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Armando Durán / Laberintos: ¿Qué pasó en la guerra Israel-Irán?

Trump mueve las fichas en Medio Oriente: ¿qué escenarios se abren tras los  ataques de EE. UU. a Irán?

 

   El pasado lunes 23 de junio, precisamente un día antes de viajar a La Haya a crucial reunión de los jefes de Gobierno de los 32 países miembros de la OTAN para aprobar su exigencia de aumentar los gastos militares de todos al 5 por ciento de sus presupuestos nacionales, el presidente Donald Trump anunció desde su cuenta en la red social Truth Social que la guerra entre Irán e Israel había terminado. Y añadió en el breve y sorprendente mensaje de severo pero justo padre todopoderoso de la familia occidental: “Quiero felicitar a ambos, Israel e Irán, por tener la fortaleza, el coraje y la inteligencia para poner fin a lo que debe llamarse la guerra de los 12 días. Dios bendiga a Israel, Dios bendiga a Irán.”

   A partir de ese imprevisto anuncio, y a pesar de que durante casi dos semanas aquellos devastadores bombardeos teledirigidos desde Tel Aviv y Teherán y el bombardeo de furtivos B2 de Estados Unidos, con bombas anti bunkers de casi 14 mil kilos, a las bases subterráneas donde Irán había instalado sus laboratorios de investigación nuclear y sus centrifugadoras para enriquecer a 90 por ciento sus 400 kilos de uranio, habían acaparado toda la atención de un mundo aterrado por la amenaza de que ese espectáculo pudiera llegar a ser el siniestro preludio de una tercera y atómica guerra mundial, muy poco o nada se dice ni se escribe del abrupto desenlace de la pesadilla. Como si nunca hubiera existido.

   Un poco de historia

   Diversas son las razones de esta suerte de «aquí no pasó mucho», pero precisamente por eso, porque ese marcado afán colectivo por dejar bien atrás lo que realmente sucedió carece de sentido, me pregunto qué hay de verdad y qué de mentira detrás del supuesto acuerdo de paz negociado y acordado secretamente por Benjamín Netanyahu y Alí Jamenei, sin la menor duda según un guion escrito y dirigido desde Washington por Donald Trump. En todo caso, me parece relevante analizar las piezas de lo que a fin de cuentas se nos presenta como un rompecabezas en el que muchas de sus piezas no parecen encajar como es debido, y nos impiden penetrar en la trastienda de un episodio que ha dejado sobre el terreno un rastro monumental de escombros que no se nos ha permitido ver, y la inquietud desconcertante en los mercados y en el corazón de millones y millones de ciudadanos, que solo aspiran a vivir en paz en un mundo cada día más cargado de sorpresas omiosas, ahora digitales, cuya manifestación muy concreta me hace recordar aquella bomba “solo mata-gente” que en algún momento pasado se dijo que estaba siendo desarrollada.

   Bajo la sombra proyectada sobre el planeta por las bombas atómicas arrojadas hace 80 años sobre las ciudades japonesas de Hiroshima y Nagasaki se desató el temor universal a una futura guerra mundial, pero al mismo tiempo estalló otra guerra, eufemísticamente calificada de Guerra Fría, porque invertía la clásica definición de Carl von Clausewitz de que “la guerra es la política por otros medios.” A partir de ahora la política sería la guerra por otros medios, pero con muy parecidos resultados. Un conflicto en apariencia ideológico entre el estalinismo reinante en la Unión Soviética, único totalitarismo que no desapareció con la Segunda Guerra Mundial porque Iósif Stalin se alió a tiempo con Francia, Gran Bretaña y Estados Unidos, maniobra que le permitió pasar de ser aliado de Hitler a cambio de la mitad oriental de Polonia, a ser el cuarto gran vencedor del conflicto. Una alianza que tanto por esas irreconciliables contradicciones ideológicas, pero sobre todo por opuestos intereses estratégicos no podía subsistir en tiempos de paz, pero que tampoco podían desembocar en una guerra “caliente” después de la pavorosa experiencia japonesa. Una certeza particularmente sobrecogedora desde que la URSS hizo estallar su primera bomba atómica en 1949, suceso que impuso una paz mundial que ha perdurado hasta el día de hoy gracias a lo que cínica pero acertadamente Henry Kissinger llamó “el equilibrio del terror.

