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Cuatrocientos cincuenta años

Cervantes, Dostoyevski o Revueltas concibieron grandes obras literarias cuando estaban injustamente encarcelados. Pero la receta no es universal.

                        «Cervantes en la prisión imaginando el Quijote», Vicente Barneto, 1875.

 

 

El pasado 26 de septiembre se cumplen cuatrocientos cincuenta años de que fuera Miguel de Cervantes hecho prisionero en aguas cercanas a Gerona y llevado preso a Argel. Allá pasó casi cinco años, entre cadenas y proyectos de fuga malogrados. Finalmente se pagaron por su rescate quinientos escudos, reunidos con mucho esfuerzo. Si hacemos una conversión directa del contenido de oro en cada escudo y lo pasamos a precios de hoy, tendremos la incierta suma de 175 mil euros. Pero el oro y el dinero en el mundo de hace casi cinco siglos llevaba otra medida.

Don Quijote tenía en su conciencia la malaventura de su creador, por eso, luego de hacer una alabanza a la libertad, dice que “el cautiverio es el mayor mal que puede venir a los hombres”. Ya desde su prólogo al desocupado lector cita Cervantes en latín: “Non bene pro toto libertas venditur auro”, o sea, “La libertad no se vende por todo el oro del mundo”. La propia, se entiende, puesto que en este caso la ajena se vendió por quinientos escudos.

Mil seiscientos cincuenta años antes, el secuestrado fue Julio César. Los piratas que lo tomaron preso pidieron un rescate de doscientos talentos. Julio César les dijo que eran estúpidos, que por él debían pedir quinientos talentos. Estos dineros estaban en otra dimensión con respecto a Cervantes. El talento pesaba diez mil veces lo que un escudo, aunque creo que en este caso se habla de plata y no de oro.

Julio César pasó treintaiocho días en cautiverio. Volvió a casa, organizó una expedición punitiva. Fue a la isla donde los piratas lo habían tenido preso y acabó por crucificarlos a todos. Mucho hay de satisfactorio en este final de historia aunque nos enseñen que la venganza es mala.

Los términos “justicia”, “castigo” y “venganza” tienen fronteras inciertas.

Tomo esta historia de Julio César de las Vidas paralelas de Plutarco, y solo para sumar a las frases célebres, algunas páginas después, tengo subrayadas unas líneas en las que el rey Agesilao habla de la libertad, “sin la cual no hay nada hermoso ni envidiable para los hombres”.

Quizás ninguna persona se haya mostrado tan feliz con el cautiverio como Dostoyevski. Los años que pasó en Siberia fueron terribles para muchos prisioneros, pero para él fueron un premio, pues sabemos que cuando estaba delante del pelotón de fusilamiento, luego del “preparen, apunten”, le fue concedido el perdón, a cambio del campo de trabajos forzados.

Son sublimes sus palabras que describen ese momento en que ya veía venir la descarga de los fusileros. “¿Y si no tuviese que morir? ¿Y si volviese a la vida? ¡Qué eternidad! ¡Y todo eso sería mío! Entonces yo convertiría cada minuto en un siglo, no perdería nada, a cada minuto le pediría cuenta, no gastaría ni uno solo en vano.”

Los lectores tuvimos la suerte de que la inminencia de la muerte y los años en Siberia trastornaran a Dostoyevski al punto de volverlo un escritor genial. También se ha comentado con largueza sobre la importancia que tuvo en Cervantes su cautiverio en Argel para volverlo un monstruo de las letras. Quien haya leído El apando, agradece en voz baja los días de José Revueltas en Lecumberri. Y ni se diga de lo mucho que ha ganado la humanidad gracias al injusto encarcelamiento y posterior ejecución de Boecio. Pero esto no es una medicina universal. Ahora mismo se cuentan alrededor de doce millones de personas prisioneras en las cárceles del mundo y no tengo noticias de que se estén cocinando obras maestras en las mazmorras.

