Francia: una clase política sin aliento
Desde hace un año el ambiente político en Francia es sombrío. La clase política parece oscilar entre un gusto evidente por “el ruido y la furia”.
Hace poco más de un año, tras unas elecciones europeas que supusieron un claro rechazo a su organización política (Renacimiento) Emmanuel Macron disolvió la Asamblea Nacional, un acto que confirmó la derrota de su partido. Aunque había contado en el pasado con una mayoría absoluta en la cámara, 250 diputados, ya solo podía contar con 166, mientras que la coalición de izquierda, Nueva Unión Popular Ecológica y Social (NUPES), pasaba de 149 a 193 diputados. Por su parte, Reagrupamiento Nacional creció de 88 a 142, con lo que se convirtió en el primer partido de Francia por número de diputados. Insatisfecho con este resultado, el presidente esperó hasta principios de septiembre, es decir, dos meses, antes de nombrar a un primer ministro proveniente de la derecha, Michel Barnier, el hábil negociador de la salida del Reino Unido de Europa, cuyo gobierno duró tres meses. A continuación, en diciembre, nombró primer ministro al centrista François Bayrou, que se impuso con la amenaza de romper con el partido macronista.
Es decir, que desde hace un año el ambiente político es sombrío. Nos conformamos con un presidente cuyo control sobre los acontecimientos políticos internos se reduce día a día, aunque pueda volver a disolver la Asamblea Nacional. Cabe señalar que, si tomara esa decisión, podría llevar a Reagrupamiento National a obtener la mayoría y reclamar que uno de los suyos fuera llamado a formar gobierno. La maquinaria del Estado está atascada debido a las órdenes contradictorias entre el gobierno y la presidencia de la República. El caso de los disturbios en Nueva Caledonia es paradigmático de este tipo de situaciones, en las que el presidente pasa por alto al ministro responsable del asunto, Manuel Valls. El Ministerio de Asuntos Exteriores vive al ritmo de los golpes de comunicación del Palacio del Elíseo. Y varios ministros se superan en declaraciones estruendosas, lejos de las competencias de su ministerio y en oposición a la acción de los ministros encargados de los asuntos sobre los que se pronuncian.
El parlamento está indudablemente paralizado y solo se ha aprobado una ley incompleta sobre el derecho a morir con dignidad. Estamos hablando de oportunidades perdidas, decisiones absurdas en materia de ecología y, sobre todo, de una parálisis indiscutible. La clase política parece oscilar entre un gusto evidente por “el ruido y la furia”, recordando la frase de Shakespeare, y una actitud prudente de espera ante las próximas citas electorales: las municipales de 2026 y las presidenciales de 2027. Como señalan los politólogos en una encuesta del Instituto de Estudios Políticos de París la clase política parece “ajena” a sus electores, que consideran que “ya no hay nada que esperar” de ella. Y precisan que “el estado de ánimo de los franceses oscila entre la duda, la indiferencia y la ira”. Predomina “la sensación de que la situación política está en un punto muerto y de que el país es ingobernable”.
Podríamos aceptar una interpretación no del todo falsa que atribuya esta situación únicamente a los errores de Macron. No hay duda de que su arrogancia ante la tormenta que él mismo había desatado, en particular su sempiterno “vosotros no entendéis nada” como respuesta ante sus críticos, no revela esa “mirada fría” que el pensador alemán Max Weber consideraba indispensable en un político. Así, se ha vuelto cada vez más lejano para muchos de sus seguidores y allegados. Algunos se han marchado a lucrativas carreras en el sector privado, despreciando cualquier sentido de Estado y olvidando los conflictos de intereses, o han sido cómodamente cambiados de cargo y ascendidos en la administración. Otros, como sus antiguos primeros ministros, Édouard Philippe y Gabriel Attal, se han emancipado sin miramientos y se proyectan en función de un futuro post-Macron. Por último, las confidencias de los intelectuales decepcionados por Emmanuel Macron se están convirtiendo en un género establecido.
Sin embargo, hay que mirar más allá de Macron y preguntarse de manera más general por las responsabilidades de la clase política, en particular de los parlamentarios y los partidos de los que proceden. La encuesta, antes mencionada, de los politólogos del Instituto de Estudios Políticos de París señala acertadamente el momento en que se produjo esta desconexión entre los franceses y la clase política: el largo periodo de indecisión del liderazgo que siguió a la proclamación de los resultados de las elecciones.
