Cuando la guerra no tiene ganadores: Lecciones para un mundo fracturado
En un mundo marcado por guerras, actos terroristas, desplazamientos masivos y autoritarismos emergentes, la confrontación directa o indirecta entre Irán, Israel y Estados Unidos marca una nueva etapa en la descomposición del orden global. Lo que está en juego no es solo la seguridad regional en Medio Oriente, sino también el lugar de la ciudadanía en las decisiones fundamentales del Estado.
Incluso en democracias representativas como Estados Unidos e Israel, donde teóricamente el pueblo ejerce su soberanía a través del Parlamento o del Congreso, las decisiones bélicas se han tomado de forma discrecional, sin debates abiertos ni aprobación legislativa formal. Por el contrario, en la República Islámica de Irán, un régimen teocrático concentrado en la figura del Líder Supremo, ni siquiera conserva la forma democrática: el poder está radicalmente separado de la voluntad popular.
Lo que une a estos tres casos, entonces, no es su forma de gobierno, sino la exclusión real de sus respectivas sociedades en el momento más decisivo de la vida nacional: el paso a la guerra.
En tiempos donde la guerra se libra tanto en el campo de batalla como en el terreno simbólico de los medios, no sorprende que, tras el reciente intento de alto al fuego entre Irán, Israel y Estados Unidos, cada parte reclame para sí una victoria. Pero más allá de los discursos triunfalistas, los hechos muestran una realidad más cruda y compleja: ninguno ganó realmente. Todos perdieron algo. Y el equilibrio regional, ya frágil, ha quedado aún más comprometido.
El ayatolá Ali Khamenei declaró que Irán “abofeteó a América” y sobrevivió a una embestida sin precedentes. El régimen iraní, ciertamente, no cayó. Su aparato político-religioso se mantiene en pie, y su programa nuclear, aunque golpeado, no fue destruido. Pero esa “victoria” se construye más sobre la narrativa de la resistencia que sobre logros militares o diplomáticos concretos. Fue un triunfo para la moral interna, no para la seguridad regional.
Por su parte, Israel ejecutó un ataque que pretendía borrar del mapa el potencial nuclear iraní. Sin embargo, las instalaciones subterráneas resistieron en parte, y el peligro no fue neutralizado. En realidad, lo que logró fue postergar la amenaza. Internamente, el gobierno israelí enfrenta ahora críticas por haber lanzado una ofensiva costosa, se habla de más de 12 mil millones de dólares, sin conseguir sus objetivos estratégicos fundamentales. Y en la arena internacional, su imagen ha quedado aún más erosionada por haber perdido respaldo multilateral.
Estados Unidos, que se sumó a la operación sin autorización del Congreso, tampoco puede cantar victoria. Si bien evitó pérdidas directas significativas, su liderazgo global se debilitó y es objeto de múltiples críticas. Muchos medios han destacado el anuncio del alto al fuego, pero las recientes declaraciones de Khamenei arrojan dudas sobre la narrativa oficial presentada por el presidente Trump.
Khamenei señaló que no acepta ni reconoce ningún «acuerdo formal de cese del fuego» con Israel. Además, aseguró que Irán no estuvo involucrado directamente en negociaciones, restando legitimidad a los anuncios estadounidenses. Más aún, calificó el reciente ataque iraní contra una base estadounidense en Qatar como «una bofetada a EE.UU.», subrayando la disposición de Teherán a responder a futuros ataques.
En este contexto, EE.UU. queda atrapado en un choque de interpretaciones. Mientras la Casa Blanca presenta el supuesto «cese del fuego» como un triunfo diplomático, Khamenei lo minimiza o descarta. Esto supone un riesgo para la credibilidad estadounidense, debilitando su imagen de mediador fiable ante sus aliados en la región. EE.UU. enfrenta el dilema de mantener una postura ambigua o buscar confirmación directa de la aceptación del alto al fuego por parte de Irán, ya sea mediante canales diplomáticos formales o a través de mediadores indirectos. El mensaje de Khamenei complica la posición estadounidense y pone en entredicho cualquier iniciativa que busque frenar la espiral de violencia en la región.
