La gran mayoría de nuestros historiadores considera que los cuarenta años de la República Civil entre 1958 y 1998 han sido los mejores de la historia de Venezuela.
Y es natural que así sea al compararlos con estos años terribles que ha padecido Venezuela en las últimas décadas y, por supuesto, las que sufrió en las anteriores, a partir de 1830, año fundacional de la República.
La historia, como bien se sabe, no es lineal. No es tampoco un proceso ascendente hacia la perfección. Debería ser, sin embargo, un proceso que permitiera al género humano alcanzar las metas más altas en cuanto a desarrollo y bienestar, “la marea de conciencia”, de que habló Teilhard de Chardin.
Cierto es que de alguna manera esa aspiración ha venido alcanzándose de forma universal, sobre todo en cuanto a tecnología, calidad de vida y conocimiento humano. Pero se trata de logros parciales, limitados a algunos sectores, mientras otros siguen hundidos en la miseria y la ignorancia. No deja de resultar contradictorio que al mismo tiempo que avanza la carrera espacial, aquí en la tierra sigamos padeciendo hambrunas, guerras, enfermedades, desigualdades y tiranías violadoras de los derechos humanos.
En el caso venezolano, su historia es un recorrido de marchas y contramarchas, de avances y retrocesos, tratando de remontar una difícil cuesta por un camino tortuoso. ¿Significa esto que todo pasado fue mejor? Dependiendo de las circunstancias y de los ciclos históricos se podría responder esta interrogante. Quien analice la historia venezolana desde sus inicios conseguirá respuestas dispares.
Así, por ejemplo, las teorías cuasi paradisíacas sobre la etapa indígena en nuestro continente sostienen que la misma fue mejor que lo que vino luego. Se basan en la teoría del “buen salvaje”, según la cual nuestros aborígenes eran una raza buena y pacífica, a la cual malearon luego los invasores coloniales. Tal vez tengan algo de razón. Sin embargo, hubo también -antes y entonces- guerras tribales violentas. Baste mencionar los casos más conocidos en lo que hoy es México, por ejemplo, donde unas tribus aniquilaban a otras y las sometían cruelmente.
La conquista y colonización española en nuestro continente constituyeron luego una larga etapa de imposición de una cultura extraña sobre la autóctona, con sus consecuencias nefastas: la esclavitud y la explotación de los pobladores originarios. Ya se sabe que después surgieron las tesis de las leyendas “dorada” y “negra”, binarias y extremistas, según la cual la conquista y la colonización fueron etapas de luminosidad para unos y de oscuridad para otros. Sin embargo, en lo que sí parecen estar de acuerdo la mayoría de los historiadores es en admitir que la conquista y la colonización de España no llegaron a los extremos genocidas y destructivos que otros imperios europeos ejecutaron contra los pobladores indígenas en partes de la América del Norte y en África, por ejemplo.