MARÍA JOSÉ SOLANO
En una esquina del Mediterráneo occidental, se esconde la Taberna del Fin del Mundo. Yo la tengo cerca, a tiro de paseo. Allí manda un tabernero que no sonríe, ni falta que le hace, y que sirve un pescado viejo como las derrotas del hombre en el mar. Hubo un tiempo en que estos pescados eran la despensa de los puertos y las aldeas del interior. Los griegos lo sabían, los romanos lo perfeccionaron, y desde las costas andaluzas partía hacia Roma, donde el latín lo llamó cecial.
Su silueta de serpiente ha confundido a más de uno con morenas y anguilas, y ha provocado rechazos que poco tienen que ver con el paladar y mucho con viejas supersticiones. Espinoso hasta la cola, se aprovecha sólo la parte alta; el resto va al caldo. Se despelleja colgado de un gancho, porque su piel es tan invencible como su olor.
En este rincón del Mediterráneo todavía lo llaman safío. Es un eco del árabe safih, ‘tonto’ o ‘necio’, palabra que el tiempo ha dejado igual de áspera que la piel del pez. En recetarios viejos aparece hervido con cebolla y ajos, arropado por almendras y pan tostado. Luego, con los siglos, el lujo se perdió. Los marineros lo salan a bordo, lo cuelgan al viento, o lo dejan secar en las azoteas con alfileres, como si fueran banderas de un país que ya no existe. Por aquí se guisa en amarillo, al pan frito, en salsa colorada, empanado o a la plancha. No importa. Siempre sabe a civilización.
En la Taberna del Fin del Mundo, el plato me llegó sin ceremonia, con esa media hostilidad que se reserva a los forasteros. El tabernero, pulcro y silencioso, me lo sirvió seco y a la plancha, con una desconfianza vieja de siglos. Tal vez porque este pescado no está hecho para paladares actuales, blandos o quisquillosos; tal vez porque yo era la primera mujer que entraba allí desde hacía generaciones. Una semana después, tras acudir casi a diario a tomar mi manzanilla y mi safío, el hombre decidió romper el silencio. Me miró, apuntó directo a mi sonrisa –que yo no había perdido, a pesar de que el ambiente recordaba a un saloon del Oeste– y dijo, solemne: «Me alegra que lo aprecie, señorita. Porque está usted comiendo el mismo pescado que comió Elcano en su vuelta al mundo».