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Carlos Lozada: Me atrapaste. Hablo español

Una ilustración de una cara con múltiples líneas de color debajo de un sombrero con una bandera estadounidense.

                                          Credit…Alejandro Macias

 

Hablo español con mi madre, con otros familiares, con viejos amigos. Lo hablo con mis hijos, aunque no tan a menudo como debería. Leo novelas en español y escucho canciones de la década de 1980 en español. Hay conceptos y expresiones que solo tienen sentido para mí en español. Es mi idioma por defecto en momentos de alarma o estrés; cuando maldigo en voz baja a algún conductor idiota, suele ser en español. A veces, incluso sueño en español.

Simplemente nunca pensé que hablar el idioma en voz alta pudiera convertirme en miembro de una clase sospechosa.

Pero ahora es así. El español se ha convertido en un indicador sancionado de criminalidad potencial en los Estados Unidos de América. La lengua de Miguel de Cervantes y Andrés Cantor, la cuarta más hablada del mundo, ha sido declarada el sonido de los hombres malos en nuestro entorno.

Por cortesía del gobierno de Donald Trump y de una Corte Suprema de lo más complaciente, los agentes del gobierno estadounidense pueden detener e interrogar a personas sobre su situación en materia migratoria basándose en una mezcla de cuatro factores: su raza o etnia aparentes; su presencia en un lugar sospechoso, como cierta parada de autobús o un lugar de construcción con obreros; el tipo de trabajo que realizan; y si hablan español, o incluso solo un inglés con acento marcado.

En julio, el Tribunal de Distrito de Estados Unidos para el Distrito Central de California ordenó a los agentes federales que operan en Los Ángeles que dejaran de detener a personas basándose en esos factores, concluyendo que era probable que los demandantes en el caso “lograran demostrar que el gobierno federal está efectivamente realizando patrullas itinerantes sin sospecha razonable y denegando el acceso a los abogados”, en violación de la Cuarta y la Quinta Enmiendas de la Constitución. En agosto, el Tribunal de Apelación del Noveno Circuito de San Francisco rechazó la solicitud del gobierno de suspender la orden del tribunal inferior. Sin embargo, el mes pasado la Corte Suprema accedió, suspendiendo la orden en un escrito sin firma que no especificaba su fundamento ni su alcance.

La jueza Sonia Sotomayor escribió una opinión discrepante, a la que se unieron las juezas Ketanji Brown Jackson y Elena Kagan, lamentando que las protecciones de la Cuarta Enmienda contra la injerencia arbitraria de las fuerzas del orden ya no sean válidas “para quien por casualidad tiene un aspecto determinado, habla de una manera determinada y parece trabajar en un tipo determinado de empleo legítimo que paga muy poco”. La primera jueza latina del tribunal disintió, explicó, porque consideraba que la medida de la mayoría era “inconcebiblemente irreconciliable con las garantías constitucionales de nuestra nación”.

En las últimas semanas, los estadounidenses han sido testigos de cómo agentes federales en las principales ciudades —sobre todo en Los Ángeles y Chicago— detenían a residentes de los que sospechaban, a menudo por motivos poco claros, que estaban aquí ilegalmente. No sé qué videos son más difíciles de ver: si las grabaciones temblorosas y condenatorias tomadas por transeúntes en la calle, o las hábiles producciones con estética de videojuego del Departamento de Seguridad Nacional, propaganda militarista de la guerra interior.

Sin embargo, la persecución del idioma español va más allá de la migración. En este primer año de la segunda presidencia de Trump, los estadounidenses se han enzarzado en una batalla sobre la libertad de expresión, otra garantía constitucional que ha caído en desgracia con el gobierno, ansioso por restringir, por motivos políticos, lo que se nos permite decir sobre determinados temas o personas. Ahora imagina que no es solo lo que dices lo que te pone en peligro, sino la propia lengua en la que lo dices o, en realidad, la lengua en la que dices cualquier cosa.

Hoy en día, hablar español en voz alta en Estados Unidos se siente, extrañamente, como un acto transgresor. Cuando lo hablo en público, una pequeña parte de mí se pregunta ahora qué podría concluir la gente cercana sobre mi “estatus”, basándose únicamente en mi acento, mis palabras, mis sonidos. Convertir la lengua en motivo de sospecha oficial es una supresión de la expresión especialmente insidiosa, porque te hace cuestionar no solo tus ideas, sino también tu forma de expresarlas. Todo lo demás sobre ti desaparece; eres una persona que habla español, y eso es todo lo que cualquiera necesita saber.

