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¿Deberían los terapeutas analizar a los candidatos presidenciales?

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Barry Goldwater, saludando a la gente, durante su campaña presidencial en 1964.

¿Deberían los terapeutas analizar a los candidatos presidenciales?

Robert Klitzman – New York Times

No hace mucho tiempo, un periodista me preguntó lo que pensaba, como psiquiatra, de Donald J. Trump.

Muchos psicólogos se han apresurado a ofrecer diagnósticos, afirmando que Trump y otros candidatos presidenciales son «narcisistas», e incluso proporcionando ideas sobre posibles tratamientos.

Me pregunté lo que, en todo caso, yo podría decir. He observado al Sr. Trump en la televisión como todo el mundo, pero nunca lo he conocido en persona. Así, dudé responder – por razones éticas-. La Asociación Americana de Psiquiatría (APA) prohíbe a sus miembros dar opiniones profesionales sobre figuras públicas que no hayamos entrevistado.

Esta prohibición se debe a un mal incidente en mi campo. En 1964, la revista “Fact” publicó un artículo en el que anunciaba en su portada que “1.189 psiquiatras afirman que Barry Goldwater no es psicológicamente apto para ser presidente”. La revista entrevistó a estos profesionales, y el 49 por ciento de los encuestados dijo que Barry Goldwater no era apto para el cargo, describiéndolo como «desequilibrado», «inmaduro», «paranoico«, «psicótico» y «esquizofrénico», y cuestionando su «hombría«. Entre los entrevistados estaban psiquiatras muy reconocidos. Un famoso profesor de la Universidad Johns Hopkins, dijo que las afirmaciones del señor Goldwater «lo inhabilitaban para la presidencia.»

Goldwater “se molestó mucho«, diciendo que no sabía si la gente que lo viera en la calle podría pensar «ahí va ese raro, ese homosexual.» De seguidas introdujo una demanda por difamación. Una Corte Federal le otorgó $ 1 en daños compensatorios y $ 75.000 en daños y perjuicios. Un tribunal de apelaciones confirmó la decisión, y el Tribunal Supremo rechazó la petición de los acusados ​​de revisar el caso.

En consecuencia, la APA creó «La Regla de Goldwater»:

En ocasiones, a los psiquiatras se les pide una opinión sobre una persona que está bajo los focos de la atención pública o que ha revelado información acerca de sí misma a través de medios de comunicación públicos. En tales circunstancias, un psiquiatra puede compartir con el público su experiencia acerca de los problemas psiquiátricos en general. Sin embargo, no es ético que un psiquiatra ofrezca una opinión profesional a menos que él o ella haya llevado a cabo un examen de dicha persona y se le haya concedido la autorización adecuada para tal declaración.

Diagnosticar condiciones en alguien que nunca hemos conocido –mucho menos recomendar un tratamiento- es inaceptable tanto ética como científicamente. Es esencial la evaluación de los pacientes cara a cara y conocer sus experiencias y su historia, mucha de la cual es privada y que nunca ha sido tal vez revelada. De lo contrario, corremos el riesgo de cometer grandes errores y de fomentar equívocos.

Los diagnósticos psiquiátricos son, después de todo estigmatizados (llamar a alguien «narcisista», «psicótico» o «en negación» es comúnmente una denigración), y con frecuencia son mal interpretados. Las compañías de seguros todavía manifiestamente asignan pocos recursos a los tratamientos de salud mental, dejando a millones de estadounidenses gravemente enfermos sin atención. Estas restricciones reflejan, en parte, prejuicios generalizados de que los diagnósticos psiquiátricos (por ejemplo, la depresión) no son «problemas reales» que justifiquen la cobertura del seguro. Por lo tanto, es importante legitimar los trastornos psiquiátricos y sus tratamientos. Los médicos que liberalmente ofrecen diagnósticos a personas que nunca han entrevistado amenazan con hacer estos términos asequibles y omnipresentes, alimentando percepciones erróneas.

Durante los 50 años transcurridos desde el incidente Goldwater, algunos investigadores han realizado estudios cuidadosos para lograr que los diagnósticos psiquiátricos sean más claros y precisos, impulsando la comprensión y el tratamiento científicos. Desde el juramento hipocrático, los médicos también han intentado actuar de manera profesional, siguiendo muy altos estándares morales y el respeto a la privacidad y confidencialidad, en parte para ganar y conservar la confianza de los pacientes.

