La ingratitud que viene del sur
¿Qué pensarán los perseguidos políticos latinoamericanos que se exiliaron en México en los años setenta de la desmantelación de la democracia puesta en marcha por López Obrador y su heredera Claudia Sheinbaum?
Durante los años setenta del siglo XX, México dio asilo a miles de perseguidos políticos de la Argentina, de Chile y del Uruguay, sobre todo, a quienes huían de las feroces dictaduras que mediante golpes de Estado se impusieron en Buenos Aires, Santiago y Montevideo. También había en el país refugiados brasileños, bolivianos y paraguayos; en la Ciudad de México operaban, con toda libertad, los dirigentes guerrilleros de Guatemala, El Salvador y Nicaragua. México distaba mucho, en ese entonces, de ser una democracia y su muy peculiar régimen autoritario –que había liquidado a sangre y fuego a su propia guerrilla– se legitimaba ante el mundo como la tierra de asilo ante el Altísimo, como lo había sido bajo la presidencia del general Lázaro Cárdenas, lo mismo que con los derrotados republicanos españoles que con Lev Trotski, cuarenta años atrás.
Con frecuencia me pregunto qué pensarán aquellos exiliados de la extinción en curso de la democracia en México, llevada a cabo por un poderoso partido populista, que como en otras partes del mundo, utilizó las elecciones para desmantelar el sistema democrático. Entre 2018 y el año en curso, los gobiernos de Andrés Manuel López Obrador y de su sucesora han eliminado a casi todos los institutos autónomos, orgullo de nuestra transición, sobre todo aquel dedicado a vigilar la transparencia gubernamental. Tras las elecciones de 2024, se defraudó la Constitución dándole una mayoría espuria en la Cámara de Diputados a Morena y a sus aliados. En el Senado de la República se hizo lo propio, mediante la escandalosa compra de un par de votos.
El propósito explícito de esta maniobra era satisfacer los deseos de venganza de López Obrador contra una Suprema Corte de Justicia que funcionó, como lo venía haciendo desde 1996 y por primera vez en la historia contemporánea de México, como un verdadero tribunal constitucional, frenando las intentonas autoritarias de todos los partidos y de sus presidentes de la república. Varias de las ambiciones autocráticas de López Obrador no prosperaron por carecer su partido de mayoría parlamentaria para modificar el texto constitucional. Y porque la Suprema Corte de Justicia cumplió con su papel de contrapeso. En febrero pasado, tras una elección popular de jueces y magistrados al gusto del régimen, que solo motivó la participación del 13% del electorado y fue censurada con acritud como gravemente antidemocrática por la prensa internacional (véase Letras Libres de julio), la OEA, preocupada por ese engendro, invitó a otras naciones a abstenerse de emularlo. Votar casi mil cargos federales era tan complicado que Morena imprimió un instructivo para los pocos ciudadanos que fueron a las urnas (ni siquiera la totalidad de su voto duro) y los ganadores, salvo alguna sorpresa, fueron los que el gobierno deseaba.
El 1 de septiembre se instalará una nueva Suprema Corte de Justicia del todo obsequiosa con la nueva autocracia, dado que a la corte legítima le fue vedado hasta el derecho de discutir la constitucionalidad de su defunción: un togado fue “disuadido” para que cambiase la intención de su voto. En un país donde más del 90% de los delitos no se denuncian y miles de personas permanecen presas hasta veinte años sin recibir sentencia gracias a la fascistoide “prisión preventiva”, los nuevos jueces, electos por razones políticas y con escasa experiencia jurídica, en el peor de los casos serán un cheque en blanco para el narcotráfico. El ciudadano de a pie quedará aún más indefenso de lo que ya estaba.
Actualmente, como en los mejores años del PRI, la división de poderes en México es solo nominal y aún falta una reforma electoral diseñada exclusivamente por Morena, en su cuarto de guerra, que privará a las minorías de representación en el Congreso de la Unión.
Estamos ante un golpe de Estado en capítulos sucesivos, en un clima, además, de evidente contubernio de personajes del Estado mexicano con el narcotráfico. Detectada por Donald Trump, a quien en nada le importa la democracia en el país (ni en ningún otro lado, convénzanse tirios y troyanos), esa asociación entre poder y crimen, que data de décadas, ha hecho de la autoproclamada Cuarta Transformación un régimen vasallo de Washington como no lo ha habido en nuestra historia: en público la autoridad presume de la soberanía nacional cuando no la tiene sobre su propio territorio, dominado en muchas regiones por el narco. Morena sabe que mientras cumpla con su papel de rapaz policía migratoria en las fronteras, y permita que ellos dirijan la cacería contra los carteles, imperará aquella amnesia frente a México, que como decía Octavio Paz, es el estado de conciencia habitual en los Estados Unidos frente a mí país.
¿Qué pensarán, si es que el asunto les importa, de la nueva autocracia mexicana aquellos exiliados? Algunos ya habrán muerto y otros, que nunca fueron demócratas, estarán felices de que México haya dejado de ser un folclórico espécimen rojo por fuera y blanco por dentro, y se ajuste al modelo de una Revolución Cubana cayéndose a pedazos. Entre lo poco que recibe La Habana del exterior para sobrevivir están el petróleo mexicano, los textos escolares o las divisas hediondas ganadas gracias al trabajo esclavo de sus médicos entre nosotros. Les dará gusto, a los viejos camaradas, el anacrónico castrismo heredado de la fantasmagórica Revolución Mexicana, cuyos soldaditos, los de Díaz–Canel –junto a las tropas de Putin– han desfilado, al menos un 16 de septiembre, en el Zócalo de la Ciudad de México.