El juez Brett Kavanaugh, el único miembro de la mayoría de la Corte Suprema que redactó una opinión concurrente al escrito de septiembre, argumentó que los cuatro factores en cuestión pueden, en combinación, “constituir al menos una sospecha razonable de presencia ilegal”. Se trata, escribió, de sentido común, apropiándose de una de las justificaciones genéricas favoritas del presidente Trump. Además, argumentó Kavanaugh, “incluso si tuviera el gobierno la política de realizar identificaciones basadas en los factores prohibidos por el Tribunal de Distrito, los funcionarios de migración no podrían basarse solo en esos factores si y cuando detuvieran a los demandantes en el futuro”.

Detente un momento en esa frase. Al poner “solo” en cursiva, Kavanaugh dio a entender que podrían entrar en juego consideraciones adicionales cuando los agentes de migración decidan detener e interrogar a sospechosos. Pero, en realidad, son ese “si tuviera” y el “podrían” los que hacen el trabajo pesado en la frase de Kavanaugh. Incluso si el gobierno tuviera esa política (él no reconoce que la tenga), todavía podrían (¿quién sabe?) basarse en otros factores.

Es mucho para Kavanaugh basarse en condicionales y posibilidades, sobre todo cuando con la misma facilidad pueden ir en sentido contrario. Por ejemplo, si un agente del ICE llega a oír a alguien que habla español —o simplemente un inglés poco fluido—, ¿podría el agente sospechar que esa persona es uno de esos asesinos, violadores, miembros de bandas u otros migrantes criminales de los que el Departamento de Seguridad Nacional dice estar defendiéndonos?

Tengo al menos la sospecha razonable de que esto puede ocurrir.

Algunos críticos del gobierno se refieren ahora al interrogatorio de presuntos migrantes ilegales basado en factores como la etnia o el idioma como “paradas de Kavanaugh”. De hecho, el juez asociado tiene mucha razón al imaginar que podrían entrar en juego otros factores, aunque esos otros factores pueden ser igual de arbitrarios.

“Quizá parezcas presa del pánico cuando veas a un agente de la Patrulla Fronteriza”, declaró recientemente a CNN Gregory Bovino, un alto funcionario de la Patrulla Fronteriza que participa en operaciones en Los Ángeles y Chicago. “Quizás parezcas asustado. Quizás cambie tu actitud. Tal vez agarres el volante con tanta fuerza que pueda ver el blanco de tus nudillos. Hay una miríada de factores que examinaríamos para desarrollar hechos articulables para una sospecha razonable”.

¿Pero quién no cambiaría de actitud si agentes armados y enmascarados descendieran sobre su ciudad, su lugar de trabajo, su escuela, su calle, su patio? La mía sin duda lo haría, independientemente de que yo sea ciudadano estadounidense desde hace más de una década (ProPublica ha encontrado más de 170 casos de ciudadanos estadounidenses detenidos por agentes de migración, a veces durante días, durante los primeros nueve meses del gobierno de Trump). Así que todavía puedo parecer presa del pánico, asustado o incluso enfadado. Puede que siga agarrando el volante con más fuerza, ya sea por miedo por mi seguridad o por frustración ante el rumbo que está tomando mi país.

Es, simplemente, sentido común.

Llegué a Estados Unidos de Perú siendo un niño, en la década de 1970, y recuerdo la emoción de mi madre cada vez que oíamos a alguien hablar español aquí. Siempre me señalaba a los hablantes y solía encontrar alguna excusa para entablar alguna conversación trivial con ellos, para saber de dónde venían.

También se convirtió en un hábito para mí, después de décadas de vivir en Estados Unidos, incluso mucho después de que el inglés hubiera superado al español como mi lengua dominante. Cuando oigo hablar español en la calle, a menudo intento detectar su carácter regional o nacional, localizar sus ritmos en un atlas mental. Imagino los sinuosos caminos que los hablantes, o sus antepasados, pueden haber recorrido para traer su lengua hasta aquí, o para aprenderla aquí.

Mi propia versión del español tuvo su propio camino sinuoso. Incluye los juguetones tonos cantarines de Arequipa, la ciudad de la familia de mi padre; los Andes centrales y el sur de España de mis antepasados maternos; y sobre todo las voces, ruidos y jerga de Lima, la capital donde nací. Algunos hispanohablantes nativos de Estados Unidos me han dicho que vivir aquí tanto tiempo ha modulado mi español, que lo ha hecho sonar menos específicamente peruano, pero de vez en cuando me encuentro con alguien de mi distrito natal, y cuando nos oímos, ambos simplemente lo reconocemos.

