Recuperar lo perdido
Restaurar la democracia perdida es soñar un imposible, pero se puede ganar palmo a palmo terreno al autoritarismo, denunciando la corrupción imperante.
A siete años de haber llegado al poder, este gobierno no puede ocultar la corrupción que lo carcome.
Llegaron enarbolando la bandera de la anticorrupción. A los empresarios renuentes, López Obrador les organizaba el “show de las quesadillas”. Los invitaba a su modesto departamento de Copilco y él mismo les cocinaba y les servía unas humildes quesadillas. “Es un hombre honesto”, decían las víctimas de ese espectáculo. Es cierto que nadie sabía de qué vivía ni de dónde sacaba el dinero para sus interminables giras por toda la república. Él decía que la gente le depositaba dinero para sostener su movimiento. Lo repetía a pesar de que desde 2004 se sabía –porque todos lo vimos por televisión– que López Obrador enviaba a sus colaboradores más cercanos (a Bejarano, a Imaz) a recaudar fajos de billetes de empresarios que querían recibir favores futuros a cambio de su apoyo. Lo que no sabíamos entonces es que también enviaba a sus hijos y a sus hermanos a recibir dinero de políticos adversarios y de narcotraficantes. Pero para fines prácticos (promover entre la gente que era un hombre que vivía con modestia), supo construir una imagen que contrastaba sobre todo con el derroche y la corrupción de panistas (como los hijos de Martha Fox) y de Peña Nieto y los miembros de su gabinete. En ese contexto su bandera anticorrupción parecía sincera (a todo aquel interesado en conocer que esa imagen era una mentira le recomiendo la lectura de El rey del cash, de Elena Chávez, Grijalbo, 2022).
Cuando, en 2018, finalmente accedió al poder presidencial, López Obrador dejó atrás el Tsuru y la modestia. Se trasladó a Palacio Nacional, su hijo mayor se mudó a Houston, donde habitaba una lujosa casa propiedad de un contratista de Pemex, su otro hijo comenzó a favorecer a sus amigos más cercanos con contratos millonarios en operaciones turbias relacionadas con las obras emblemáticas, como el Tren Maya. Cuando el periodista Carlos Loret de Mola transparentó –con múltiples grabaciones– las dudosas operaciones y el nivel de vida de sus hijos, López Obrador lo convirtió en la bestia negra de su sexenio: lo calumnió, lo amenazó, expuso su domicilio en cadena nacional.
Al arranque de su gobierno, López Obrador dio la impresión de que llegaba con todo para acabar con el flagelo de la corrupción. Suspendió la construcción del aeropuerto de Texcoco alegando que estaba plagado de actos corruptos y contratos ilegales (curiosamente nunca presentó una denuncia contra algún implicado). Desapareció una gran cantidad de fideicomisos con el mismo argumento a fin de apoderarse de sus fondos para la construcción de sus grandes obras de infraestructura, que a la larga se han revelado como inútiles y dispendiosas. Su modus operandi era el siguiente: utilizaba la tribuna oficial durante días y semanas para sembrar la idea de que tal o cual instituto que le estorbaba había sido utilizado con fines corruptos por los gobiernos neoliberales. Así desapareció la Cofece, el INEE, la IFT, el Coneval, la CNH, el CRE, el Mejoredu, y dejó todo listo para acabar con el INAI. Con el pretexto de la corrupción terminó con todos los organismos que impedían a la presidencia emprender sus ocurrencias y caprichos. Ahora resulta claro que el combate a la corrupción solo fue un pretexto para acrecentar el poder del presidente.
Acabarían con los corruptos, dijeron. Barrerían las escaleras de arriba a abajo. Pero del gobierno corrupto de Peña Nieto solo consiguieron aprehender a Emilio Lozoya, ex director de Pemex, a quien cinco años después de que fue detenido no le pueden dictar sentencia. En noviembre de 2022, cuando se suponía que padecía arresto domiciliario, Lozoya fue sorprendido por la periodista Lourdes Mendoza comiendo comida china en un lujoso restaurante del sur de la ciudad. La lucha contra la corrupción resultó ser una simulación. Nunca se atrevió el gobierno de López Obrador a barrer las escaleras. Peor aún. Al comienzo de su administración creó el Instituto para Devolverle al Pueblo lo Robado y nombró como su director a Jaime Cárdenas, quien poco después renunciaría a su cargo para no ser cómplice de la corrupción y los robos que tenían lugar en ese instituto. Cuando salió a la luz uno de los mayores desfalcos que ha sufrido el gobierno mexicano (el relacionado con el organismo descentralizado Seguridad Alimentaria Mexicana, Segalmex), López Obrador se apresuró a exculpar a su director, alegando que este había sido engañado. Por supuesto, a la fecha, Ignacio Ovalle sigue recibiendo la protección del gobierno morenista: no abrieron en su contra proceso alguno.
Según Transparencia Internacional, en 2020 México ocupaba el lugar 124 de 180 naciones en el Índice de Percepción de la Corrupción; cuatro años después, en 2024, bajo el gobierno de López Obrador, descendimos al sitio 140. De acuerdo con la OCDE, de 38 países evaluados en el mismo rubro ocupamos el último lugar. En rigor puede afirmarse que, lejos de haber acabado con la corrupción esta tuvo un incremento notable durante el gobierno de López Obrador. ¿Qué explicación tiene esto?