   Gracias a ello, las amenazas y los peligros de un holocausto nuclear nunca llegaron más allá de las tensiones entre los dos grandes centros del poder mundial. Nada rompió aquella agónica estabilidad mundial, ni siquiera cuando el bloqueo soviético de Berlín, ni cuando la guerra de Corea, ni cuando estalló la crisis generada por la instalación en Cuba, apenas 90 millas náuticas al sur de la Florida, de misiles soviéticos de alcance medio e intermedio con ojivas nucleares. No obstante, desde la guerra de Corea, los más diversos gobiernos se han enfrascado en guerras espeluznantes  en los más diversos puntos de la geografía planetaria, pero respetando aquella suerte de compromiso a muerte de todos de no recurrir jamás al armamento nuclear.

   Ningún poder, sin embargo, ningún acuerdo y ninguna política ha tenido éxito en la tarea de impedir la proliferación de las armas nucleares más allá de los arsenales de Estados Unidos, La Unión Soviética, Gran Bretaña y Francia. A pesar de ello, desde 1945, cualquier país con suficiente capacidad científica y financiera para disponer de ese escalofriante poder destructivo renunció a desarrollar programas atómicos propios con el argumento de asumir ese desafío para disponer de un arma capaz de disuadir a potenciales enemigos. Desde entonces, además de los cuatro vencedores de la Segunda Guerra Mundial, ya son muchos los países que poseen armamento nuclear: China, India, Pakistán, África del Sur, Corea del Norte, Israel desde los años 60 y ahora Irán, a punto de lograr ese ambicioso objetivo, causa declarada de esta guerra de los 12 días.

   La realidad actual

   En el confuso marco de unos ataques y contrataques aéreos y misilísticos de Israel e Irán, y de la definitiva intervención militar directa de Estados Unidos, la rigurosa censura de prensa en esos dos países y el hermetismo oficial del gobierno Trump, se ha hecho incontenible la multiplicación de noticias falsas y la voz de innumerables y manipuladores opinadores a favor o en contra de unos y otros en las redes sociales. Por otra parte, la calculada ambigüedad del siempre ambiguo y zigzagueante presidente Trump ha conseguido desarrollar a lo largo de esos pocos días una verdadera y perturbadora campaña de desinformación. Penúltimo ejemplo de esta forma de gobernar se produjo el viernes de la semana pasada, cuando Trump “informó” que se daba un plazo de dos semanas para ordenar esa intervención directa de Estados Unidos en el conflicto, a no ser que Teherán cesara sus ataques a Israel y desistiera realmente de avanzar en su programa nuclear y la construcción de bombas atómicas. No obstante, ese sábado, siete superbombarderos B2 estadounidenses, cada uno de ellos con dos bombas GBU 57, capaces de perforar cualquier terreno hasta 80 metros de profundidad antes de explotar, realizaron un ataque sorpresa, “espectacular ataque”, lo llamo Trump, a las bases nucleares subterráneas, que también según él fueron destruidas por completo.

   Las alarmas se dispararon en todo el mundo. Sobre todo, porque el propio Jamenei declaró que Irán no se rendiría y tomaría represalias contra bases estadounidenses en el Medio Oriente, mientras el Parlamento iraní aprobaba el cierre inmediato del estrecho de Ormuz, lugar de paso ineludible de 30 por ciento de la producción mundial de petróleo, tan pronto el Consejo de Estado refrendara la decisión. El miedo a lo peor se hizo muy palpable al saberse la noche del domingo que Irán había lanzado un ataque de misiles contra la base estadounidense en Qatar. Solo que como suele ocurrir desde que hace poco más cinco meses regresó a la Casa Blanca, una vez más Trump le dio vuelta a la tortilla, al informar el lunes que Irán había tenido la cortesía de prevenir de ese ataque a los gobiernos de Qatar y Estados Unidos, con la finalidad de que tuvieran tiempo suficiente para que sus defensas antiaéreas se hicieran cargo de la situación, y que Irán e Israel habían acordado ponerle fin a la guerra con un alto al fuego inmediato y un acuerdo de paz, que incluía la renuncia de Teherán a continuar su programa nuclear.

