de los gobernados es una cruel broma. El Congreso es un club comprado por multimillonarios y corporaciones. Los tribunales son apéndices de las corporaciones y los ricos. La prensa es una cámara de eco de las élites, algunas de las cuales no gustan de Trump, pero ninguna de las cuales aboga por las reformas sociales y políticas que podrían salvarnos del despotismo. Se trata de cómo disfrazamos el despotismo, no del despotismo mismo.
El historiador Ramsay MacMullen, en “Corrupción y la decadencia de Roma”, escribe que lo que destruyó al Imperio Romano fue “la desviación de la fuerza gubernamental, su mal direccionamiento”. El poder se volvió un instrumento para enriquecer intereses privados. Esta desviación hace que el gobierno sea impotente, al menos como institución capaz de atender las necesidades y proteger los derechos de la ciudadanía. Nuestro gobierno, en este sentido, es impotente. Es una herramienta de corporaciones, bancos, la industria bélica y oligarcas. Se devora a sí mismo para canalizar la riqueza hacia arriba.
“El declive de Roma fue el efecto natural e inevitable de una grandeza desmedida”, escribe Edward Gibbon. “La prosperidad maduró el principio de la decadencia; la causa de la destrucción se multiplicó con la extensión de la conquista; y, tan pronto como el tiempo o el azar eliminaron los apoyos artificiales, la enorme estructura cedió al peso de su propio peso. La historia de la ruina es simple y obvia: y en vez de preguntarnos por qué fue destruido el Imperio Romano, deberíamos sorprendernos de que hubiera durado tanto”.
El emperador romano Cómodo, como Trump, estaba obsesionado con su propia vanidad. Mandó a hacer estatuas de sí mismo representado como Hércules y mostró poco interés en gobernar. Se imaginaba una estrella de la arena, organizando combates de gladiadores donde él era coronado vencedor y matando leones con arco y flechas. El imperio —que renombró como Colonia Comodiana— era un vehículo para saciar su narcisismo insaciable y su ansia de riqueza. Vendía cargos públicos como Trump vende indultos y favores a quienes invierten en sus criptomonedas o donan a su comité de inauguración o a su biblioteca presidencial.
Finalmente, los asesores del emperador organizaron que un luchador profesional lo estrangulara en su baño después de que él anunciara que asumiría el consulado vestido como un gladiador. Pero su asesinato no detuvo la decadencia. Cómodo fue reemplazado por el reformador Pertinax, quien fue asesinado tres meses después. Los Guardias Pretorianos subastaron el cargo de emperador. El siguiente emperador, Didius Julianus, duró 66 días. En el año 193 d.C., el año siguiente al asesinato de Cómodo, hubo cinco emperadores.
Como el tardío Imperio Romano, nuestra república está muerta.
Nuestros derechos constitucionales —el debido proceso, el habeas corpus, la privacidad, la libertad frente a la explotación, elecciones justas y el derecho a disentir— nos han sido arrebatados por decreto judicial y legislativo. Estos derechos existen solo de nombre. La enorme desconexión entre los supuestos valores de nuestra falsa democracia y la realidad hace que nuestro discurso político, las palabras que usamos para describirnos a nosotros mismos y a nuestro sistema político, sean absurdas.
Walter Benjamin escribió en 1940, en medio del auge del fascismo europeo y la inminente guerra mundial:
“Una pintura de Klee llamada Angelus Novus muestra a un ángel que parece a punto de alejarse de algo que contempla fijamente. Sus ojos están abiertos, su boca entreabierta, sus alas extendidas. Así es como se imagina al ángel de la historia. Su rostro está vuelto hacia el pasado. Donde nosotros percibimos una cadena de acontecimientos, él ve una única catástrofe, que acumula escombros sobre escombros y los arroja frente a sus pies. El ángel quisiera quedarse, despertar a los muertos y recomponer lo que ha sido destruido. Pero una tormenta sopla desde el Paraíso; ha quedado atrapada en sus alas con tal violencia que el ángel ya no puede cerrarlas. La tormenta lo impulsa irremediablemente hacia el futuro, hacia el cual tiene la espalda vuelta, mientras la pila de escombros frente a él crece hasta el cielo. Esa tormenta es lo que llamamos progreso”.
Nuestra decadencia, nuestro analfabetismo y nuestra retirada colectiva de la realidad llevan mucho tiempo gestándose. La erosión constante de nuestros derechos, especialmente nuestros derechos como votantes; la transformación de los órganos del Estado en herramientas de explotación; el empobrecimiento de la clase trabajadora y media; las mentiras que saturan nuestros medios; la degradación de la educación pública; las guerras interminables e inútiles; la deuda pública asombrosa; el colapso de nuestra infraestructura física, reflejan los últimos días de todos los imperios.
Trump, el pirómano, nos entretiene mientras nos hundimos.
*Este artículo se publicó originalmente en The Chris Hedges Report.