Existe, o debería existir, un orgullo especial que todos los estadounidenses pueden sentir por la variedad de lenguas que se hablan aquí. Me encanta oír otras distintas en las grandes ciudades y en los pueblos pequeños, en los aeropuertos y en las tiendas de comestibles, en la televisión y en la radio, en los estadios deportivos y en las salas de conciertos, en las paradas de autobús y en los restaurantes. Esta proliferación de voces no es una dilución de la grandeza estadounidense. Al contrario, cada idioma adicional que oigo es una afirmación del poder y el atractivo de Estados Unidos; significa que una persona más de un lugar más ha querido hacer de este lugar su hogar.

Sin embargo, para este presidente y este gobierno, significa una persona más que no pertenece realmente a este país. “Este es un país donde hablamos inglés, no español”, dijo Trump a Jeb Bush en un debate republicano de 2015, reprendiendo al exgobernador de Florida por atreverse a hablar español en su campaña. Durante la campaña presidencial de 2024, Trump acusó a los demócratas de importar migrantes ilegalmente para que votaran a su favor. “Ni siquiera saben hablar inglés”, se burló. Y en una orden ejecutiva de marzo que declaraba el inglés lengua oficial de Estados Unidos, el presidente afirmó que una nación angloparlante “reforzaría los valores nacionales compartidos”.

En el momento de la orden, cuestioné ingenuamente la premisa de Trump. Después de todo, ¿qué son esos valores estadounidenses compartidos, argumenté, sino las verdades evidentes por sí mismas consagradas en la Declaración de Independencia? “La igualdad política, los derechos naturales y la soberanía popular pueden expresarse, defenderse y vivirse en cualquier lengua”, escribí en respuesta a la orden ejecutiva. “Créeme, el dominio del español no paraliza la búsqueda de la felicidad”.

Excepto que ahora sí lo hace. Perseguir la felicidad es más difícil cuando el ICE te persigue a ti. La Corte Suprema y el gobierno han desmentido las justificaciones unificadoras de la orden ejecutiva de Trump. No se trata de defender el inglés y los valores compartidos, sino de denigrar el español y a quien lo habla. Se trata de convertir el español en un idioma de segunda clase, de hacernos recelar de su uso en público, de mantenernos callados y sumisos.

Al gobierno de Trump no le gusta ver migrantes, ni hispanohablantes, en Estados Unidos. (Tampoco quiere muchos refugiados, a menos que sean blancos y hablen inglés y compartan la aversión del presidente a la migración masiva y su gusto por el populismo). Y no le gusta comunicarse con los hispanohablantes si no es en sus propios términos. El presidente que se sentó para una entrevista amistosa con Fox Noticias —“¿De dónde obtiene tanta energía?”, fue una de las duras preguntas que recibió— es el mismo que cerró el sitio web y las cuentas de redes sociales en español de la Casa Blanca a las pocas horas de tomar posesión.

El rechazo oficial del español se extiende incluso a aquellos hablantes que intentan activamente mejorar sus conocimientos de inglés. La Casa Blanca ha propuesto recortar la Oficina de Adquisición del Idioma Inglés del Departamento de Educación, que, según el sitio web del departamento, existe para “ayudar a garantizar que los estudiantes de inglés y los estudiantes migrantes alcancen la competencia en inglés”, al tiempo que “preservan la lengua y las culturas patrimoniales”.

Esta misión es demasiado para la Casa Blanca. En una carta enviada en mayo al Comité de Asignaciones del Senado, Russell Vought, director de la Oficina de Gestión y Presupuesto y pieza clave en el desarrollo de la agenda interna del gobierno, explicó los motivos para eliminar la oficina: “Para acabar con las extralimitaciones de Washington y restablecer el legítimo papel de supervisión estatal en la educación, el presupuesto propone eliminar el mal llamado programa de Adquisición del Idioma Inglés, que en realidad resta importancia a la primacía del inglés financiando a ONG y estados para fomentar el bilingüismo”.