Recordemos que, al día siguiente de los resultados, la izquierda, agrupada en una alianza improvisada, había quedado a la cabeza de los resultados sin alcanzar la mayoría absoluta. No cesó en su empeño de fetichizar este resultado para exigir, no sin alguna razón, que se nombrara primer ministro a una personalidad de sus filas para que se encargara de la formación de un gobierno. El hecho es que, en contra de toda costumbre democrática, el presidente decretó que la tregua olímpica, el período de la celebración de los Juegos Olímpicos en París (2024), no permitía designar a un primer ministro, capaz de formar un gobierno que obtuviera el consentimiento de la mayoría de los parlamentarios. Sin embargo, apeló a un ministro de un partido minoritario aliado, Michel Barnier, para formar gobierno. Lo que llama la atención de la actitud de las fuerzas de la alianza de izquierda (NUPES) es, por un lado, la estridencia de Francia Insumisa, que proclamaba que el único programa de gobierno que podía aplicarse era el de la NUPES y, por otro, la propuesta, en un momento dado, de que el primer ministro debía salir de sus filas, ya que eran mayoría. Al hacerlo Francia Insumisa cometió dos errores: el primero fue olvidar que el partido que salía reforzado después de las elecciones es el derechista Reagrupamiento Nacional, liderado por Marine Le Pen; el segundo, aún más grave, fue negarse a comprender que era muy poco democrático pensar que, sin mayoría, la NUPES tenía derecho a proclamar su derecho a formar gobierno, sin llegar a ningún acuerdo con los indispensables aliados republicanos para poder gobernar. Una vez más, sorprende ver cómo se ejerce la tiranía del político líder del partido de izquierda Francia insumisa, Jean-Luc Mélenchon, sin que los representantes electos o los militantes rompan con su línea y se nieguen a participar en el juego de la servidumbre voluntaria a un caudillo, que se ve a sí mismo como una cabeza que controla un gran cuerpo, al estilo del tirano tan bien descrito por Étienne de La Boétie en su Discurso de la servidumbre voluntaria.
Sus palabras son inequívocas y perfectamente claras: “Los militantes son mis brazos y mis piernas, yo soy la cabeza. No necesito a nadie para pensar.” Aunque el resto de la NUPES nunca apoyó la interpretación melenchonista de que el gobierno macronista cometía un acto que violaba las reglas democráticas, fue, con algunas escasas excepciones, totalmente incapaz de desvincularse de ese juego perfectamente irresponsable de la Francia Insumisa, el del “ruido y la furia”, y recordar las realidades políticas del país. NUPES tampoco se preocupó, ni fue capaz, de aprovechar el paréntesis que supusieron los Juegos Olímpicos para intentar entablar un diálogo con los representantes republicanos y trabajar así en una posible fórmula de gobierno. De este modo, podría haber intentado reanudar el debate sobre una serie de temas esenciales, pero controvertidos, como el cuestionamiento de la reforma de las pensiones, impuesta a pesar de la opinión pública mayoritariamente contraria a sus premisas, o la cuestión cada vez más urgente de la financiación de la transición energética, sin olvidar las necesarias reformas de la justicia y la educación. Se podría argumentar que, según la Constitución francesa, no era competencia de los partidos de izquierda que rechazaban los excesos de Francia Insumisa proponer un gobierno, lo cual es cierto. Pero se podría haber mostrado a la opinión pública que en la izquierda existían políticos responsables, más preocupados por los intereses del país que por los de sus respectivas tiendas electorales o por el juego de declaraciones tajantes sobre la necesaria unidad de la izquierda.
Habría sido una forma de influir en el debate público y contrarrestar el bonapartismo macronista. Hay que reconocer que los representantes electos del partido presidencial fueron igualmente irresponsables. Es decir, fueron igualmente incapaces de comprender que los políticos franceses debían aprender a transigir, como saben hacer los de muchas otras democracias europeas. Una vez más, la cultura del servilismo hacia el presidente de la república pesó en toda su dimensión y no tuvo nada que envidiar a la que impera en Francia Insumisa.