América Latina, África y buena parte de Asia evitaron respaldarlo. Al actuar fuera de los marcos institucionales, incluida una ONU cada vez más irrelevante, Washington contribuyó a la degradación del derecho internacional que dice defender. Tengo la sensación de que, en estos casos, triunfar no es intervenir; triunfar es cambiar el curso de los acontecimientos hacia una paz duradera, y eso está, todavía, muy lejos de alcanzarse.
Al final, lo que quedó fue una sensación de estancamiento violento. Irán no se rindió, Israel no logró sus metas y EE.UU. no recuperó el respeto que buscaba imponer. La población civil, como siempre, paga el precio más alto. El conflicto no resolvió nada: reforzó posiciones de fuerza, profundizó divisiones y alimentó el riesgo de un nuevo ciclo de destrucción. En medio de este escenario de fuegos cruzados y relatos inflados de victoria, América Latina aparece como una región desdibujada, sin una voz común ni una posición clara. Mientras Cuba, Venezuela y Nicaragua se alinearon sin matices con Irán, el resto del continente optó por la prudencia, la ambigüedad diplomática o el silencio.
La penosa verdad es que la región parece haber perdido capacidad de incidencia en los grandes debates internacionales. No hay liderazgo continental, ni diplomacia latinoamericana activa, ni siquiera en defensa de principios como el derecho internacional, el multilateralismo o la paz. La guerra entre Irán e Israel no es un conflicto lejano: afecta los precios del petróleo, incrementa la presión migratoria y puede reconfigurar alianzas geopolíticas donde la región, otra vez, queda como espectadora.
Si los gobiernos de América Latina actuaran con inteligencia colectiva, podrían asumir un rol de mediación, de propuesta, de defensa activa de la legalidad internacional. La historia lo demuestra: ya ocurrió con los Países No Alineados, el Grupo de Contadora o CELAC. Me pregunto: ¿Qué impide que seamos algo más que un eco pasivo de los grandes jugadores?
La actual confrontación en Medio Oriente revela no solo el deterioro del orden mundial, sino también el grado de marginalidad de nuestra región. Mientras las potencias se disputan el poder con misiles y propaganda, nosotros apenas respondemos con comunicados, resignación o indiferencia. Pero este vacío puede llenarse con voluntad política y visión estratégica.
Quizás sea hora de que América Latina no solo defina su postura ante los conflictos globales, sino que comience a formular una propuesta de paz propia y realista. Propuestas que no pasen por la sumisión a ningún eje de poder, sino por la construcción de un nuevo equilibrio internacional donde la justicia, la legalidad y la cooperación recuperen sentido.
Frente a la magnitud de esta guerra y su impacto global, la ausencia de una acción efectiva de la ONU es más que preocupante: es escandalosa. Mientras se bombardeaban instalaciones nucleares, bases militares y zonas urbanas, el Consejo de Seguridad se empantanó en vetos cruzados. El secretario general emitió llamados de emergencia, pero sin capacidad real de detener el fuego. Los organismos humanitarios hacían lo que podían, atrapados entre bloqueos, burocracia y fuego cruzado.
Ciertamente, la ONU está desgastada. Su arquitectura responde a un mundo que ya no existe, donde cinco potencias tienen poder de veto absoluto, aunque ya no representen el equilibrio ni la voluntad de la comunidad internacional. En lugar de mediar, prevenir o reconstruir la paz, la ONU está condenada a redactar informes mientras la realidad arde. El sistema multilateral, tal como está, ya no da para más.
La historia de Medio Oriente está profundamente marcada por decisiones de potencias externas. Desde el reparto colonial tras la Primera Guerra Mundial hasta las invasiones del siglo XXI, pasando por guerras proxy y sanciones, los equilibrios de poder en la región han sido moldeados desde Londres, Washington, Moscú o Pekín. Ningún proceso de paz será genuino si el sistema internacional sigue siendo asimétrico, instrumentalizado y centrado en intereses geoestratégicos de unos pocos.
