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Gaza y la fractura liberal, a dos años

La defensa de la democracia demanda la rendición de cuentas. Esa tarea ha sido despreciada de cara al conflicto en Medio Oriente.

                             Foto: Omar Ashtawy/APA Images via ZUMA Press Wire

Son dos años del día en que cambiaron, o empezaron a hacerlo, muchas realidades en Medio Oriente y fuera de él. Dos años, suscritos a un entorno que se venía desarrollando tiempo atrás, y dentro del cual el ataque de Hamás el 7 de octubre y la respuesta israelí, hasta la fecha, sirvieron de combustible para la radicalización de posiciones políticas, guerras culturales y descomposiciones sociales.

Por el peso de todas sus implicaciones frente a otros conflictos, estos dos años de Palestina e Israel han contenido un inmenso retroceso para los valores que dieron significado a la democracia y al pensamiento liberal, piedras angulares del proyecto que transformó su denominación cardinal en forma de verse a sí mismo y observar al mundo.

Más de 65,000 muertos, la totalidad de Gaza devastada; casi cincuenta rehenes restantes, sobrevivientes o sus cuerpos; el hambre, negada a ojos de todos; las mutilaciones de miembros en niños, a veces sin anestesia, como forma de salvar vidas. La negación, a conveniencia de las partes, de cada una de esas realidades.

La negación del dolor. La falta absoluta de ética en quienes son capaces de ver sus imágenes y evadir las responsabilidades de políticos despreciables, como si este fuese el único camino posible. La instrumentación de la angustia en familias que reclaman acciones para salvar la vida de los suyos, quienes nunca debieron ser secuestrados, como si el gobierno israelí hubiese hecho por ellos algo más que usarlos como herramienta retórica.

Con una mínima honestidad intelectual podríamos admitir que nada en esta lista de nuestros horrores es falso. ¿Es posible seguir defendiéndose como parte del pensamiento liberal sin ella?

No se sostienen los principios liberales o espíritus democráticos que solo contemplan geografías específicas, mientras actúan o se verbalizan en dirección opuesta al dirigirse a la distancia. Hay una grave incongruencia en declararse demócrata, al final de intramuros, si las posiciones a lo que ocurre lejos de los escenarios directos es antidemocrática y antiliberal.

Gaza no ha sido únicamente la franja y la fractura de cualquier mapa moral para la región, sino también una fractura para quienes seguimos convencidos de que la democracia es indisociable de los derechos humanos, de la rendición de cuentas, del estado de derecho, de la imperiosa necesidad de construir sociedades capaces de coexistir. Un edificio imposible si se quiere edificar a punta de destrucción.

Las tangentes del deterioro crecen. Felipe González, una vez un hombre que defendí decente, recién exclamó: “Si Hamás no quiere que maten mujeres y niños, ¿por qué no liberan a los rehenes?”. Claro, que sean liberados e insisto, jamás debieron ser secuestrados, pero, ¿se dará cuenta de que en su afirmación avala el castigo colectivo a una población entera, empezando por mujeres y niños? La disociación en los valores que defendía el derecho internacional es inmensa.

Hace dos años, por mi oficio, pasé los primeros meses después del 7 de octubre aclarando que Hamás no representaba a los palestinos ni a los árabes. Se representan a ellos, nada más. No pocos, cercanos y no, se me sumaron en la diferenciación para la condena y el rechazo al ataque y a sus perpetradores. Luego vino la embriaguez, la exacerbación del mesianismo, la inflamación de discursos a un nivel que antes ocultaba el pudor, y los muertos se comenzaron a contar en miles, cinco miles, diez miles. Dos años más tarde afloraron voces, cercanas y no, en réplicas continuas que ahora rechazan la mera existencia de la identidad palestina. Afirman que son una invención, una denominación hija de la Guerra fría, una creación artificial de cinco a siete millones de personas.

La historia no es nueva, no hay forma más digerible para tolerar lo intolerable que anular a sus sujetos.

En medio, están los que continúan vitoreando las exclamas del río al mar y ya tienen a su contraparte esgrimiendo consignas equivalentes.

Como demócrata y liberal que me asumo, pensé por mucho tiempo que la mayor amenaza para mis posiciones se encontraba en el advenimiento de los populismos y su reduccionismo. Gaza, después de Ucrania, junto a ella, me hacen suponer que el pensamiento liberal tiene que resolver sus contradicciones actuales si quiere salir a flote. Muchas, producto de las reacciones alrededor de Palestina.

Durante año y medio antes de este episodio en Gaza, las violaciones a derechos humanos en Ucrania, a las reglas de la guerra, el desprecio a los instrumentos de derecho internacional, representaban, sin lugar a matices, un riesgo por sí solas. Las órdenes de arresto de la Corte Penal Internacional contra Putin y Maria Lvova-Belova eran un punto de atención sobre las capacidades de las instituciones producto de la conciencia sobre lo inadmisible. Cuando ese tribunal emitió órdenes de arresto contra Netanyahu y Yoav Gallant (más otras a lideres de Hamás), algunos modificaron su juicio y calificación a la institución. Lo que cambió es la congruencia.

En esa fragilidad descansa una inmensa amenaza a lo liberal y democrático desde su interior.

Estos dos años se encuentran entre los casi cuatro de Ucrania, a cerca de una década del actual afloramiento de la estructura mental que acompaña el trumpismo y sus espejos demagógicos, autoritarios, poco democráticos. En ellos, un mundo asegura que las confrontaciones son la única vía de solución sin siquiera saber qué espera solucionar, y si acaso cree contar con un tipo de claridad sobre cuáles son los que consideran peligros: serán los migrantes, los árabes, los musulmanes, los mexicanos, los salvadoreños, los guatemaltecos, los ecuatorianos, los norafricanos, etcétera.

Solo que, si hay un verdadero pensamiento liberal, ese nunca ha estado en la exclusión. Lo que hoy tenemos es una lógica de las cruzadas que adquirió tintes más tontos que extremos. Y las posiciones que se asemejan a postulados cruzados, si algo logran, es transformar la destrucción en rutina.

Vemos el miedo y nos desvinculamos de él. Pasamos de ser la sociedad del espectáculo a convertirnos en un grupo de espectadores incapaces de conectar los puntos de lo que presenciamos y la relación de consecuencias en cada acto. Quienes aplaudieron el reciente ataque de Israel contra Qatar no repararon en el posterior acuerdo de seguridad al que llegaron Arabia Saudita y Pakistán, con sus bombas atómicas.

Si la defensa de la democracia exige libertades plenas, tolerancia y pluralismo, también demanda la limitación del poder y la rendición de cuentas. Si no queremos ser demócratas de intramuros y bárbaros de exteriores, la rendición de cuentas es la gran tarea despreciada de estos dos años. En Gaza, fuera de ella; en Cisjordania, con los asentamientos y su avance; en las redes sociales.

¿Cómo se sale de este momento?

Nadie se puede suponer demócrata ni liberal mientras tiene expresiones que en un grado resultan racistas, despectivas a una región, a un credo.

Las formas del caos no solo se remiten a escenarios apocalípticos, sino a la adecuación de las sociedades a entornos donde lo que no debería de suceder bajo marcos morales y éticos, pasa, sin la menor consecuencia. Es un caos que va carcomiendo las vidas y orillando a periodos oscuros, que lo son al no existir espacio para trastocar ninguna fibra frente al dolor, la desesperación y el miedo. ~

 

 

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