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«Arepa y ron»: veneno puro en la política chilena

Una frase del diputado socialista Daniel Manouchehri sobre “vino y empanada”, frente a “arepa y ron”, ha abierto en Chile un debate más grave que la xenofobia: la validación de una noción de “cultura nacional” cuya raíz es idéntica a la que sostuvo el ideal de raza pura del nazismo. Y en el plano político, el olvido de lo que Venezuela hizo por el socialismo chileno no solo agrava el agravio, sino que exhibe con nitidez la ignorancia supina del parlamentario.

Crisis de Seguridad en Chile: Declaraciones del Diputado Daniel Manouchehri

   Daniel Manouchehri

 

Por Jonatan Alzuru Aponte
Doctor en Ciencias Sociales
Venezolano con residencia en Valdivia, Chile

 

Una frase del diputado socialista Daniel Manouchehri sobre “vino y empanada”, frente a “arepa y ron”, ha abierto en Chile un debate más grave que la xenofobia: la validación de una noción de “cultura nacional” cuya raíz es idéntica a la que sostuvo el ideal de raza pura del nazismo. Y en el plano político, el olvido de lo que Venezuela hizo por el socialismo chileno no solo agrava el agravio, sino que exhibe con nitidez la ignorancia supina del parlamentario.

Este artículo desmenuza la retórica de Daniel Manouchehri, que al oponer la “cultura del vino y la empanada” a la de la “arepa y el ron”, no solo reproduce discursos excluyentes, sino que evoca con total descaro ideas peligrosas de pureza cultural y desconoce la historia de solidaridad entre Venezuela y el socialismo chileno. Analizaremos cómo esta visión esencialista de la cultura deriva inevitablemente en exclusión política y mutila la riqueza de la diversidad latinoamericana.

 

Una aclaratoria para el pueblo chileno: no escribí un artículo contra George Harris, el comediante venezolano. Grabé un podcast en cuatro entregas titulado “Clase magistral: Mi respuesta a George Harris”, que suma tres horas con cuarenta y cinco minutos. En él, hice una crítica tajante y profunda a sus declaraciones, me opuse abiertamente a los venezolanos que lo defendían en redes sociales, y aproveché para examinar, sin anestesia, las complejidades y conflictos de la migración venezolana en Chile. Está disponible en YouTube desde el 4 de marzo de 2025. Lo aclaro para que nadie me confunda con un nacionalista emocional.

 

El diputado Daniel Manouchehri, del Partido Socialista, declaró hace pocos días: “Queremos una política con olor a vino tinto y empanada, no con arepa y ron. No queremos una Chilezuela. Esa es otra cultura”. Como si no bastara, propuso que los migrantes venezolanos sean excluidos del derecho al voto. Pocas veces un político progresista ha dicho tanto, tan rápido y con consecuencias tan graves.

Esto no es una torpeza aislada ni un arrebato de folclorismo mal calibrado. Lo que Manouchehri expresa es una estructura ideológica sólida y peligrosa: una concepción de la cultura y de la política que debe ser desmontada a fondo. Detrás de su “olor a vino” se oculta algo más rancio: la misma idea antropológica que en el siglo XX legitimó el proyecto de la raza pura, ahora con el maquillaje amable de una supuesta “identidad nacional”.

Cuando la cultura se convierte en frontera

Decir que “la política chilena debe oler a empanada y vino” y no a “arepa y ron” implica suponer que existe una cultura chilena original, cerrada, fija, que debe ser defendida de lo foráneo. Ese es el primer y más insidioso error. Las culturas no son esencias: son procesos. No hay culturas puras. Toda cultura es mezcla, cruce, incorporación, diálogo. Es, por definición, híbrida.

El vino y la empanada también fueron importaciones. Y la propia idea de “nación” en América Latina es un injerto: indígena, africano, español, italiano, alemán, palestino, judío, croata, haitiano, colombiano, venezolano. No hay identidad sin extranjería. Negar esto no protege lo chileno: lo petrifica.

Aún más grave que el error conceptual es su consecuencia política: usar la noción de “otra cultura” para justificar la exclusión de derechos ciudadanos. Si una comunidad migrante trabaja, tributa, convive y participa en la polis, negarle el voto es negarle humanidad cívica. Es decirle: puedes limpiar nuestras veredas, pero no opinar sobre ellas; puedes cuidar a nuestros enfermos, pero no decidir sobre el sistema de salud. Es una ciudadanía amputada. Una democracia que excluye por origen es una caricatura. Y quien siembra esas diferencias no defiende una nación: erige una oligarquía de sangre y suelo.

Lo idéntico: del nazismo al nacionalismo popular

El argumento de Manouchehri no es nuevo. Tiene una genealogía precisa y letal. Es exactamente el mismo  supuesto antropológico que nutrió al régimen nazi: la creencia de que existe una comunidad originaria, auténtica, que debe protegerse de los cuerpos culturales invasores. Ayer fue el “judío errante”; hoy es el “venezolano invasor”. Cambia el nombre, no la estructura lógica.