Así mismo, analizar el conflicto de Medio Oriente implica adentrarse en una red de intereses cruzados que desafían cualquier simplificación. Se trata de una de las regiones más sensibles del planeta, no solo por su historia milenaria y su centralidad en las religiones monoteístas, sino por la enorme carga de intereses estratégicos, energéticos, militares y simbólicos depositados por las grandes potencias. En Medio Oriente no hay actores neutrales ni dinámicas puramente locales: cada paso, cada decisión, cada declaración, tiene múltiples lecturas y consecuencias globales.
Estados Unidos, aliado de Israel, garante de varias monarquías del Golfo y potencia con bases militares en la región, enfrenta un profundo cansancio interno tras las guerras de Afganistán e Irak. Apoyar a Israel podría consolidar su alianza histórica, pero al costo de desatar reacciones hostiles en países donde intenta mantener relaciones estables. Contener a Irán podría empujar a Teherán a reforzar sus vínculos con Moscú y Pekín, justo cuando EE.UU. busca evitar un eje antioccidental.
Rusia se presenta como defensor de regímenes «soberanos» frente a Occidente y ha estrechado lazos con Irán. Sin embargo, mantiene diálogo con Israel, especialmente por la coordinación aérea en Siria.
China, actor silencioso pero clave, ha firmado acuerdos millonarios con Irán para asegurar suministro energético y ha invertido en infraestructura crítica en la región. Para Pekín, el conflicto amenaza su seguridad económica: cualquier guerra que desestabilice el comercio global perjudicaría sus intereses. A la vez, intenta posicionarse como mediador responsable, pero ese rol es frágil y podría colapsar si se ve forzada a tomar partido. No hay que olvidar el contencioso con Taiwán.
Europa, dividida entre su dependencia energética, sus compromisos con Israel y su interés en preservar acuerdos con Irán, está en posición vulnerable. Su debilidad diplomática frente a Washington y el temor a nuevas olas migratorias o ataques terroristas la han reducido a un actor reactivo. Sin embargo, la estabilidad de Medio Oriente es clave para su propia estabilidad.
Lo que hace extremadamente difícil el análisis del conflicto no es solo la diversidad de actores, sino la superposición contradictoria de intereses. Alianzas militares conviven con rivalidades comerciales, pactos energéticos se sostienen junto a hostilidades diplomáticas, y agendas ideológicas chocan con intereses pragmáticos. Medio Oriente es un espejo del sistema internacional: ningún actor externo quiere perder fichas porque su influencia en la región define también su lugar en el mundo. La guerra es a la vez un riesgo y una oportunidad.
Un nuevo orden internacional más justo implicaría repensar las reglas del juego global. El Consejo de Seguridad de la ONU no puede seguir rehén del veto de cinco países, más preocupados por proteger aliados que por aplicar el derecho internacional. Las agencias multilaterales deben ser democratizadas y dotadas de capacidad de acción independiente. La multipolaridad debe ser una oportunidad para la equidad, no una repetición de las esferas de influencia. Solo así podrá sostenerse un marco internacional capaz de garantizar procesos de paz estables y justos.
En definitiva, no habrá verdadera recomposición política en Medio Oriente si el escenario internacional sigue reproduciendo lógicas de dominación y desinterés humano. La paz requiere una transformación profunda de las instituciones globales, del sistema económico mundial y de la cultura política de las relaciones internacionales.
Finalmente, donde más se siente la ausencia de liderazgo es en el destino de las poblaciones civiles. Mientras los gobiernos proclaman victorias, miles viven entre miedo, destrucción y desplazamiento. En Irán, las familias soportan apagones y hospitales colapsados. En Israel, el temor a nuevos ataques y la polarización debilitan la cohesión social. En otros países, la guerra multiplica riesgos de radicalización e inestabilidad.
Nadie ganó esta guerra. Muchos perdieron, sobre todo los civiles, que pagan los costos de decisiones tomadas desde el poder, sin participación ni control democrático. La guerra no resolvió nada, pero dejó cicatrices más hondas y desconfianza en las instituciones.
Por eso urge repensar todo: el sistema internacional, el papel de América Latina, la función de la ONU y, sobre todo, la forma en que se decide la guerra y la paz. Porque si seguimos permitiendo que los conflictos se definan entre misiles y propaganda, el futuro será más violento, injusto y deshumanizado.