Enrique Krauze: Nunca pierdas la esperanza

Hace muchos años escuché del gran filósofo polaco Leszek Kołakowski una parábola sobre el poder disuasivo, descorazonador, paralizante de las ideologías totalitarias: “Dos niñas compiten a las carreras en un parque. La que va retrasada grita desaforadamente: ‘¡Voy ganando, voy ganando!’. La que lleva la delantera escucha esos alaridos, abandona la pista, se arroja en brazos de su madre y le dice entre sollozos: ‘No puedo con ella, siempre me gana’”.
En muchos órdenes de la vida, actuar con derrotismo equivale a decretar una quiebra prematura, injustificada, hasta suicida. Estas actitudes pueden partir de muchas causas: una mala lectura de la realidad, un ánimo depresivo, la simple extenuación o la inseguridad en el propio juicio. En última instancia, dejarse vencer es cerrar la puerta al azar. Grave error, porque el azar juega siempre, en la vida y en la historia.
Los disidentes de la Unión Soviética y la Europa secuestrada por la URSS nunca decretaron la quiebra de su proyecto liberador. Y estaban encarcelados, acosados, solos. Hacia 1984 se puso de moda en Europa hablar del fin de la democracia occidental y su inminente derrota ante la URSS, que llevaba décadas de alardear de una ilusoria superioridad tecnológica, industrial, militar y hasta moral. Pero Kołakowski fue la voz disonante. Conocía desde dentro las contradicciones y debilidades del monstruo, y por eso no se sorprendió cuando un año después Gorbachev introdujo las reformas que significaron el principio del fin del orden soviético. La carrera no la ganó la niña locuaz que pretendía llevar la delantera. La victoria fue de la niña puntera, que desoyó los gritos y permaneció en la pista.
Hay derrotas autoinfligidas en todos los órdenes de la vida. Por ejemplo, en la vida literaria. Un caso fue el suicidio de Stefan Zweig en 1942. No podía soportar el exilio en Brasil, la pérdida de su biblioteca, la muerte de su madre, el derrumbe del mundo que conoció y en el cual había logrado llegar a la cima de la fama. Seguía siendo muy leído. Le faltaba la gloria del Premio Nobel, y lo hubiera logrado con solo esperar un par de años.
En mi familia hubo un caso ejemplar sobre el valor de la esperanza. Fue mi tía Dora. Por cuatro años luchó como una leona para salvar la vida de su esposo y la de su pequeña hija en la Polonia ocupada por los nazis, hasta que el esposo fue llevado a Bergen Belsen y ella a Auschwitz. La hijita de cinco años sobrevivió escondida por una familia polaca. Al final se reencontraron. “Job betujen”, le decía a su hija, en una expresión en ídish que quiere decir “Ten confianza”. Pero era mucho más que confianza lo que quería inspirar. Una confianza espiritual y trascendente pero también terrenal y activa, que en español se traduce mejor así: “No pierdas la esperanza”.
El mal radical siempre ha estado presente en la historia. Es ingenuo verlo como una anomalía. La única respuesta es enfrentarlo. El mal radical se ha adueñado desde hace casi tres décadas de Venezuela. Hoy más que nunca hay que apoyar al bravo pueblo que lucha como nunca antes (no exagero el adverbio) para arrojar las cadenas. Hoy más que nunca hay que apoyar con hechos a María Corina Machado, cuyo liderazgo no palidece ante el de Bolívar. Hoy más que nunca hay que porfiar por la restauración de la república y la democracia. Hoy, menos que nunca, podemos perder la esperanza.