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El poder del ejemplo

La dimensión humana del poder presidencial y sus efectos

Donald Trump - Wikipedia, la enciclopedia libre

 

 

En tiempos de polarización y crisis global, el comportamiento personal de un presidente deja de ser una cuestión privada o de estilo, para convertirse en un factor con peso real en la estabilidad institucional, la cultura política, la percepción internacional del país y la salud de la democracia. Cuando un jefe de Estado utiliza su investidura para satisfacer intereses personales, agredir a sus opositores, propagar mentiras o eludir la ley, no solo erosiona las normas de convivencia, también transmite un mensaje peligroso a la sociedad que gobierna y al mundo.

Por decirlo de alguna manera, la figura de un presidente encarna, simbólicamente, el ideal del ciudadano más responsable del país. En la práctica, sin embargo, muchos presidentes deforman esa figura y convierten el poder en un espejo de sus propias carencias: narcisismo, impulsividad, revanchismo y codicia. Este fenómeno puede observarse en la figura del actual presidente de Estados Unidos, Donald Trump, cuya forma de liderazgo ha influido de manera considerable en la política nacional y ha tenido repercusiones en el ámbito internacional. 

Su estilo particular ha generado debates sobre el papel del carácter personal en el ejercicio del poder y sobre los desafíos que enfrentan las democracias contemporáneas para preservar sus equilibrios institucionales. Su forma de actuar no solo repercute en la política estadounidense, sino que también impacta el orden internacional y suscita preguntas relevantes sobre los límites del poder en las democracias contemporáneas. 

Cuando el presidente de un país ignora las normas legales, desacredita a las instituciones, ofende a quienes piensan distinto y actúa con un estilo personalista y sin contrapesos, la democracia se resiente. No porque la destruya de forma inmediata, sino porque su ejemplo erosiona la cultura cívica que le da sustento. 

Si el líder falta a la verdad de manera reiterada y elude la responsabilidad, ¿qué mensaje reciben los ciudadanos? ¿Qué aprenden los jóvenes sobre la justicia, la controversia o el diálogo?.

El comportamiento del presidente moldea el clima educativo y moral del país. En lugar de representar un ejemplo de conducta pública, se transforma en una figura de transgresión legitimada. El uso de insultos, la negación de hechos, la exaltación de la violencia o el desprecio por la diversidad construyen un modelo social regresivo. 

En contextos donde ya existe desconfianza hacia las instituciones, como podría suceder en gran parte de América Latina y Estados Unidos, esta distorsión puede resultar aún más perjudicial.

Además, cuando el presidente convierte su comportamiento en espectáculo, a través de redes sociales, mítines y confrontaciones mediáticas, impone una lógica emocional y polarizantes sobre la deliberación nacional. La política se convierte en teatro, y el país en audiencia cautiva, se diluyen los límites entre verdad y mentira, entre lo ético y lo ventajoso y se impone una pedagogía de poder tóxico, en la que triunfa quien grita más, no quien argumenta mejor.

El comportamiento personal, por tanto, no es solo un rasgo psicológico o anecdótico, es una forma de gobernar. Cuando se normaliza la desmesura, la arbitrariedad o la vulgaridad desde el poder, toda la cultura democrática retrocede y, en consecuencia, el respeto por la ley, el valor de la palabra dada y la integridad en el servicio público pierden fuerza frente a la astucia, la arrogancia o el cinismo. Lo que está en juego no es el estilo de un presidente, sino el alma misma de la vida republicana.

En el caso de Donald Trump, las controversias van más allá de sus decisiones gubernamentales. A lo largo de su trayectoria, han surgido diversas investigaciones y acusaciones, desde evasión fiscal, manipulación electoral hasta posibles conexiones con personas controvertidas, como es el caso de Jeffrey Epstein. Aunque algunas de estas investigaciones aún están en proceso, la acumulación de estos casos genera dudas sobre la integridad moral del líder y pone de relieve los riesgos que la impunidad puede representar en la esfera presidencial. 