Sin embargo, muchos proveedores de salud mental han cuestionado la Regla Goldwater. Algunos psicólogos (con doctorados, a diferencia de los psiquiatras, con títulos médicos) sostienen que este principio no se aplica plenamente a ellos, y que ofrecer diagnósticos de los personajes públicos puede ser de interés nacional. Recientemente, varios psicólogos han clasificado a todos los presidentes con base en su narcisismo (Lyndon Johnson, Richard Nixon y Teddy Roosevelt quedaron en los primeros lugares), argumentando que este rasgo ayudó a persuadir a la ciudadanía y a impulsar la aprobación de leyes, pero también podría haber conducido a la rigidez y al enjuiciamiento político (impeachment).

Los diagnósticos pueden a veces tal vez ser de interés nacional, pero se ha debatido cuándo -y para cuáles figuras públicas-. En 1990, el psiquiatra Jerrold Post presentó al Congreso un perfil psicológico de Saddam Hussein. El Dr. Post entrevistó a varias personas que conocían a Hussein, pero no al líder mismo. Sin embargo, en un artículo del New York Times , que evaluaba el informe, algunos expertos cuestionaron la exactitud del perfil. La APA recibió quejas de que el Dr. Post había violado la regla. Post respondió que no había proporcionado «un dictamen psiquiátrico», sino «un perfil político-psicológico«, y que el peligro nacional planteado por el Sr. Hussein estaba por encima de otras consideraciones.

La APA aclaró entonces la regla. Preguntada si el principio se aplicaba a una investigación académica de las figuras públicas que no implicaba ofrecer diagnósticos, y cuyo objetivo era mejorar la comprensión pública y gubernamental, la APA contestó que la norma no cubre este tipo de estudios de figuras «históricas». Sin embargo, la organización no indicó si el principio podía extenderse a personas vivas. Aún así, su objetivo es claramente evitar afirmaciones hechas sobre la marcha, improvisadas, a los medios de comunicación.

Los biógrafos también han enfrentado controversias en relación con el diagnóstico de las condiciones de los difuntos – específicamente cuán precisas y significativas pueden ser estas etiquetas. Por ejemplo, desde su suicidio, Van Gogh ha sido diagnosticado con más de 30 diferentes condiciones, desde el envenenamiento por plomo hasta sufrir de epilepsia del lóbulo temporal; que él era un maníaco-depresivo, o que sufría de la enfermedad de Ménière. La escritora Joyce Carol Oates ha denunciado las «patografías» -biógrafos diagnosticando enfermedades en escritores famosos, artistas u otros, viendo el trabajo de estos individuos notables como resultado, a menudo sencillamente, de su «locura»-.

En ocasiones, los estudios académicos rigurosos sobre enemigos como Hussein pueden servir a los intereses de la nación en su conjunto. Pero ¿lo hacen los comentarios sobre el señor Trump?

Al periodista que se puso en contacto conmigo, le expliqué la Regla Goldwater, y le informé que yo no había examinado al Sr. Trump, por lo que no podía decir nada específico acerca de él, pero que, en general, el egoísmo, por desgracia, motiva a muchos candidatos presidenciales. Señalé que esperaba que ello no les impediría actuar a favor del mejor interés público -, pero que era un peligro.

El periodista publicó mis comentarios. Glenn Beck, el comentarista conservador, me pidió entonces que hablara en su programa de radio sobre el Sr. Trump. Rechacé la propuesta.

Nuestros actuales candidatos presidenciales presentan varios problemas psicológicos que, en última instancia, todos debemos apreciar y ponderar, por nuestra cuenta.

Robert Klitzman es profesor de psiquiatría y director del programa de maestría en bioética de la Universidad de Columbia, y autor de «La Policía Ética? La lucha para hacer una más segura investigación humana».

Traducción: Marcos Villasmil

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ORIGINAL EN INGLÉS:

Should Therapists Analyze Presidential Candidates?

NOT long ago, a journalist asked me what I thought, as a psychiatrist, of Donald J. Trump.

Many psychologists have been quick to offer diagnoses, calling him and other presidential candidates “narcissists,” and even providing thoughts about possible treatments.

I wondered what, if anything, to say. I’ve watched Mr. Trump on TV like everyone else, but never met him. So, I hesitated — for ethical reasons. The American Psychiatric Association (A.P.A.) prohibits its members from giving professional opinions about public figures we have not interviewed.

This ban stems from a bad incident in my field. In 1964, Fact magazine published an article, announced on its cover as “1,189 Psychiatrists say Goldwater is Psychologically Unfit to be President”. The magazine surveyed these professionals, and 49 percent of respondents said Barry M. Goldwater was unfit for the job, describing him as “unbalanced,” “immature,” “paranoid,” “psychotic” and “schizophrenic,” and questioning his “manliness.” Leading psychiatrists were among those quoted. A famous Johns Hopkins professor said Mr. Goldwater’s utterances should “disqualify him from the presidency.”

