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Mi deuda con Frederick Forsyth

En tiempos más felices, cuando trajinar aeropuertos era mi rutina cotidiana, nació la admiración por Frederick Forsyth, el prolífico escritor británico.

Publicó más de 25 libros y vendió más de 75 millones de ejemplares. De ellos, por lo menos, una   veintena a mí, que de tránsito en Frankfurt, Madrid o  Ginebra, buscaba sus novedades con verdadera adicción, para combatir el fastidio de los vuelos trasatlánticos.

Fue La Alternativa del Diablo la novela que me enganchó para siempre a sus thrillers de espionaje y suspense. La historia de una desastrosa cosecha en la antigua Unión Soviética – casualmente en los trigales de Ucrania- desencadenó una crisis de poder en Moscú, involucrando a los servicios secretos occidentales.

Decidí entonces ir a sus obras anteriores. A El Día del Chacal, tal vez la más conocida, fruto de un atentado contra el presidente De Gaulle, durante una corresponsalía de Forsyth en París, escrita por urgencias alimentarias y devenida de modo sorpresivo y fulminante un best-seller, que trazó el rumbo de una vida que había pasado por el pilotaje de aviones de combate, una temporada con la BBC en la guerra de Biafra y una relación, tan discreta como debe ser y nunca desmentida, con el servicio de inteligencia MI6. En la mejor tradición de colegas como Le Carré, Graham Greene y, por supuesto, Ian Fleming, el padre de James Bond.

Después, a El Expediente Odessa, donde una organización secreta protege a un ex oficial nazi conocido como el carnicero de Riga, acosado por un joven reportero en la actual Alemania; Los Perros de la Guerra, con un grupo de mercenarios envueltos en un golpe de Estado en una república africana, y El Cuarto Protocolo, donde renegados soviéticos conspiran para detonar una bomba atómica en una base militar estadounidense en los suburbios de Londres.

Otras novelas –El Puño de Dios, El Afgano y El Manifiesto Negro– abundaban en la misma temática, pero no limitaron una creación siempre alimentada por sus experiencias personales, acicateada por la convicción de que con tales obras sin pretensiones alcanzaba a un vasto público que las devoraba por simple diversión. Apreciativo de su técnica siempre bien documentada que ofrecía un cuadro verosímil del universo canallesco de espías y mercenarios que Forsyth llegó a conocer tan cabalmente.

Que fue precisamente lo que atornilló mi fidelidad, tras cotejar sus tramas con las de autores menos rigurosos que, en algún momento de la narración, obligaban a suspender la lectura al detectar descuidos irrespetuosos en la ubicación de los escenarios y el bosquejo físico y psicológico de sus caracteres.

En cambio, qué maestría percibí en personajes como Roger Murgatroyd, el mediocre gerente bancario de El Emperador, vacacionista en una isla del Océano Indico, que tras luchar y vencer en épico duelo a un imponente pez-espada y liberarlo, se sacude a sí mismo de la coyunda de una esposa abominable; o el insigne abogado londinense que fácilmente impone a una fiscal inexperta la absolución de los asesinos de un  vagabundo que, como  sabemos en el desenlace, salvó su vida mientras combatían en la guerra de las Malvinas, para evitarles una condena leve y reservarles una justicia sicaria más expedita en las aguas del Támesis; o el vengativo albañil hindú que contrabandea en Irlanda la serpiente más venenosa de su Punjab natal para cobrarse las humillaciones de un aborrecido y detestable capataz.

Fueron algunos de los centenares de personajes del autor nacido en Ashford, Kent, en 1938, cuya orientación tory se manifestó en columnas publicadas en los diarios más prestigiosos y la militancia euro-escéptica que lo indujo a respaldar el Brexit y bregar el liderazgo del Partido Conservador;  igual que su intuición para barruntar en su novela Icono de 1996 la llegada del fascismo al poder en la Rusia post-soviética.

En sus años finales, Forsyth había publicado su autobiografía, obtuvo el premio de la Asociación de Escritores de Crimen a la totalidad de su creación; recibió la Orden del Imperio Británico por sus servicios a la literatura y tras los pasos de plumas tan famosas como Enid Blyton, Mary Shelley y T.S.Elliot, se retiró a  Buckinghamshire, un bucólico paraje provincial.

Allí falleció esta semana a los 86 años de edad, pero sus novelas y relatos seguirán aliviando las  demoras en cualquier aeropuerto del planeta y las numerosas adaptaciones fílmicas mitigarán el tedio y la infame comida de los viajes transoceánicos.

Varsovia, junio de 2025.

 

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