¿Acaso en la prisión de Bukele se esmeran algunos de los prisioneros en devorar los clásicos de la literatura para luego tener un bagaje de artes y letras y entonces lanzarse a escribir el drama de ese presidio? ¿Repasa alguno de ellos La vida es sueño para luego asomar la cabeza entre las rejas y gritar “Ay mísero de mí y ay infelice” y pasar a lamentarse de que un ave, un bruto, un pez y un arrollo tengan mayor libertad?

No sé qué libros les permitan tener a la generación de reclusos y extraditados mexicanos en la ADX Florence y otras prisiones, pero no los imagino con inclinaciones filológico-literarias. ¿Se puede leer ahí Prometeo encadenado o El conde de Montecristo?

A Dostoyevski le sorprendió que en la prisión de Siberia encontró mucha gente educada. “Debo hacer notar que los presidiarios poseían cierto grado de instrucción. La mitad de ellos, por lo menos, sabía leer y escribir. ¿Dónde se podría hallar en Rusia, en cualquier grupo popular, doscientos cincuenta hombres que conozcan siquiera las primeras letras?”

Con frecuencia nos hacen la pregunta de ¿qué libro te llevarías a la isla desierta? Para millones de judíos no fue una pregunta hipotética, sino una hecha en estos términos: ¿qué echarías en una maleta? También lo fue para algunos alemanes deportados por los soviéticos a campos de trabajos forzados. Todo lo que tengo lo llevo conmigo, de Herta Müller, cuenta la historia de un personaje real y leemos: “En el fondo de la maleta coloqué cuatro libros: Fausto, encuadernado en tela, Zaratustra, el delgado Weinheber y la antología poética de ocho siglos”.

“El delgado Weinheber”, debe de tratarse de un libro con pocas páginas del poeta Josef Weinheber, antisemita y nazi. Para ir a prisión, mucho más interesante suena esa antología de ocho siglos de poesía.

Sin embargo, más adelante en la novela nos enteramos de que:

Nunca leí en el campo de trabajo los libros que me llevé. El papel estaba rigurosamente prohibido; a mediados del primer verano escondí mis libros detrás del barracón, debajo de unos ladrillos. Después trapicheé con ellos. Por cincuenta páginas de papel de fumar de Zaratustra me dieron una medida de sal, y setenta páginas me ganaron una de azúcar. Peter Schiel me fabricó mi propia lendrera de hojalata a cambio de un Fausto entero encuadernado en tela. La antología lírica de ocho siglos me la comí en forma de harina de maíz y manteca de cerdo, y transformé el delgado Weinheber en mijo.

En las democracias, la población carcelera tenderá a ser iletrada. Una buena dictadura, en cambio, envía intelectuales y escritores a prisión. Hace dos años, tres poetas rusos se plantaron frente a la estatua de Mayakovski en Moscú y se dieron a la lectura de poemas antibélicos. Recibieron condenas de siete, cinco y cuatro años, que a veces equivalen a condenas de muerte. El vándalo Putin podría quitarse de hipocresías y derribar la estatua de ese gran poeta que comenzó a escribir versos en prisión. Y de una buena vez la de Pushkin, pues le ha de incomodar su Oda a la libertad, con versos como “Quiero cantar libertad al mundo, doblegar la vileza de los tronos” o “¡Tiemblen, tiranos del mundo!” o “¡Esclavos caídos, levántense como hombres!”. O la de Chéjov, que denunció los abusos en la colonia penitenciaria de la isla de Sajalín; y en algún cuento escribe este parlamento, que lo mismo pudo escribirse hoy para el vándalo de marras:

Supongamos ahora que algunas personas, considerándole un hombre inteligente, solicitan su opinión sobre la guerra, por ejemplo: ¿es deseable y moral o no? En respuesta a esa terrible pregunta usted se limita a encogerse de hombros y se contenta con pronunciar algún lugar común, porque a usted, dada su manera de pensar, le da completamente igual que mueran cientos de miles de personas de muerte natural o violenta, pues en uno y otro caso el resultado será el mismo: cenizas y olvido.

¿De qué estaba yo hablando?

Ah, sí, de que se cumplieron cuatrocientos cincuenta años de que Miguel de Cervantes fuera hecho prisionero. ~

 

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