En cuanto a la derecha, hay que destacar que las escasas voces republicanas sensatas fueron inaudibles. La mayoría de los diputados de Los Republicanos rechazó la conducta contraria a la democracia de su antiguo presidente Éric Ciotti, que decidió unirse a Reagrupamiento Nacional, pero no dejaron de retomar metódicamente los temas preferidos por la extrema derecha o de callarse cuando estos se convirtieron en la tónica habitual de su partido. Varios de sus líderes se distinguieron y siguen distinguiéndose por defender el escepticismo climático, que es una especie de “remake” en climatología de las tesis de Lysenko en biología en la época estalinista. Hacen lo mismo con los discursos xenófobos y antiinmigrantes, sin tener en cuenta el papel fundamental que desempeñan los inmigrantes en el sistema de producción francés, desde la construcción hasta el funcionamiento de los hospitales y los servicios de asistencia a las personas. Las consideraciones contra el Estado de derecho del ministro del Interior, Bruno Retailleau, son una prueba de este clima antidemocrático y nocivo. En cuanto a Reagrupamiento Nacional y sus dirigentes, partido de la corrupción y el resentimiento y de la verticalidad totalitaria, es inútil pensar que tenga algo inteligente que aportar al debate público. Su pseudonacionalismo no es más que una combinación simplista que mezcla el odio abyecto hacia los inmigrantes y el vasallaje a los nuevos poderes imperiales dictatoriales que son la China de Xi Jinping, la Rusia de Putin y los Estados Unidos de Trump.
Queda por comprender por qué los partidos se encuentran en tal estado de atonía intelectual, sumidos en la irresponsabilidad ante los errores de sus dirigentes. Tomemos como ejemplo no solo la incapacidad de los militantes para denunciar las políticas de escalada verbal de sus dirigentes, sino también su forma de esconder la cabeza ante las disfunciones de sus partidos y las deshonestidades del liderazgo. Pensemos en la caza de brujas orquestada en el seno del Partido Verde contra Julien Bayou por sórdidas luchas internas; pensemos en las repetidas denuncias de agresión sexual contra Jean-Vincent Placé, miembro del mismo partido; en los gastos de representación de Laurent Wauquiez (Los Republicanos) en la región de Ródano-Alpes; los viajes al sur de Ana Hidalgo, la alcaldesa de París; el comportamiento de depredador sexual de Dominique Strauss Khan en el Partido Socialista; los excesivos salarios de la jefa de comunicación de Francia Insumisa, Sophia Chikirou, que además es compañera de Mélenchon. Destacan también las groseras subestimaciones de su patrimonio por parte de la actual ministra de cultura Rachida Dati y, por último, pero no por ello menos importante, las diversas malversaciones financieras de Reagrupamiento Nacional que están poniendo en apuros a su presidenta, Marine Le Pen. Podríamos multiplicar los relatos sobre el gusto de los militantes por el silencio y la negación ante los pequeños o monumentales defectos de sus respectivas organizaciones y dirigentes.
Más allá de estos ejemplos deletéreos, intentemos comprender cómo son posibles tales derivas. El ejemplo del Partido Socialista es, desde este punto de vista, muy ilustrativo de una dinámica que se da en todo el espectro político. Como señalaba Rémi Lefebvre, un buen conocedor del mismo, este partido, que en su día fue una organización de masas presente en todo el territorio francés, se ha reducido a la mínima expresión; su base, con poco arraigo social, se ha reducido a 24.701 votantes, de los cuales el 40 % son cargos electos y colaboradores de cargos electos. Este politólogo también destaca que los ecologistas eran aún menos numerosos en su congreso y que “el destino de la izquierda se define en el seno de pequeños aparatos partidistas famélicos, para gran consternación de los votantes impotentes”. Se podrían hacer las mismas observaciones sobre casi todos los demás partidos, donde el militantismo tradicional está en desuso y las decisiones se toman en cónclaves igualmente reducidos.
Ya no se empieza repartiendo panfletos en los mercados, en los centros comerciales, en el transporte público, a la puerta de los lugares de trabajo, haciendo puerta a puerta, salvo en ocasiones especiales durante las elecciones presidenciales. Las reuniones de secciones o células en las que se debatía la política nacional e internacional se han espaciado y han sido sustituidas por reuniones partidistas para compartir la rosca de reyes en enero, mes en que suele haber reuniones de los partidos en Francia y encuentros con la militancia en diversos lugares del país. El ritual predomina sobre el verdadero ejercicio político y se intercambian consignas lapidarias o frases ingeniosas en las redes sociales. Es decir, se ha abandonado todo un estilo más reflexivo de construir la base partidista. Convertirse en militante se ha transformado en una especie de proyecto profesional en el que se acepta dedicar un tiempo a convertirse en colaborador de un representante electo o en representante electo, desde los consejos municipales hasta las cámaras parlamentarias, o incluso en empleado de una asociación cercana al partido. Nos encontramos en el esquema perfectamente descrito por Max Weber o Moiseï Ostrogorski de la profesionalización de la política, en la que las máquinas se organizan burocráticamente y arruinan a los actores políticos independientes o a los aficionados, con la paradoja de que ya no se trata de grandes máquinas vinculadas a multitud de asociaciones, sino de máquinas cada vez más reducidas, pero cada vez más burocratizadas y jerarquizadas. Funcionan según el modo de gestión más brutal, en el que todo el mundo es explotable a voluntad y sustituible sin más ceremonias si deja de contar con la aprobación de su superior. Quienes entran en este mundo buscan tanto el prestigio vinculado a la política, “meter los dedos en la gran rueda de la Historia”, palabras de Max Weber, como la posibilidad de asegurarse su futuro material mediante la obtención de puestos.
