Lo que queda del día… y del franquismo
Casi medio siglo después, hay quienes perseveran en avivar los rescoldos de un franquismo del que ya no queda rastro ninguno en la sociedad española
Verano de 1956. Un veterano y timorato mayordomo emprende un fugaz viaje por el sur de Inglaterra. Abandona unos días Darlington Hall, la mansión en la que ha servido gran parte de su vida, con un confuso motivo. Tiene que ver con una antigua ama de llaves, miss Kenton. Y el lector no acierta a saber si, como el señor Stevens confía, acude a ella por un propósito profesional o para avivar los rescoldos de una historia de amor fallida. Así arranca la trama de ‘The Remains of the Day’ (Los restos del día, en español), la magistral novela del premio Nobel británico de origen japonés Kazuo Ishiguro. Llevada a la gran pantalla por James Ivory (en España titulada ‘Lo que queda del día’), con conmovedoras interpretaciones de Anthony Hopkins y Emma Thompson, refleja dos mundos que coinciden, pero no se mezclan: el de la profesionalidad de los sencillos (el servicio), que aniquila la vida íntima de sus protagonistas, y el del amateurismo de los poderosos (los señores), que compromete la tranquilidad de los pueblos. Esa genial intersección entre la pequeña y la gran historia registra dos finales de jornada, sendos momentos decisivos. Una noche lord Darlington reúne al embajador alemán y al ministro de Exteriores británico para comprometer la visita (y algo más) del Rey a la Alemania nazi. Otra noche se habían interrumpido los encuentros de gabinete, siempre al final de la jornada, en el dormitorio de miss Kenton y al calor de un chocolate. El despacho de los asuntos pendientes del día queda interrumpido cuando Stevens comprende que estas pláticas pueden lindar lo personal.
En el primer mensaje de la Corona, pronunciado ante las Cortes aún franquistas el 22 de noviembre de 1975, Juan Carlos I anunció que «una figura excepcional» entraba «en la Historia». Y para desalojarlo definitivamente del presente, seis meses más tarde, Adolfo Suárez defendía la Ley de Asociaciones Políticas ante los mismos procuradores: «Pensar (…) que la eficacia transformadora del sistema no ha sido capaz de fundar sólidas bases para acceder a las libertades públicas, es tanto como menospreciar la gigantesca obra de ese español irrepetible que se llamaba Francisco Franco».
Casi medio siglo después, hay quienes perseveran en avivar los rescoldos de un franquismo del que ya no queda rastro ninguno en la sociedad española. Se empeñan en exhumar aquella ‘figura excepcional’ de la historia como si la democracia no hubiese sido capaz de fundar sólidas bases de convivencia para el conjunto de los españoles. Desentierran el franquismo porque abjuran de una Transición que los dejó atrás definitivamente.
¿Acaso reparan estos falsarios homéridas del franquismo en que Fuerzas Armadas, Guardia Civil, Policía Nacional o Corona (tras el traspié final de Juan Carlos I) figuran entre las instituciones más queridas por los españoles? Lo cierto es que supieron adaptarse a los tiempos, ser pieza indispensable para servicio de los ciudadanos ¿Acaso hemos de culpar al sistema democrático del mal funcionamiento de las instituciones de nuevo cuño, como partidos políticos o sindicatos?
No cometeremos el error infantil de tachar de «franquistas» las actitudes intolerantes y adanistas de los nuevos aedos del antifranquismo. Tampoco apuntaremos su eco en el sectarismo muy extendido, a una parte y a otra, en toda la historia de España; o al sentimiento patrimonialista del Estado por parte de la izquierda republicana, que hoy ha devenido más bien en personalista. Hace algún tiempo alguien escribió que los grandes hombres son los antepasados de sí mismos. En realidad, sólo los mediocres y sectarios reconocen en sí a todos sus ancestros. La Transición del consenso hizo a España un país de todos y para todos, sin exclusiones. No se puede decir lo mismo de quienes hoy polarizan para gobernar sin haber ganado unas elecciones. Hubo más respeto al imperio de la ley en la Reforma Política de 1976 que en la Amnistía de 2024. Una posibilitó la democracia. La otra dejó impunes a sus enemigos. ¿Son capaces de asumirlo estos tramposos «cosedores de cantos» contra el franquismo?
¿Encaja acaso la «apuesta para la convivencia» (sic) que predican los ’50 años de España en Libertad’ con tener de principales socios parlamentarios a los herederos del terrorismo?, ¿a pactar con quienes se proponen atentar de continuo contra la soberanía nacional?, ¿y a establecer un cordón sanitario con la formación que ganó las últimas elecciones y hoy es el primer grupo en la Eurocámara?
Lo anterior contrasta con el espíritu de consenso que presidió nuestra Transición aun en sus momentos más críticos. La mano tendida y el ánimo de entendimiento fueron más patentes en la gestación de la Monarquía parlamentaria que en los tiempos actuales y presuntamente propios de una democracia consolidada. En circuitos políticos, académicos y editoriales se ha extendido como predominante la idea de un «cambio controlado» que los alevines del franquismo, bajo coacción y amenaza, impusieron a la oposición antifranquista. Nada más lejos de la realidad. No hubo trágala vergonzante ni insoportable; simplemente, no hubo trágala. Lo demuestra la elusión de la idea de una democracia militante. A finales de 1975 el vicepresidente Fraga invitó a la participación de todos con la sola excepción del «terrorismo en todas sus formas», «el comunismo» y el «separatismo». Sin embargo, y para disgusto de los sectores más conservadores del ejército, luego admitió una legalización futura del PCE que llevaría a efecto el siguiente Gobierno. Las Cortes franquistas aceptaron el futuro sistema de representación proporcional, una concesión en realidad a las fuerzas aún situadas extramuros del sistema. Y la ley de Amnistía de octubre de 1977, con la significativa abstención (que no voto en contra) de AP, liberó a presos con delitos de sangre.
No debiéramos permitir que se explicaran las cosas como algunos creen que debieron ser. Hay que proclamarlas como en realidad fueron. España se desvinculó exitosamente de la dictadura ofreciendo un ejemplo al mundo. Reformistas del régimen y oposición antifranquista miraron al futuro. La dictadura no se cerró en falso o a medias. Pertenece a las actuales generaciones la estricta responsabilidad en el mantenimiento y amejoramiento de nuestra democracia. Tienen culpables, y están en la hora presente, la fratricida polarización, el deterioro institucional y el sectario concepto patrimonialista de la cultura, la libertad y el Estado. De la obscena agitación de los fantasmas del ayer deberían responder algunos políticos actuales. Nada queda del día franquista.
Apunta miss Kenton al final de la novela: «Después de todo, no se puede hacer retroceder el tiempo. No se puede estar pensando siempre en lo que habría podido ser. Hay que pensar que la vida que uno lleva es tan satisfactoria, e incluso más, que la de los otros, y estar agradecido». Efectivamente, en la historia de nuestra democracia así ha sido.