CorrupciónDemocracia y Política

Javier Benegas: Nunca más Sánchez

«La pregunta es si Feijóo está dispuesto a reformar de raíz un sistema que se ha demostrado vulnerable frente al poder absoluto de un presidente sin escrúpulos»

Nunca más Sánchez

        Ilustración de Alejandra Svriz.

 

Pedro Sánchez está cercado por la corrupción. La de su partido, la de sus socios, la de su entorno familiar más próximo. Investigaciones judiciales, informes de la Guardia Civil, diligencias abiertas en múltiples tribunales y una inusitada podredumbre institucional sitúan a este Gobierno en una fosa séptica. Algo que, en cualquier democracia sana, habría provocado su dimisión o, al menos, una convocatoria anticipada de elecciones. Pero Sánchez no dimite. Se aferra al poder con la frialdad del que sabe que la aritmética parlamentaria le proporciona impunidad.

No lo sostiene una ciudadanía entusiasta ni un balance de gestión ejemplar, sino una aritmética tan precaria como disciplinada: una alianza de secesionistas, filoetarras, comunistas e intereses particulares que no comparten una visión de país, sino un interés: conservar e incrementar su cuota de poder. Es lo que se ha dado en llamar «Gobierno Frankenstein». En términos democráticos, un oxímoron.

Sin embargo, el sostenimiento del Gobierno más corrupto de nuestra historia se encuentra dentro del marco legal. Así pues, lo que debería alarmarnos no es solo la conducta del presidente, sino que nuestro sistema institucional no haya previsto ningún mecanismo eficaz para contenerla. ¿Cómo es posible que la estabilidad de todo un país dependa, en última instancia, de la buena o mala voluntad del gobernante de turno?

El pasado 6 de julio, Alberto Núñez Feijóo prometió a los españoles que no les mentirá, en referencia explícita a las inacabables falsedades del presidente. Esa promesa, a priori, le honra. Pero el drama que estamos viviendo exige más. Confiar en la palabra dada como único medio para asegurar el buen gobierno es, sencillamente, una temeridad que no podemos permitirnos repetir.

Una de las grandes fallas de nuestro sistema es la ausencia de representación directa del elector. A diferencia de modelos como el británico o el estadounidense, en España los diputados no tienen una circunscripción propia a la que rendir cuentas. No responden ante ciudadanos concretos, sino ante el jefe del partido que los ha colocado en una lista cerrada y bloqueada.

«¿Seguiría siendo presidente Pedro Sánchez si los diputados socialistas debieran su asiento a sus electores y no a él?»

En la última década, el Partido Conservador británico ha removido a cuatro de sus líderes, David Cameron, Theresa May, Boris Johnson y Liz Truss, y pende de un hilo el actual, Rishi Sunak, que no lleva en el puesto ni tres años. Esto es inimaginable en cualquier partido español. Pero así debería ser también aquí.

En los sistemas de listas cerradas los electores no eligen representantes, ratifican listas. No pueden por tanto meter presión a los congresistas, si es preciso, en contra del criterio del líder del partido. ¿Seguiría siendo presidente Pedro Sánchez si los diputados socialistas debieran su asiento a sus electores y no a él? O, en su defecto, ¿podría Sánchez sacar adelante el discriminatorio cupo catalán o cualquier otro abuso territorial con el aplauso entusiasta de los diputados de las regiones discriminadas?

Esta falla del sistema español tiene consecuencias devastadoras. Cuando un gobierno incumple de forma flagrante sus compromisos, miente sistemáticamente o se corrompe hasta el tuétano no hay un sólo diputado que tema el castigo directo del votante. Su lealtad está en otra parte. No lo digo yo, lo dice hasta el Consejo de Estado en su informe sobre la reforma electoral de 2007: «La actual configuración del sistema reduce la capacidad del elector para elegir y castigar, y debilita la conexión entre representantes y representados». Ocho años después, aquí estamos.

Esto explica por qué, incluso con escándalos como los que afectan al entorno de Sánchez —desde el caso Delcy hasta la trama Koldo, pasando por las revelaciones sobre su esposa en relación con empresas beneficiadas por el Gobierno—, no haya habido un solo diputado del PSOE que cuestione su continuidad. El sistema no sólo no lo exige, es que en la práctica no lo tolera. Esa es la verdadera anomalía.

«España no es un sistema presidencialista en teoría, pero en la práctica el poder se concentra como si lo fuera»

España no es un sistema presidencialista en teoría, pero en la práctica el poder se concentra como si lo fuera. En palabras de Guillermo Gortázar, es un sistema cesarista. El presidente del Gobierno controla el Consejo de Ministros, el Congreso (gracias a la disciplina de voto), la Fiscalía General del Estado (nombrada directamente por el Ejecutivo), el Tribunal Constitucional (a través de nombramientos pactados) y los órganos reguladores y de control. No hay una separación de poderes cabal, sino una dependencia del Legislativo respecto del Ejecutivo que se ha agravado con el tiempo, hasta reducir el Congreso a un eco parlamentario de La Moncloa, donde la separación de poderes es tan simbólica como el retrato del rey en la pared.

Esta deriva ha alcanzado la apoteosis con Sánchez, pero no comenzó con él. El problema es estructural, y por eso no basta con esperar a que llegue alguien con mejor voluntad.

Feijóo no es el villano de esta historia. Es un político prudente, lo que no es malo en sí mismo. Y puesto que lidera el principal partido de la oposición, guste o no, es necesario para reconstruir la confianza entre las instituciones y los ciudadanos. Sería injusto no reconocer que algo ha cambiado en él recientemente: su intervención en la última sesión de control al Gobierno ha demostrado, al menos, que tiene sangre en las venas. Por fin, ha abandonado el tono contemplativo que, durante demasiado tiempo, confundió prudencia con parálisis y sentido institucional con resignación ante los atropellos de un presidente fuera de control.

La contundencia de sus palabras ha enardecido a sus correligionarios y a los periodistas afines, y quizá muchos votantes han sentido un destello de esperanza al ver que, por fin, Feijóo planta cara con claridad al presidente de las mentiras. Eso, en sí mismo, es una buena señal. El país necesita una oposición capaz de ilusionar y movilizar.

«El desafío no es sólo desalojar al sanchismo, sino asegurar que nunca más pueda reproducirse»

Pero no basta con cambiar el tono. Esa energía retórica debe convertirse en una agenda política de largo recorrido: con medidas concretas, reformas institucionales y compromisos verificables. Porque si la reacción se limita al lenguaje, si no se traduce en transformaciones profundas, acabará siendo sólo un desahogo temporal mientras el modelo que nos ha colado a Pedro Sánchez, y que ahora nos impide removerlo, seguirá intacto.

Los españoles no deberían tener que elegir entre un presidente que miente sin rubor y un líder que dice la verdad pero hereda un sistema que parece pensado para el abuso. El desafío no es sólo desalojar al sanchismo, sino asegurar que nunca más pueda reproducirse.

 

 

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