El eufemismo utilizado por Rémi Lefebvre para caracterizar el entorno social de los militantes merece ser examinado: “una base poco arraigada socialmente”. ¿Qué significa esto? El examen de las trayectorias profesionales de los políticos más destacados, desde los asistentes parlamentarios hasta los concejales de los espacios conurbados conformados por varios municipios, es muy revelador. Casi todos son personas con estudios superiores: licenciaturas en ciencias humanas, egresados del Instituto de Estudios Políticos de París y escuelas de comercio o de gestión, mucho más raramente provenientes de las escuelas de ciencias duras. Por lo general, no tienen ninguna experiencia en el mundo laboral o solo la han adquirido en breves trabajos de verano. Los que consiguen puestos de colaboradores de los elegidos suelen empezar haciendo fichas o informes para los políticos en cuyo equipo han entrado con la esperanza de conseguir un puesto. Gabriel Attal es un ejemplo de esta trayectoria: Instituto de Estudios Políticos de París, redactor de informes para Strauss Kahn y luego, tras la desaparición política de este, pasó con armas y bagajes a otro barón del Partido Socialista hasta formar parte de la incipiente cantera de Macron. Salvo raras excepciones, los representantes electos de Francia Insumisa y sus colaboradores tienen trayectorias similares, que empiezan en el Instituto de Estudios Políticos de París. Lo mismo ocurre con los demás partidos, aunque los antiguos alumnos de las escuelas de comercio y gestión son sin duda más numerosos en la derecha que en la izquierda.
Recordemos una expresión muy en boga entre los antiguos alumnos del mencionado instituto: hemos estudiado ciencias de vendedores de humo. La expresión da en el clavo. Están al tanto de los temas de moda, como ellos dicen, y saben hablar con seguridad de múltiples asuntos que dominan de forma muy superficial. Si han tenido experiencia en otros países además de Francia, ha sido durante intercambios con sus homólogos del Instituto de Estudios Políticos de París, donde se reúnen entre iguales, se divierten y solo descubren de forma muy superficial el país en el que estudian durante unos meses. Esto significa que todo este personal político está muy desconectado del resto del país y, en el fondo, tiene ideas muy convencionales y poca curiosidad o inventiva intelectual. Algunos parlamentarios honestos y responsables confiesan regularmente sus dificultades ante ciertos retos internacionales que no dominan bien o, más aún, ante debates sobre cuestiones sanitarias o bioéticas, en los que para poder juzgar adecuadamente es necesario disponer de unos conocimientos mínimos. Si bien hay funcionarios que proceden de entornos populares, han tenido que desprenderse de los hábitos de esos entornos y pretender elevarse por encima de ellos, ya sea en nombre de las exigencias económicas o de la necesaria radicalidad. El único partido que por el momento escapa a esta sociología es, cabe recordarlo, Reagrupamiento Nacional, que por otra parte trata de atraer a altos funcionarios para darse un aura de respetabilidad y demostrar que es capaz de gobernar, más allá de las diatribas y el desconocimiento de los temas de los que su presidenta ha hecho su especialidad. Todos estos fenómenos convierten a los partidos y a la clase política no en organizaciones cuyos miembros cultivan el gusto por la reflexión y el “juicio frío” weberiano, sino en máquinas en las que los individuos siguen ciegamente a los líderes para conservar sus puestos de trabajo y su prestigio o para poder acceder a ellos.
Los franceses están preocupados por su futuro, con razón, y cada vez está más arraigada la idea de que confiar en los representantes electos para dirigir ellos solos la vida política tiene algo de suicida. La ciudadanía tendrá que multiplicar las acciones cívicas para influir en la vida de los partidos y sus programas.