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La revolución de Paul Thomas Anderson

Puede discutirse si “Una batalla tras otra” es la obra maestra del director estadounidense. Sin duda, se trata de la película más urgente y abiertamente política que ha hecho.

 

En los créditos finales de Una batalla tras otra (One battle after another, E.U., 2025), apenas décimo largometraje del cineasta californiano Paul Thomas Anderson (de su temprana y verbosa obra mayor Sydney: Juego, prostitución y muerte, 1996 al encantador capricho nostálgico Licorice Pizza, 2021, pasando por obras maestras de la talla de Boogie nights: Juegos de placer, 1997, Magnolia, 1999 y El hilo fantasma, 2017), empezamos a escuchar el clásico setentero de Gil Scott-Heron que nos advierte que la revolución no será televisada y que, por lo mismo, más nos vale que nos levantemos de donde estamos sentadotes y empecemos a movernos. Este emblemático poema musical funky es un motivo recurrente en los diálogos de la segunda parte de la película porque a todos los personajes del más reciente filme de Anderson les importa la revolución, sea porque la quieren retomar, continuar o detener. De cualquier modo, por más importante que resulte la revolución, no lo es todo. Es solo una parte de algo mucho más trascendente.

Escrita por el propio cineasta a partir de la libérrima adaptación de la novela Vineland (1990) de Thomas Pynchon, he aquí una inabarcable y caleidoscópica película carnavalesca que contiene una multitud de otras cintas que chocan, se complementan, se superponen y, a veces, hasta se sabotean conscientemente. Es decir, estamos ante una acezante cinta política que de repente se detiene para entregarnos una desternillante escena sexosa que podría haber aparecido en alguna sexy-comedia mexicana del Güero Castro, una filme de acción con la mejor persecución automovilística en muchos años que no obstante es montada con una desafiante languidez hipnotizante, una divertida comedia de costumbres con una de las últimas auténticas estrellas del cine hollywoodense en plan gozosamente autoirrisorio. Y, last but not least, un emotivo llamado a la acción para todos esos gringos que siguen aplastadotes frente a la tele viendo cómo se va deslizando su país hacia el totalitarismo, sin dejar de subrayar que levantarse para luchar significa, también, levantarse para abrazar, para amar, para preocuparse por el otro y por la otra.

Perfidia Beverly Hills (Teyana Taylor) y Bob Ferguson (Leonardo DiCaprio) son los revolucionarios estrella del movimiento radical anti-establishment French 75, dedicado a combatir al Estado represor gringo asaltando bancos, colocando bombas y liberando inmigrantes indocumentados. Después de que un golpe sale trágicamente mal, la voluptuosa Perfidia –quien es perseguida/protegida por el atrabiliario coronel Steven J. Lockjaw (Sean Penn)– deja atrás a su hijita recién nacida en manos de Bob y desaparece del mapa. Dieciséis años después, la chamaquita ha crecido para convertirse en una determinada y rebelde adolescente llamada Willa (la debutante en pantalla grande Chase Infiniti), siempre bajo la sobreprotección de su exrevolucionario papá que se ha convertido, después de tanta mota fumada, en hermano gemelo del Jeff Bridges de El gran Lebowski (Joel Coen y Ethan Coen, 1998). La relativa placidez de la vida de este pachorrudo padre soltero y esta claridosa jovencita se vendrá abajo cuando el obsesivo Lockjaw vaya por ellos ahí en la pequeña ciudad santuario en la que se ocultan. Bob, sin tener tiempo para quitarse la percudida bata que lleva durante toda la película, tendrá que sacar juventud de su pasado para salvar a su hija, aunque la chamaca no necesite en realidad de mucha ayuda y aunque el pobre Bob ya ni se acuerde de las contraseñas correctas por haberse metido en el cuerpo tantas cochinadas entre una batalla y otra.

¿Estamos ante la obra maestra definitiva de Paul Thomas Anderson? Puede ser que sí, por más que el director de Embriagado de amor (2002) tenga apenas 55 años y le queden, a su espacioso ritmo de trabajo, por lo menos otros diez largometrajes por dirigir. Lo que sí es cierto es que Una batalla tras otra es la cinta más urgente, necesaria y abiertamente política que ha hecho, sin desbarrancarse, en ningún momento, en el más facilón didactismo militante. La sociedad estadounidense que retrata es un claro reflejo de lo que está sucediendo en este momento en ese país –los centros de detención de inmigrantes, el supremacismo racista incrustado en el poder, los disturbios apagados a golpes de fuerza militar–, aunque en sentido estricto la historia inicial de Perfidia y Bob y, después, la de Bob y Willa tenga un regusto atemporal. El filme sucede en una suerte de presente constante, en un eterno retorno a los mismos abusos cometidos por las mismas personas con los mismos argumentos.

Una batalla tras otra ha aparecido en los cines de todo el mundo, sin pretenderlo, en medio del zeitgeist político y cultural en el que se encuentra Estados Unidos, pues Anderson tenía la idea de llevar al cine la novela de Pynchon desde hace más de dos décadas, cuando Trump no era más que un conductor televisivo sin mucho rating y las siglas ICE no servían más que para señalar el depósito del hielo en cualquier motel de segunda. En todo caso, el filme nos remite, sin quererlo o no, al noticiero del día, aunque la terrible realidad retratada se nos muestre a través del filtro de la sátira kubrickiana, con ese puñado de viejos decrépitos y supremacistas reunidos en el “Club de Aventureros Navideños” –casi igual de ridículos que los creadores del Proyecto 2025– o con ese desatado Sean Penn de “mandíbula bloqueada” (“¡Sufrí de una violación inversa!”) que parece haber sido poseído por el espíritu del general Jack D. Ripper de Dr. Insólito (Kubrick, 1964).

A final de cuentas, lo que ha quedado fijo en mi memoria después de varios días de haber visto Una batalla tras otra no es el jocoso rapport entre el desesperado DiCaprio y el relajado subversivo Sensei Sergio interpretado por Benicio del Toro, ni los fascinantes encuadres abiertos en los que seguimos una persecución automovilística en medio del desierto californiano, ni el estado de trance en el que nos hace caer la música de Johnny Greenwood que lo mismo acompaña, comenta o se la aleja de la acción.

Lo que se ha quedado en mi memoria y, además, me ha dejado un nudo en la garganta, es la ausencia total de cinismo de parte de Anderson. A contracorriente de su nihilista melliza temática Eddington (Aster, 2025), lo que propone Una batalla tras otraes que hay que seguir luchando por lo que uno cree, pero hay que pasar la estafeta a los más jóvenes que, aunque uno se preocupe por ellos, no tienen por qué cuidarse –¡para eso son jóvenes!– cuando lo que está en juego es la libertad. Camaradas, hay que seguir haciendo la revolución y, además, con un bote de cerveza en la mano. ~

 

 

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