María José Solano: La risa como resistencia
La verdadera patria de Jardiel era la paradoja

Termino septiembre como llegué: con Enrique Jardiel Poncela. Él es mi provocador de la alegría; mi alquimista del absurdo. Capaz de burlarse del mundo en los años menos propicios para la burla, como yo misma intento hacer en estas columnas. España atravesaba tensiones, dictaduras, guerras y silencios cuando él decidió levantar su trinchera no con pólvora ni proclamas, sino con carcajadas. Colocaba puertas literarias que no daban a ninguna parte, diálogos que saltaban sobre el sentido común y personajes que vivían como si la lógica fuese un rumor lejano. Su trayectoria fue un combate contra la solemnidad. Conquistó escenarios en Madrid y hasta se atrevió con Hollywood. Pero su verdadera patria era la paradoja: esa grieta luminosa por la que se cuela la risa cuando nadie se atreve a reír. En años a veces oscuros, Jardiel defendió la idea herética de que el humor también es un arma, no para destruir al enemigo, sino para recordarnos que seguimos vivos, que aún podemos respirar entre las ruinas. De esa vocación nacieron unos relatos (que ahora resucita Reino de Cordelia) acompañados, como entonces, por los dibujos de Joaquín Sama, médico republicano que, como Jardiel, supo que el humor puede ser una forma de salvar la vida: ‘Los 38 asesinatos y medio del castillo de Hull’.
Bajo ese título excéntrico se concitan varias novelas cortas, relatos que juegan con el crimen como quien juega con un sombrero de copa: no para ocultar la muerte, sino para darle un toque de elegancia. Son crímenes que se burlan de su propia gravedad, cadáveres que parecen haber ensayado su caída para provocar la risa del lector. La lógica detectivesca, tan orgullosa de su seriedad, aquí se desarma entre carcajadas. Sherlock Holmes, rescatado y retorcido por Jardiel, no resuelve tanto los enigmas como se convierte él mismo en uno: un espectro cómico que se pasea entre víctimas que tal vez no existen y sospechosos que sólo sospechan de sí mismos. Y, al final, cuando todos los personajes han muerto de forma tan teatral como absurda, cuando ya no queda nadie en pie para acusar a nadie, Jardiel hace lo que solo un genio puede hacer: se quita la máscara, se ríe, y declara con una última reverencia ante el lector: «Si todos están muertos… el asesino soy yo».