   ¿Quién ha visto que un atacante prevenga al atacado del ataque por venir para que pueda interceptarlo a tiempo? ¿No parece que se trata de una versión de la realidad demasiado bonita para ser verdad? Por otra parte, ¿no llama poderosamente la atención de que la única prueba de que los bombardeos a los túneles de Fordo y Natarz es lo que se sostiene en las declaraciones de las partes interesadas? ¿Jamenei jactándose de haber trasladado sus 400 kilos de uranio enriquecido y las centrifugadoras a bases secretas en previsión de que Trump decidiera finalmente la intervención militar directa de su país, único gobierno que dispone de bombas capaces de destruir esas bases subterráneas? ¿Y Trump jactándose de haber ordenado el ataque aéreo más espectacular de la historia militar universal y anunciándole al mundo que sus bombas habían destruido por completo el programa nuclear iraní, sin otra comprobación que los orificios de entrada de las famosas bombas al penetrar la superficie del terreno?

   Lo que sí se sabe es, por una parte, que la Organización Internacional de Energía Atómica, encargada de vigilar todo lo que tenga que ver con la actividad atómica en el mundo, no ha registrado ninguna variación en los niveles de radiación en la zona de las bases bombardeadas y hasta que sus inspectores visiten esos túneles, no se podrá comprobar, objetivamente, la magnitud real de los daños ocasionados por las ya muy célebres bombas anti bunkers. Una información que solo se tendrá cuando los inspectores del organismo sean autorizados a examinar el interior de las bases subterráneas bombardeadas. Entretanto, voceros oficiales de la OIEA han adelantado que, si las bombas GBU 57 hubieran destruido “por completo” esas bases, se habría registrado un aumento muy considerable de los niveles de radioactividad en la región.

   Por otra parte, esta semana John Ratcliffe, director de la CIA, sostuvo en declaraciones a la prensa que la agencia “tiene pruebas confiables de que el programa nuclear iraní ha sido gravemente dañado.” Según algunos medios de Estados Unidos, esta declaración, que puede interpretarse como un desmentido al anuncio de Trump de que el bombardeo de los B2 estadounidense habían destruido esas instalaciones por completo, fue una respuesta de Ratcliffe al análisis inicial de la Agencia de Inteligencia del Pentágono (Defense Intelligence Agency), según el cual los bombardeos del sábado 21 de junio, si bien no destruyeron los componentes principales del programa nuclear iraní (léase las centrifugadoras y el uranio enriquecido) “probablemente lo retrasaron.” Juicio de las principales fuentes de inteligencia del gobierno de Estados Unidos, que como quiera que se interpreten ponen en entredicho la declaración de Trump sobre los objetivos y los resultados de la operación.

  Estas confusiones y contradicciones, reales o manipuladas, nos hacen recordar a George Bush hijo denunciando falsamente al gobierno de Saddam Hussein de estar desarrollando un arsenal de armas de destrucción masiva como justificada razón para desatar, en esta ocasión con los únicos respaldos políticos y militares de los gobiernos de Gran Bretaña y España, una segunda y definitiva guerra en Irak. ¿Qué pensar ahora? ¿Nos hallamos ante una intrincada pieza de diplomacia secreta para explicar el desenlace de esta guerra de los 12 días, o simplemente ante un conflicto demasiado antiguo, desde todo punto de vista insoluble y excesivamente costoso para Irán y para Israel, pero de enorme utilidad para los ambiciosos proyectos comerciales del presidente Trump?

 

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