Hitler hablaba de la sangre. Manouchehri del “olor” de una comida. Pero en ambos casos, el problema no es la diferencia real, sino la construcción simbólica de una amenaza: la alteridad, la mezcla, lo que no encaja. Es el viejo principio totalitario: lo que no soy yo, me contamina.

Este pensamiento esencialista y jerárquico ha sostenido todas las formas de exclusión sistemática: desde el apartheid sudafricano hasta las limpiezas étnicas en los Balcanes. Aquí se disfraza de cocina patria. Pero su lógica sigue intacta: hay una cultura verdadera, y el resto es estorbo.

Arepa y empanada: desmontando el fetiche de lo propio

La arepa y el ron no son exclusivos de Venezuela, ni el vino y la empanada lo son de Chile. Estos alimentos encarnan una cultura latinoamericana compartida, con variaciones y resonancias múltiples, pero con un tronco común y un diálogo permanente.

La arepa, ese disco de maíz cocido, es el eje de la cocina venezolana y colombiana, y parte central de la cultura mesoamericana. Como lo muestra Miguel Ángel Asturias en Hombres de maíz (1949), el maíz es mucho más que alimento: es cosmovisión, es tierra sagrada, es resistencia ancestral. Desde México hasta Bolivia, desde la tortilla al tamal, del pozole a la chicha andina, el maíz es una forma de humanidad. También en Chile, aunque con menor centralidad simbólica, el maíz tiene presencia: en el mote, en la patasca del norte, en los cultivos de las comunidades mapuche y andinas. La arepa no es solo venezolana: es pan americano.

El ron, hijo de la caña de azúcar colonial, se ha convertido en emblema del Caribe. En él habita la historia afrodescendiente, las fiestas populares, los rituales, y también la sofisticación del ron añejo. El vino, por su parte, se asocia al Cono Sur, a la herencia europea y al ritual del mantel. Pero ambos licores —ron y vino— coexisten en la historia de la región como expresiones complementarias de una identidad compartida. Ninguno es “más latinoamericano” que el otro.

La empanada, aunque emblema chileno con su pino y su forma, está presente en toda América Latina. Argentina, Bolivia, Colombia, Venezuela: todas tienen su versión. Todas vienen del mismo molde cultural y todas han sido recreadas en clave local. La cultura se transforma al cruzar fronteras. Y ese cruce es su única fuente de vitalidad.

Negar este mestizaje es traicionarse a sí mismo. La cultura no se defiende emparedándola: se expande al compartirla.

La ingratitud como política: escupir la mano que salvó

Pero hay un cuarto nivel de gravedad, quizás el más indigno: el de la desmemoria del Partido Socialista. Porque si algún país contribuyó a la sobrevivencia del socialismo chileno, fue Venezuela.

En 1975, el gobernador de Caracas, Diego Arria, por orden del presidente Carlos Andrés Pérez, del partido Acción Democrática, viajó personalmente a negociar con Pinochet la liberación de Orlando Letelier, preso en Isla Dawson. Fue Venezuela, no Francia ni Cuba, quien le ofreció asilo y espacio político. Desde Caracas, Letelier reorganizó su lucha hasta ser asesinado por la dictadura en Washington en 1976. ¿Quién repatrió su cuerpo? Venezuela. ¿Quién lo homenajeó como mártir? Venezuela. Tanto así, que en 1999, la propia Concertación le otorgó a Diego Arria la Gran Cruz de la Orden de Bernardo O’Higgins, la más alta distinción civil del país.

Isabel Allende vivió trece años en Caracas. Allí escribió La casa de los espíritus, trabajó, enseñó, sobrevivió. Miles de chilenos fueron acogidos con dignidad. Venezuela no les ofreció caridad, les ofreció pertenencia. ¿Y ahora el Partido Socialista pretende negar el voto a sus hijos y nietos? ¿Trazar una línea entre la empanada que protegió y la arepa que amenaza?

El olvido no es solo desmemoria: es traición.

¿Qué Chile queremos?

Desde la perspectiva estrictamente política, Chile no está hecho de platos ni de olores. Está hecho de decisiones éticas. La democracia no huele: se ejerce. Y si Manouchehri teme que el voto venezolano altere el mapa electoral, lo que debe preguntarse es qué dice eso de su propio proyecto político. Porque quien necesita excluir para ganar, ya ha perdido.

Decir “no queremos una Chilezuela” no es solo una frase torpe: es una rendición. Es adoptar el lenguaje de las derechas más xenófobas del continente, que inventan una “cultura ajena” para justificar su miedo. Pero esa patria mestiza —la real— solo se enriquece con lo nuevo. Con lo que llega. Con la arepa también.

Lo más inquietante no es que estas palabras las diga un extremista: las dice un socialista. Un heredero de Allende, de Letelier, del exilio. Pero ahí está: con su copa de vino, su empanada purista y su dedo acusador apuntando al que llegó tarde. Al que huele distinto.

Y no hay peor peste que la del miedo a compartir la mesa.

 

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