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Isabel Coixet: ‘La concha y el clérigo’

 

Cine, feminismo e invisibilización | Arte/Críticas

 

Ciertas mujeres atraviesan su época como quien camina descalza sobre cristales: con determinación, dejando rastros de sangre y belleza. Germaine Dulac (1882-1942) fue una de ellas. No nació para el cine –ni siquiera creía que dirigir fuera cosa de mujeres–, pero acabó construyendo una filmografía de unas treinta películas, fundando su propia productora, escribiendo teoría cinematográfica con la misma pasión con la que otros escriben cartas de amor, y levantando la voz en conferencias donde sus colegas varones la escuchaban entre la admiración y el desconcierto. 

 

La estancia de cada visitante en su última exposición en París fue de dos horas y media, la más larga de todas en el Grand Palais

 

Dulac transitaba entre dos mundos con una elegancia casi subversiva: rodaba películas comerciales con perspectiva feminista y, al mismo tiempo, creaba obras de vanguardia que rompían la narrativa como quien rompe un plato en medio de una cena burguesa. Sus películas –esas que sobrevivieron al olvido y a los archivos polvorientos– diseccionan con bisturí irónico la posición social de la mujer, el matrimonio como institución asfixiante, el adulterio como escape o condena, el amor como farsa bien ensayada. No hay concesiones en su mirada ni dulzura impostada. Hay inteligencia, rabia contenida y una lucidez que incomoda. Cuando la descubrí en mi adolescencia hace mil años en la Filmoteca de Barcelona (¡la que estaba en la calle Mercaders!), recuerdo escribir en mi cuaderno de notas donde apuntaba todas las películas que veía: «Hoy he visto una película dirigida por Germaine Dulac. Estremecedora».

Para Dulac, el cine debía ser experiencia sensorial, vibración, luz y sombra danzando en la retina del espectador. Nada de servilismo narrativo. Todo debía ser cine puro, esencial, visceral.

Y entonces llegó La coquille et le clergyman (‘La concha y el clérigo’, 1928), su película más escandalosa, su obra maldita. Basada en un guion del poeta surrealista Antonin Artaud, la película es un descenso febril al inconsciente, un delirio onírico donde un clérigo obsesionado persigue sus deseos reprimidos a través de imágenes fragmentadas, perturbadoras, eróticas. No hay lógica argumental, solo pulsión. No hay moraleja, solo el vértigo de lo prohibido. Artaud la repudió, acusó a Dulac de traicionar su visión, de feminizar su guion (como si eso fuera un insulto y no una transformación). Pero lo que Dulac hizo fue apropiarse del material, dirigirlo con su propia mirada de mujer en un mundo surrealista dominado por hombres, y crear una de las primeras películas surrealistas de la historia del cine, antes incluso que Un chien andalou, de Buñuel y Dalí.

El estreno fue un escándalo. Gritos, abucheos, sillas lanzadas. Artaud organizó una revuelta en plena sala. Los surrealistas la tacharon de traidora. Pero Dulac no retrocedió. Nunca lo hizo.

Socialista, feminista, lesbiana en la Francia de entreguerras, directora comercial y militante de la vanguardia, cronista de actualidades al final de su carrera: Dulac fue todas esas mujeres a la vez, sin pedir permiso, sin doblarse ante las contradicciones. Su lugar en la historia del cine fue enterrado durante décadas bajo capas de olvido, pero ahora, poco a poco, su figura se reexamina, se reivindica, se restituye. 

Porque Germaine Dulac no solo hizo cine. Demolió la idea de quién tenía derecho a hacerlo.

 

GERMAINE DULAC: «La concha y el clérigo«. Para ver, hacer clic en «Watch on You Tube»:

 

 

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