Cultura y ArtesHistoria

Arturo Pérez-Reverte: Una historia de Europa (CXII)

 

Después de cuatro años de feroz escabechina (1914-1918) Europa anhelaba un respiro y una recuperación imposibles. Numerosos intelectuales eran conscientes del declive de la civilización continental y su influencia política en el mundo (La decadencia de Occidente, del alemán Spengler, reflejó ese ambiente crepuscular). Surgieron entonces, como posible solución, ideas originales para construir un espacio común potente y firme, capaz de competir con la Unión Soviética y con los Estados Unidos: el conde Coudenhove sugirió en 1923 una Paneuropa coordinada (sin Gran Bretaña, naturalmente), y Aristide Briand, que había leído a Víctor Hugo, propuso crear una auténtica federación europea (Mi sueño es ver nacer los Estados Unidos de Europa), idea que la crisis de 1929 acabaría llevándose por delante. De cualquier modo, era prematuro. Las huellas de la guerra aún estaban por todas partes, desde los rencores políticos e internacionales de alto nivel hasta la gente de a pie: cementerios, monumentos a los muertos, viudas, huérfanos, regiones devastadas, industria destruida, economía hecha trizas. Ni Freud ni Jung, que estaban de moda, conseguían normalizar las cabezas alteradas por tanta barbarie y tanta sangre, que novelistas como el alemán Remarque (Sin novedad en el frente) o el francés Céline (Viaje al fin de la noche) llevaron a la literatura con gran precisión y éxito. Buena parte del continente estaba sumido en la miseria; pero, como de costumbre, no todos la sufrían igual. El anhelo de recuperar la alegría y la marcha dio lugar a lo que conocemos como Belle Époque: un intento, más bien artificial y limitado a unos pocos, de recuperar la alegría de vivir prebélica. Aquellos años locos, como también se llamó a esa etapa, convirtieron París, Berlín, Londres y Viena en codiciados cogollos de la juerga, el arte y la cultura. América se puso de moda y se multiplicaron como setas las boîtes de nuit especializadas en música negra, jazz, tango y foxtrot. También el cinematógrafo vivió su gran momento con la llegada de películas norteamericanas que difundieron modas, rostros y maneras, y también con la influencia de producciones europeas que llenaron de público las salas de cine. Las rígidas reglas carcas, conservadoras, apolilladamente victorianas, se iban al carajo, barridas por un ansia de emancipación y libertad donde las mujeres tuvieron un papel destacado. Suzanne Lenglen, gran figura del tenis internacional, revolucionó la moda acortando por encima de la rodilla las faldas con las que jugaba sus partidos, y eso influyó en la imagen femenina que se estaba poniendo de moda: la chica desenvuelta y libre conocida como flapper (consagrada literariamente por el novelista Scott Fitzgerald, un norteamericano enamorado de Europa y del alcohol). Pero la ruptura con los viejos clichés fue mucho más allá de eso. Con Una habitación propia, la inglesa Virginia Woolf sentó las bases de la gran literatura feminista de calidad. Por su parte, el francés Victor Margueritte publicó La Garçonne, una historia de amores bisexuales (al pobre le quitaron la Legión de Honor por eso). Mi sex-symbol favorita de entonces, Louise Brooks, marcó estilo y maneras en la película Lulú del austríaco Georg Wilhelm Pabst. Y una jovencísima Marlene Dietrich se convirtió en icono mundial al ser dirigida por Josef von Sternberg en El ángel azul, basada en la novela de Heinrich Mann (hermano del otro Mann). Y como hablamos de cine, es obligatorio mencionar Nosferatu el vampiro, del alemán Murnau, y Napoleón, del gabacho Abel Gance. Tampoco los escritores varones pasaban inadvertidos, porque en esa época James Joyce publicaba su laberíntico Ulises, Bertoldt Brecht revolucionaba el teatro con La ópera de cuatro cuartos, y un atormentado checo de lengua alemana llamado Franz Kafka convertía sus pesadillas y fantasmas en las asombrosas páginas de El proceso, El castillo y La metamorfosis. Casi todo lo nuevo, lo más destacado y brillante, implicaba desafío y ruptura con las viejas modas, y eso también se puso de manifiesto en la música (Stravinski, Milhaud, Schöenberg), en la arquitectura y sus complementos (el grupo holandés De Stjil y el alemán Bauhaus fundado por Walter Gropius) y en las artes plásticas, donde surrealistas y expresionistas impusieron nuevos e iconoclastas criterios con las obras de Max Ernst, Magritte, Picasso, Dalí, Grosz, Dix y muchos otros. De todas formas, esa extraordinaria renovación cultural se circunscribió al ámbito de las élites intelectuales y la peña con pasta para gastar; porque el gran público, el común de la población europea, prefería la música ligera y romántica de la radio y el gramófono, las verbenas y el teatro popular, el cine de Charlot y las novelas de Agatha Christie.

 

[Continuará].

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