Armando Durán / Laberintos: ¿Está el mundo loco, loco, loco?
En 1963, después de haberse destacado como productor y director de ambiciosas películas dramáticas, como El juicio de Nuremberg (1961), Stanley Kukrick se embarcó en la aventura de producir y dirigir una comedia titulada Este es un mundo loco, loco, loco (It is a Mad, Mad, Mad World). Kramer la calificó de “comedia sobre la codicia de los hombres”, porque su trama sigue las muy cómicas aventuras y desventuras que corren un grupo de personas normales y corrientes por encontrar y apoderarse de un “tesoro” (el botín de un atraco), de cuya existencia se enteran al acudir en ayuda de un hombre que agoniza tras sufrir un accidente en una apartada carretera de California.
A lo largo de más de tres horas de película, las docenas de personajes, interpretados por grandes estrellas cinematográficas, desde Buster Keaton hasta Spencer Tracy, su actor preferido, cometen y sufren todo tipo de peripecias, locuras y disparates empujados por la codicia, pero lo que en verdad quiere recalcar Kramer es la visión de un mundo que excede los límites tradicionales del género comedia, y se nos presenta como una suerte de metáfora de un mundo encandilado por la obsesión de enriquecerse de la noche a la mañana, al precio que sea. Un mundo que sencillamente se había vuelto loco, loco, loco.
La crítica especializada encontró que Kramer se había excedido en la barroca sucesión de episodios hilarantes, pero la película tuvo un gran éxito de público. La recuerdo ahora, porque tengo la impresión de que en los ocho meses que lleva Donald Trump en su segunda experiencia presidencial él se nos ofrece como una versión igualmente excesiva, aunque nada cómica sino todo lo contrario, de su obsesión por ser el centro del mundo loco, loco, absolutamente loco, en el que solo tenga sentido lo que él dice y hace.
Buen ejemplo de esto nos lo ofreció hace pocos días, en el ya rutinario y aburrido marco de la Asamblea General de Naciones Unidas, que reúne todos los años en septiembre a los principales jefes de Estado y de Gobierno del planeta en Nueva York. En esta ocasión, Trump se excedió a sí mismo en la tarea de autoproclamarse lo más grande que le ha sucedido a Estados Unidos y al mundo, para jactarse, sin la menor vacilación, que en apenas ocho meses de gestión presidencial él había logrado la más espectacular maravilla de todas las maravillas al ponerle fin a siete guerras, proeza alcanzada en solitario, porque en ningún momento había recibido la menor ayuda por parte de Naciones Unidas. Por supuesto, ninguno de sus calificados oyentes pudo identificar esos supuestos conflictos bélicos pacificados por quien se considera, y así nos lo recuerda cada día, que es el más grande presidente que ha tenido Estados Unidos en sus muchos años de vida independiente. Un disparate que se suma a la continua sarta de mentiras sobre todo lo humano y lo divino que regala a diestra y siniestra como si fueran verdades reveladas por un ser supremo (en este caso por Él), que por esa irrefutable razón nadie tendría por qué poner en duda.
Lo cierto es que al iniciar el pasado mes de enero su segunda estadía en la Casa Blanca, Trump asumió el papel de gran pacificador mundial y se comprometió incluso a terminar en menos de lo que canta un gallo la cruenta guerra desatada por Vladimir Putin al invadir Ucrania porque le dio la gana. Un compromiso similar adquirió en el caso de la guerra provocada en el Medio Oriente por el brutal ataque terrorista de Hamas en Israel hace ahora dos años, cuya principal consecuencia ha sido la sistemática destrucción de Gaza, no solo para castigar a ese grupo terrorista palestino, sino para impulsar su proyecto de construir sobre los escombros de esta franja mediterránea un paraíso turístico que compitiera con la Costa Azul, empresa inmobiliaria para la que el presidente-empresario ya parece haber contratado al ex primer ministro británico Tony Blair como futuro gerente general de este muy ambicioso programa “pacificador.”
