Karina Sainz Borgo: La virtud y la antiadherencia
No somos sartenes, somos ciudadanos
Renuente. Impermeable. Inmune. Son esas algunas de las características que convierten un material en antiadherente. Es la condición perfecta para las sartenes y las ollas, a fin de poder asar sobre su superficie sin que el alimento se abrase o se pegue. En un objeto se presuponen atributos. En un presidente de gobierno, no.
Después de que el ‘Times’ llamara Don Teflón a Pedro Sánchez, el mismo mote del gánster John Gotti –a los dos los crímenes les resbalan–, se queda en la conversación un tufo a inmundicia. Si quienes han sido elegidos para gobernar no cumplen con sus elementales obligaciones –legislar, cumplir y aplicar la ley– y de paso se saltan las reglas para enriquecerse o beneficiarse, qué parámetros sobre lo deseable o lo correcto quedan para el resto.
Si el presidente del Gobierno no presenta presupuestos, por qué tengo yo que afanarme en entregar esta columna a tiempo. Si la nación no se indigna por un apagón del que nadie da explicaciones; si una mujer que no se presenta en su puesto de trabajo, cobra; si una diputada se despatarra en el escaño, de piernas abiertas y descalza; si la excepción y la infracción se convierten en norma, quién puede recriminar las malas formas a un ciudadano cualquiera.
Añoramos la verdad tanto como la virtud, la decencia y la belleza, porque todos estamos dotados para percibirlas. La tríada clásica que forman el bien, la verdad y la belleza nos constituye, sabemos reconocerla. Su ausencia o su ultraje nos remueve. De ahí que los episodios de intercambio de meretrices, la utilería de la víctima y la máscara de mal gusto nos lesionen.
Una sociedad sin virtud o con una profunda incapacidad para detectarla, apreciarla y propiciarla es una sociedad muerta, o en trance de morir. La enfermedad que mata la virtud se contrae fácilmente y sin notarlo, comienza por afianzar las ideas simples, la fumigación de la compasión, el desmoronamiento y olvido del pasado, la tala y deforestación del bosque ilustrado, y así sucesivamente hasta cruzar la línea roja que transforma a los ciudadanos en turba.
La belleza y la virtud, como la risa, actúan como un desfibrilador. Nos traen de vuelta a la vida. Nos meten en ella. Nos quitan la piedra y el palo de la mano. Nos emocionamos al escuchar una sinfonía interpretada por una orquesta o se nos eriza la piel al presenciar ese momento extraordinario en el que cae un telón y un héroe acomete una hazaña. Hacen falta tiempo y predisposición para lo bello y lo justo. Por eso nos emocionan las victorias de Alcaraz y nos conmueven las luchas de quienes salvan la vida en una catástrofe, porque su esfuerzo despierta en nosotros admiración. Ansiamos su victoria para nosotros también. Queremos proteger y acoger lo ejemplar y corregir lo que está mal. Nos horroriza el caos: por eso tiramos la basura y conducimos las aguas fecales, para no chapotear en ellas. Ser inmunes y antiadherentes, en cambio, nos envilece. No somos sartenes, somos ciudadanos.