¿Fomentar el bilingüismo? Oh my God! Alrededor del 22 por ciento de las personas de 5 años o más en Estados Unidos hablan una lengua distinta del inglés en casa, y entre ellas, el español es la más común, según la más reciente Encuesta sobre la Comunidad Estadounidense de la Oficina del Censo. Sin embargo, entre quienes hablan una lengua distinta del inglés en casa, según la encuesta, más del 60 por ciento habla también inglés “muy bien”.

La capacidad de entender más de una lengua no es una carga; es un don. Pero el mensaje de la Casa Blanca es tan claro como perverso: tu capacidad para hablar otra lengua no es una ventaja para la nación, sino un lastre, y tu esfuerzo por asimilarte es una prueba de que realmente no perteneces a ella.

Aunque el gobierno deja bien claro su desprecio por los hispanohablantes, este idioma sigue siendo la segunda lengua más enseñada en las escuelas públicas de Estados Unidos. Miles de escuelas públicas y privadas ofrecen enseñanza de español. Millones de estadounidenses han tomado clases de español.

Así que quizá las escuelas deberían dejar de enseñar español por completo. ¿Para qué difundir la lengua, si va a identificarte como un potencial infractor de la ley? Como mínimo, las escuelas no deberían enseñarlo bien porque, cuanto mejor sea tu español, más sospechoso parecerás. Esta es la lógica absurda que se desprende de las acciones del gobierno de Trump.

Por supuesto, es más fácil deportar a una persona que desprenderse de un idioma. Nos guste o no, el español cruzó hace tiempo la frontera del inglés. En su reciente estudio The Dynamic Lexicon of English, la lingüista Julia Landmann clasifica las palabras que el inglés ha tomado prestadas de otras lenguas desde el siglo XIX. Resulta que hay una bonanza de palabras de origen español que ahora se encuentran en el Oxford English Dictionary. Una lengua no está incomunicada con el resto del mundo. Piensa en las lenguas como en una cafetería en la que puedes combinar tus platos; no hace falta ser un aficionado a la lingüística para entenderlo.

No hace falta pulsar el “número dos” ni debatir sobre el espectáculo del medio tiempo del Super Bowl. El español ya está aquí.

Los obsesivos esfuerzos estatales de proteccionismo cultural delatan una especie de inseguridad nacional; si sientes que debes construir un muro en torno a tu lengua o tu identidad, probablemente no las consideras particularmente sólidas.

Y tales esfuerzos pueden ser contraproducentes. Después de la Primera Guerra Mundial, algunos estados norteamericanos prohibieron la enseñanza del alemán en sus escuelas. Pero en lugar de acelerar la asimilación de los migrantes alemanes, la política tuvo el efecto contrario. Los afectados eran menos propensos a ofrecerse como voluntarios para Estados Unidos en la Segunda Guerra Mundial, más propensos a casarse dentro de su propio grupo étnico e incluso más propensos a elegir nombres abiertamente alemanes para sus hijos. “En lugar de facilitar la asimilación de los hijos de migrantes”, descubrió Vasiliki Fouka, politóloga de Stanford, “la política instigó una reacción negativa, aumentando el sentimiento de identidad cultural entre la minoría”.

El estruendo de culturas y lenguas dentro de sus fronteras no amenaza la identidad estadounidense; la define. Es cuando utilizamos esa multiplicidad para clasificar y marginar que nos debilitamos. Un gobierno empeñado en erradicar la política de identidad está haciendo mucho por reforzarla.

Cuando mi padre tenía poco de haber migrado a Estados Unidos, hablaba inglés de manera entrecortada pero enérgica; era casi un acto de desafío hacia quien pudiera cuestionar su derecho a estar aquí. Décadas después, hablar español en Estados Unidos me produce la misma sensación.

Durante el último cuarto de siglo, he trabajado como editor y escritor en Estados Unidos. La lengua inglesa, tanto hablada como escrita, se ha convertido en mi medio de vida, y me enorgullezco de mis esfuerzos por dominarla, como hacen tantos migrantes. Y, sin embargo, cuando el español —una lengua en la que aún leo, hablo, sueño y amo— se convierte en un objetivo de ataque, presentado como un “factor” que puede hacer que los migrantes se sientan sospechosos e indignos, solo quiero hablarlo más alto y con más orgullo y más a menudo. Quiero que forme parte de mi vida y también de la vida de la nación.

El español sigue siendo mi idioma de alarma y de tensión, y este es un momento para ambas.

 

Carlos Lozada es columnista de opinión radicado en Washington. Es autor, más recientemente, de The Washington Book: How to Read Politics and Politicians. @CarlosNYT

 

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