Estarán tranquilos en Chile, quienes, por ejemplo, no toleraron a Gabriel Boric, un presidente de izquierdas que no dudó en condenar enérgicamente a Nicolás Maduro y Daniel Ortega, y hasta deslizó su preocupación por los presos políticos en Cuba. Allá han doblado la apuesta, eligiendo en sus primarias a una candidata comunista a la presidencia, militante de uno de los pocos partidos políticos en el mundo al cual no lo despeinó la caída del Muro de Berlín en 1989.
Al hablar de ingratitud no estoy pensando en quienes, como hace casi cuarenta años, huían de Augusto Pinochet y Jorge Videla para entregarse a los brazos de Fidel Castro, como hoy sus sucesores que encuentran extravagantes motivos de alborozo en Cuba, Nicaragua o Venezuela. Uno no elige siempre donde se asila. Recuerdo a algunos socialistas chilenos tapándose las narices al tener que recibir asilados a los Honecker, a fines de 1993, una vez desaparecida la República Democrática Alemana, porque la gratitud obliga. En México, dada la imperfección del autoritarismo priista y su inmaculada reputación internacional, muchos de los exiliados sudamericanos no padecieron de las penurias de la hospitalidad soviética o la de Berlín Este. Que no me lo cuente nadie porque yo lo vi: en 1980 yo estaba en la URSS, rodeado de chilenos y argentinos.
Aquel exilio sudamericano, en México, duró poco: entre 1983 y 1989 regresaron a retomar su vida en las democracias restauradas y creo que solo un poeta, por amor, decidió quedarse aquí. Pero los hijos del exilio, nacidos aquí o formados entre nosotros, van y vienen. Otros prefirieron ser mexicanos. Tampoco me dirijo a los exiliados recientes, de Venezuela, de Cuba o de Nicaragua, quienes, al ver actuar a los personeros de la Cuarta Transformación, nos dicen, solidarios, que, como “ellos vienen del futuro”, nuestra película, por desgracia, ya la vieron
Me dirijo, así, a ese puñado de demócratas argentinos, chilenos y uruguayos –porque sé que los hay y a algunos los conozco– para que miren un rato hacia México. Aquí hay más de 100 mil desaparecidos, cifra que supera las estimaciones más altas presentadas como el saldo negro de los regímenes pretorianos en América del Sur, pero los nuestros carecen del prestigio político que orló a las víctimas de los generales Pinochet y Videla; fueron víctimas, muchos de ellos, de la leva forzosa ejercida por el narcotráfico que no es, como creía López Obrador, una venganza popular contra la “injusticia neoliberal”, sino el grado más cruel de la explotación capitalista, nutrido por las aspiraciones de la clase media baja, a la que pertenecen la mayoría de los sicarios. Están a la vista del público los campos de concentración donde los reclutas son adiestrados, torturados o asesinados. Un puñado de madres mexicanas, ante la tibia indiferencia de un gobierno mexicano que se presume de izquierda, busca sus huesos por todo el territorio nacional, desenterrando pedregales, con palas de jardinería o hasta con sus manos. Ellas no tienen tiempo para firmar manifiestos a favor o en contra de Nicolás Maduro.
En los estados de la república mexicana la censura contra periodistas y ciudadanos va creciendo en frecuencia y majadería; a diferencia de los priistas de la vieja escuela que guardaban cierto pudor y ciertas formas por carecer de orígenes democráticos, a Morena, el mayoritario voto popular –recuérdese que Claudia Scheinbaum ganó la presidencia con el 60% de los votos– le da ínfulas para actos de prepotencia inimaginables hace poco tiempo.
Un ciudadano, “por faltarle el respeto” al presidente del Senado en una sala VIP del aeropuerto fue obligado a disculparse públicamente, por escrito y ante la magnífica presencia del agraviado, en el pleno senatorial. Otra ciudadana que tuiteó en contra de una diputada oficialista fue obligada por las autoridades electorales a disculparse, desde su cuenta de X, diariamente, durante treinta días. La humillación de la ciudadanía, de ese 40% que votó por otras opciones, es moneda corriente y actualmente México ya comparte los estándares autocráticos de la India de Modi y de la Turquía de Erdogan.
No sé qué están esperando que ocurra aquí nuestros amigos sudamericanos para voltearnos a ver. No está en la naturaleza de los populismos contemporáneos, salvo en casos extremos como en Nicaragua y en Venezuela, las escenas que recuerdan al 11 de septiembre de 1973 en Santiago o a las correrías sangrientas de la Triple A en la Argentina. Aquí, cuando alguien incomoda, se “comisiona” al narco y se procede a liquidarlo sin manchar a ese nuevo tipo de “democracia popular” que es la mexicana. Así ocurre con los periodistas independientes en la provincia, desde antes de 2018.
Pero si en Santiago o Buenos Aires hay viejos amigos quienes todavía tiemblan ante el ruido de los sables, les informo que López Obrador eliminó lo más preciado de la institucionalidad mexicana y le dio al ejército obra pública de presupuesto millonario y mantuvo, contra sus propias promesas, la participación militar en la persecución del narcotráfico. De hecho, el mayor agravio que la antigua Suprema Corte de Justicia infringió a quien se sigue llamando “presidente” (a la gringa) fue declarar inconstitucional el mando militar de la seguridad civil.
La gratitud, decía André Gide, es uno de los sentimientos más difíciles de manejar. Escribo estas páginas no sin incomodidad. Sé que México no es Gaza ni es Ucrania y el populismo mexicano, a diferencia del turco o del húngaro, no es agresivo ni expansionista, es endogámico: aquí se trata de apretar la cortina de nopal para que la autocracia morenista gobierne un milenio. Ya podemos contar a México entre las viejas naciones, como China o Rusia, que han conocido la democracia solo durante años, o si acaso décadas, a lo largo de la historia.