Mr. Goldwater was “extremely upset,” saying he did not know if people seeing him on the street now thought, “There goes that queer, that homosexual.” He sued for libel. A Federal District Court awarded him $1 in compensatory damages, and $75,000 in punitive damages. An appeals court upheld the decision, and the Supreme Court denied the defendants’ request to review the case.

In response, the A.P.A. issued “The Goldwater Rule”:

On occasion psychiatrists are asked for an opinion about an individual who is in the light of public attention or who has disclosed information about himself/herself through public media. In such circumstances, a psychiatrist may share with the public his or her expertise about psychiatric issues in general. However, it is unethical for a psychiatrist to offer a professional opinion unless he or she has conducted an examination and has been granted proper authorization for such a statement.

To diagnose conditions in someone we’ve never met — let alone offer treatment recommendations — is fraught both ethically and scientifically. Assessing patients face to face and finding out their experiences and history, much of which is private, and has perhaps never been disclosed to anyone, is essential. Otherwise, we risk making big errors and fostering confusion.

Psychiatric diagnoses are after all stigmatized (calling someone “narcissistic,” “psychotic” or “in denial” is commonly a denigration), and are frequently misunderstood. Insurance companies still grossly underfund mental health treatment, leaving millions of seriously ill Americans without care. These restrictions reflect, partly, widespread biases that psychiatric diagnoses (e.g., depression) are not “real problems” warranting insurance coverage. Hence, to legitimize psychiatric disorders and treatment is important. Doctors who loosely and freely offer diagnoses for individuals they have never interviewed threaten to make these terms cheap and ubiquitous, fueling misperceptions.

Over the 50 years since the Goldwater incident, researchers have thus conducted careful studies to make psychiatric diagnoses clearer and more precise, advancing scientific understanding and treatment. Since the Hippocratic oath, physicians have also sought to act professionally, to follow very high moral standards and respect privacy and confidentiality, partly to gain and preserve patients’ trust.

Nonetheless, many mental health providers have challenged the Goldwater Rule. Psychologists (with Ph.D.s, as opposed to psychiatrists, with medical degrees) argue that this principle does not fully apply to them, and that offering diagnoses of public figures can be in the national interest. Recently, several psychologists ranked all of the presidents in order of narcissism (L.B.J., Nixon and Teddy Roosevelt scored on top), and argued that this trait helped in persuading the public and advancing legislation, but could also lead to rigidity and impeachment.

Diagnoses may at times perhaps be in the national interest, but when — and for which public figures — has been debated. In 1990, the psychiatrist Jerrold Post presented to Congress a psychological profile of Saddam Hussein. Dr. Post interviewed people who knew Mr. Hussein, but not the leader himself. Yet in a Times article subsequently describing the report, some experts questioned how accurate such a profile could be. The A.P.A. then received complaints that Dr. Post had violated the rule. Dr. Postresponded that he had provided “not a psychiatric expert opinion” but “a political psychology profile,” and that the national danger posed by Mr. Hussein overrode other considerations.

The A.P.A. then clarified the ban slightly. When asked if the principle applied to careful scholarly research on public figures that did not give diagnoses, and aimed to enhance public and governmental understanding, the A.P.A. answered that the rule did not cover such studies of “historical” figures. Yet the organization did not address whether the principle extended to living individuals. Still, it clearly aims to bar flip, off-the-cuff remarks to the media.

Biographers have also faced controversies regarding diagnoses of conditions in the deceased — specifically how accurate and meaningful these labels are. Since his suicide, van Gogh, for instance, has received diagnoses of over 30 different conditions, from lead poisoning to temporal lobe epilepsy, manic-depression and Ménière’s disease. Joyce Carol Oates has decried “pathographies” — biographers diagnosing diseases in famous writers, artists and others, seeing the work of these remarkable individuals as resulting, often simply, from their “madness.”

Rigorous scholarly studies about militant enemies such as Mr. Hussein may occasionally aid the nation’s interests as a whole. But do comments about Mr. Trump?

To the journalist who contacted me, I thus explained the Goldwater Rule, and that I had not examined Mr. Trump, so could not say anything specific about him, but that, in general, egoism unfortunately motivates many presidential candidates. I said I hoped that would not impede them from acting in the public’s best interests — but that it was a danger.

The writer published my comments. Glenn Beck, the conservative commentator, then asked me to speak on his radio show about Mr. Trump. I declined.

Our current presidential candidates present various psychological issues that we ultimately must all assess and weigh on our own.

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