Ciertamente, la ética pública exige que quien ocupa la máxima magistratura del Estado esté alejado de redes de corrupción, abuso o encubrimiento. Cuando eso no ocurre, la confianza ciudadana se resquebraja y se refuerza la percepción de que la justicia es solo para los poderosos. Más grave aún: si ese presidente sigue siendo figura dominante en la escena política, se naturaliza la idea de que la legalidad y la decencia son negociables.

En el plano internacional, el comportamiento de un presidente también tiene consecuencias profundas. La diplomacia ya no se rige solo por tratados, sino que también depende de la credibilidad y la coherencia de los líderes, un presidente que miente insulta a sus aliados o alaba a dictadores pierde autoridad moral y debilita el papel de su país en el mundo. La palabra presidencial ya no vale como garantía, y los compromisos internacionales pierden solidez.

En el caso de Trump, su retórica errática, sus decisiones unilaterales y su desprecio por organismos multilaterales como la ONU o la OTAN han alterado el equilibrio geopolítico. Bajo su influencia, se ha profundizado la fragmentación del orden internacional. Vale señalar que países como Rusia, China o Irán aprovechan ese vacío para expandir su influencia, mientras las democracias occidentales dudan de su propia capacidad de liderazgo.

Además, cuando un presidente actúa como si las normas internacionales no existieran, niega resultados electorales o promueve sanciones selectivas al margen de la legalidad, el mensaje que se transmite a nivel global es claro: la ley es opcional si tienes suficiente poder. Este tipo de ejemplo debilita el sistema internacional, socava la cooperación y abre la puerta a nuevas formas de autoritarismo global.

En un mundo inestable, atravesado por guerras, crisis climáticas y migraciones masivas, la responsabilidad de los líderes democráticos es mayor que nunca. Un comportamiento errático o destructivo no solo afecta la imagen de un país, sino la viabilidad del multilateralismo, la paz y la seguridad mundial.

El caso de Trump no es aislado, presidentes como Hugo Chávez en Venezuela, Rodrigo Duterte en Filipinas o Narendra Modi en India han seguido patrones similares: personalismo extremo, uso de medios para controlar la narrativa, apelación a enemigos internos y desprecio por las reglas institucionales.

Chávez convirtió su presidencia en un espectáculo permanente, usando cadenas diarias para humillar adversarios y construir un culto a su persona. Duterte alentó ejecuciones extrajudiciales con un lenguaje brutal, naturalizando la violencia como política de Estado. Modi, aunque más institucional, ha usado el nacionalismo hindú como herramienta de exclusión, mientras centraliza el poder en su figura y reduce el margen del disenso.

Estos liderazgos muestran que el comportamiento presidencial no solo define la política nacional: modela los valores sociales, los márgenes de libertad y el horizonte ético de las sociedades. En contextos donde las instituciones democráticas son frágiles o están debilitadas, la concentración del poder y la toma de decisiones en torno a una sola persona puede transformarse gradualmente en una autocracia. 

Este proceso se da de manera progresiva, erosionando los mecanismos de control y equilibrio que garantizan la participación ciudadana y la rendición de cuentas, lo que a la larga pone en riesgo la democracia misma. 

Hoy más que nunca, la conducta de quien ejerce la presidencia tiene un impacto estructural. No se trata solo de decisiones administrativas, sino de cómo se ejerce el poder, cómo se comunica y qué valores se promueven desde la cumbre del Estado. Un presidente que ataca a jueces niega la verdad, desprecia a minorías no solo daña su reputación, sino también debilita el contrato social.

La democracia no se sostiene solo con elecciones, necesita una ética del poder, una pedagogía del ejemplo y una coherencia entre lo que se dice y lo que se hace. Cuando el presidente se convierte en el principal transgresor, el sistema entero entra en crisis.

Trump representa hoy, al igual que otros líderes autoritarios o populistas en el pasado, una señal de alerta a nivel global ya que no solo influye en la cultura política y en el funcionamiento de las instituciones, sino que también deja una marca duradera en las generaciones futuras. En un mundo donde las certezas y los valores tradicionales se están transformando, la conducta de quien ejerce el poder puede convertirse en un factor decisivo para mantener la estabilidad social o, por el contrario, abrir paso a la incertidumbre y el desorden.

 

 

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