Corrupción y representación
Hacia finales de 1986, durante el sexenio de la “renovación moral” de Miguel de la Madrid, que terminó en una pifia, Gabriel Zaid escribió “La propiedad privada de las funciones públicas” (que puede leerse en el libro El poder corrompe, Debate, 2019). En este ensayo, Zaid afirma que la corrupción tiene remedio: es histórica, pasajera y se ha combatido con éxito en otros países. No debemos confundir la corrupción política con la corrupción personal. La corrupción política tiene su origen en una falacia: en democracia, el pueblo manda. En realidad, los que mandan son los políticos profesionales. El equívoco nace al momento de suponer que el funcionario actúa representando al pueblo, cuando en realidad siempre representa sus propios intereses, de dinero o de poder. Ellos –los funcionarios– dicen representarnos. Encarnan un ideal imposible: el de la persona que renunció a ver para sí misma (que se negó a ser) para ver por el pueblo (dedicado al deber ser). Esa simulación está en el origen de la corrupción.
Nosotros hacemos de cuenta que los funcionarios (por su investidura, policía o presidente) sirven al pueblo y en ese acto nos negamos mágicamente a ver la realidad: ellos sirven a sus propios intereses. Cuando aceptan una mordida o el regalo de una casa blanca (por su investidura) están sirviendo a esos intereses reales, no a los formales. Entonces, afirma Zaid, el problema está en la burocracia y la ley. Si nadie representara a otro y todos fueran representantes de sí mismos, no habría corrupción, no habría doblez, ni representación. Zaid propone otra forma de ver el problema: ¿Por qué está tan extendida la corrupción? La sociedad moderna se secularizó. Pasamos del Logos divino al Logos racional. De ese Logos nació el Estado y sus manifestaciones: la burocracia y la ley. Y una ficción: el funcionario puro que, porque la ley es rígida, se transforma en el yo frente a la máquina, en el héroe que enfrenta al sistema que convierte a las personas en engranajes. Un sistema cuyo modelo tiene como eje al funcionario inmaculado: el que no tiene intereses ni orgullo, ni ideas, ni necesita conocer el ramo en que se desempeña. Ese funcionario sin intereses es irreal. La corrupción es tolerada socialmente porque se plantea como el triunfo del yo (el interés personal) contra un sistema impersonal que nadie entiende, laberíntico y lleno de regulaciones formales. No existe tal pureza. La soberanía popular y el funcionario sin intereses son ficciones que alimentan el mito del representante del pueblo.
La pureza es utópica. El asunto es otro. De lo que se trata es de fomentar la transparencia posible, llamando a cuentas, castigando o premiando con nuestro voto. Sacando de las sombras los asuntos públicos. Ejerciendo la fuerza de la opinión pública (como en estos días lo ha hecho magníficamente el periodista Jorge García Orozco, exhibiendo la vida opulenta de un par de diputados bribones). No cabe la resignación. Es necesario ganar todos los espacios posibles.
Si todo es representación en política y de la representación nace la corrupción, ¿qué podemos hacer? Se puede ser moderno siendo conscientes de que se trata de una simulación. Advirtiendo ese doblez se puede decir: es intolerable que se maneje el país como cosa propia. No son soberanos, son servidores públicos. Si nosotros somos los propietarios del poder, hagamos que este sea “conferido y revocable”.
Recuperar lo perdido
El problema radica, entonces, en la representación, en la simulación. Luego de décadas de empujar y presionar, la sociedad civil fue acotando el espacio de discrecionalidad del presidente. Esto se acabó con la llegada de López Obrador al poder. Su modelo mental es el del priismo autoritario. Hacia ese modelo, luego de años de lucha democrática, nos volvió a conducir. Lo hizo engañando. Lo hizo con la bandera del combate contra la corrupción. Lo hizo simulando que López Obrador, el pícaro político tabasqueño, no era él. Él era el Pueblo. “Ya no me pertenezco”, decía en el Zócalo. Y la gente aplaudía feliz el simulacro. Yo soy el Pueblo y como tal los bienes de la nación me pertenecen. El Palacio Nacional, por ejemplo, al que ya solo se puede entrar con cita restringida. Yo soy el Pueblo y la nación es mía, por eso yo decido que a la oposición no quiero prestarle la bandera que ondea en el Zócalo. Yo soy el Pueblo y puedo por tanto decidir qué trenes, qué refinerías, qué aeropuertos se van a construir donde yo diga sin que medie ningún estudio de impacto económico ni ambiental. Yo soy el Pueblo y sus bienes puedo repartirlos, por interpósita persona, entre mis hijos. Yo no me pertenezco. Yo soy el Pueblo y nadie puede llamarme a cuentas.
Pretender que podemos restaurar la democracia perdida es soñar un imposible. Podemos ser realistas. Avanzar poco a poco como lo hicimos en los años ochenta y noventa. Ganando palmo a palmo terreno al autoritarismo. Con pequeñas y valientes acciones ciudadanas. Sin ceder espacios, por ejemplo en la reforma electoral. Denunciando con valor cívico la corrupción imperante. Creando mecanismos de vigilancia ciudadana.
Llegaron al poder enarbolando la bandera de la anticorrupción y apenas siete años después se encuentran chapoteando en el lodazal de la andycorrupción. No son el Pueblo. Son individuos que en nombre del Pueblo solo ven por sus intereses personales. Sin prisa pero sin pausa, recuperemos lo perdido. ~