Mientras tanto, y tras el patético fracaso de Trump en su reunión con Putin en Alaska para acordar un plan de paz para Ucrania, Moscú se ha sentido con fuerza para amenazar a Europa con incursiones de drones y aviones militares en, o próximos al espacio aéreo de Polonia, países escandinavos y bálticos, y hasta de Alemania. Por fortuna, estas audacias putinescas no han llegado a mayores, pero facilitan que algunas voces, todavía en voz muy baja, insinúen que podríamos hallarnos en la antesala de una eventual Tercera Guerra Mundial.
Si esto fuera poco, Trump ha recrudecido estos días la guerra comercial contra todos, que desató nada más instalarse por segunda vez la Casa Blanca. Una decisión que desde el primer momento ha perturbado gravemente el comercio internacional, ha roto la amistad y alianza de Estados Unidos con sus socios más próximos y tradicionales, Europa, Canadá y México, y ha afectado la vida económica y comercial estadounidense. Desencuentros de consecuencias imprevisibles, a los que debemos añadir el acoso xenófobo y racista contra quienes desde siempre han viajado a Estados Unidos desde todos los rincones del planeta en busca de refugio económico o político. Incluso a los que se encuentran legalmente en el país. Como si en realidad solo por ser distintos fueran enemigos mortales de los ciudadanos estadounidenses. Por esa sinrazón se les persigue, encarcela y deporta despiadadamente. Sin que estas acciones tengan realmente algo que ver la excusa ultranacionalista de frenar el flujo de migraciones ilegales, porque en realidad se trata en una guerra injusta e implacable contra todo el que no se ajuste al ideal racial y cultural que desea Yo el Supremo para su país.
De acuerdo con esta narrativa, nada más lógico que pensar en los “otros” como invasores indeseables y de alta peligrosidad para Estados Unidos, perturbado y perturbador pretexto que lo llevó a convocar una reunión con los generales y almirantes de su país, a quienes, sin tener en cuenta que dada su profesión y jerarquía conocen muchísimo mejor que él lo que significó la guerra en Afganistán, en la que incluso muchos de ellos participaron activamente, se permitió el lujo de informarles, con la misma “infalibilidad” con que días antes había sostenido en Naciones Unidas sus logros pacificadores sin contar con el apoyo de nada ni de nadie, que Washington D.C. se había convertido en una ciudad más peligrosa que cualquier ciudad afgana durante la guerra en ese país, y eso lo había visto obligado a militarizar el trabajo policial en la capital del país, con tanto éxito, por cierto, que decidió crear una unidad militar de respuesta rápida para intervenir en ciudades como San Francisco, Chicago, Los Angeles o Nueva York, donde sus habitantes ya eran víctimas de una invasión interna, es decir, desde dentro mismo de ellas. Un peligro mayor aun que el de una invasión extranjera, porque estos invasores ni siquiera vestían un uniforme que los distinguiera, situación que también me hace recordar una serie muy popular de la televisión estadounidense en los años sesenta, “Los Invasores”, peligrosos invasores extraterrestres que adoptaban el aspecto físico y las costumbres de los humanos para pasar desapercibidos mientras intentaban apoderarse del planeta “desde dentro.”
Este desafuero presidencial lo terminó Trump advirtiéndole a sus generales y almirantes que quienes no estuvieran de acuerdo con sus palabras y su visión del mundo, que se sintieran en libertad de levantarse de sus asientos y marcharse. Grosera coacción del presidente de los Estados Unidos a los oficiales de más alta jerarquía de sus fuerzas armadas, con la que, a fin de cuentas, les exigía lo mismo que al resto de los mortales: lealtad ciega a su persona, o atenerse a las consecuencias. Una locura mucho peor que la del mundo que nos ofreció Kramer hace 62 años, con muchos más excesos que aquella, pero sin gracia alguna. Y sobre todo, sin una pizca de democracia.