Democracia y Política

1994 fue un año extraordinario

Cuando la diminuta avioneta con destino a Guantánamo despegó en el aeropuerto de Fort Lauderdale, la manilla de la puerta me cayó en las piernas.

Los pocos periodistas a bordo se rieron nerviosamente, viendo la cubierta del techo rajada y los asientos dañados del vuelo de la Aerolínea Fandango, contratada por el gobierno federal para transportar periodistas a la base naval de Estados Unidos en el extremo sureste de Cuba.

“Espero que esto no sea un presagio”, oí decir a alguien.

El inquietante comienzo de nuestro viaje ese brillante día de 1994 fue como un presagio, pero esa era la menor de nuestras preocupaciones. Viajábamos para reportar el prolongado estado de limbo de los balseros cubanos apátridas que se encontraban detenidos en una carpa-metrópolis que el gobierno de Clinton había instalado en una remota tierra de nadie.

Ya el año había sido extraordinario.

Ese verano, furioso ante las protestas sin precedentes y coros de “¡Libertad!” que surgían de una multitud reunida a lo largo del malecón de La Habana, el líder cubano Fidel Castro había amenazado con desatar otro éxodo, y lo cumplió, permitiéndole a la gente abandonar la isla por cualquier medio.

En un desesperado esfuerzo por escapar, unos 35,000 hombres, mujeres y niños se lanzaron al mar montados en balsas endebles y botes improvisados. Algunos llegaron al sur de la Florida. Algunos murieron en el intento. Pero la mayoría fue interceptada en alta mar en lo que se convirtió en la mayor y más costosa operación de búsqueda y rescate llevada a cabo por el Servicio de Guardacostas de Estados Unidos.

Los balseros, como se les llamó por la ingeniosa construcción de sus embarcaciones, fueron transportados masivamente a Guantánamo y albergados en polvorientos campamentos bajo tiendas de campaña con nombres como Campamento Kilo, Campamento Oscar y Campamento Mike, que luego se multiplicaron en Kilo Dos, Oscar Tres, etc., según aumentaba el número de personas que había que albergar día tras día.

Los refugiados vivían en tiendas de campaña de color verde olivo y amarillo en el marco de un paisaje árido bajo el más estricto reglamento militar, y la primera vez que los visité no habían tenido comunicación alguna con sus familiares, que no sabían si sus seres queridos habían muerto en la travesía o habían llegado a Guantánamo.

La “crisis de los balseros” se desarrollaría en el mayor aislamiento, excepto por las infrecuentes visitas de los medios de prensa y de los políticos, hasta que el último cubano fue transferido a Miami por avión en 1996.

Los balseros llegarían finalmente a Estados Unidos después de que el gobierno de Clinton anunció el 2 de mayo de 1995 que la mayoría de los detenidos en Guantánamo serían procesados y se les permitiría entrar al país. Como parte del acuerdo con el gobierno cubano de restringir las salidas por alta mar, Washington se comprometió a emitir 20,000 visas a cubanos cada año.

El histórico éxodo también cambió la política migratoria de Estados Unidos hacia los cubanos en lo que llegó a conocerse como“pies mojados/pies secos”, lo cual perdura hasta el día de hoy: los que sean interceptados en alta mar que no tengan derecho a asilo serían devueltos a Cuba; los que llegaran a tierra firme de Estados Unidos generalmente podrían quedarse.

Pero esa política fue sólo la consecuencia. Para mí, lo que ha quedado es la historia humana, y nada podría haberme preparado para lo que viví durante dos viajes como reportera a los campamentos de Guantánamo.

Me perdía sin saberlo en un mar de refugiados escuchando relatos y ruegos de ayuda, por lo que un comandante militar, cuando me encontró, estuvo a punto de expulsarme, gritándome que yo me había separado de mi escolta y había violado una regla importante. Sólo el temblor de mi barbilla y mi voz llorosa, y la ayuda de un amistoso portavoz que se había graduado de la Universidad de la Florida como yo, me salvaron de haber sido puesta de vuelta en ese avión y haber perdido una de las más dramáticas historias de mi carrera.

Muchas veces contuve las lágrimas durante emotivas entrevistas con personas desesperadas, y también en mi escritorio en Miami cuando escribía sobre sus experiencias.

En este 20mo. aniversario, cuando se planean celebraciones y se emiten proclamas, lo que se destaca es la perseverancia de las personas que conocí allí y cuyas vidas en Estados Unidos he seguido durante muchos años.

Está la emprendedora esteticista de La Habana, Dunys Torres, a quien encontré haciendo cortes de pelo con mucho humor en medio de una epidemia de piojos en el Campamento Oscar, y que ahora es la dueña de un elegante y distinguido salón de belleza en Homestead.

“Todavía pienso que [haber salido] fue la mejor decisión de mi vida”, me dice. “Ahora soy aún más feliz porque soy ciudadana de este gran país. Soy 100 por ciento cubana, pero adoro a este país”.

Está el ingeniero, Martín Barquín, que inventó un juego de tablero como pasatiempo, sólo que en su juego llamado “Balseros ’94”, cuando caes en un espacio, un tiburón te come o las olas te vuelcan la balsa en una noche de tormenta, y a lo mejor que puedes aspirar es pasar la señal de seguir (“Go”) y llegar a Guantánamo.

“Era una manera de burlarnos de nuestra tragedia en un momento en que habíamos perdido la esperanza”, recuerda Barquín, rodeado de su familia en su hogar del sur de Dade. Ha estado en una silla de ruedas desde que sufrió un accidente en 1997, “pero no me puedo quejar. Soy un hombre bendecido. Añoro mi libertad física, pero mi mente y mi espíritu son libres”.

Y están los afligidos sobrevivientes del remolcador 13 de marzo, hundido por botes patrulleros cubanos el 13 de julio de 1994, en el que murieron 41 personas. Uno de ellos tenía entonces 7 años y había perdido a su madre y a su hermano cuando lo conocí en el Campamento Mike junto a su padre, que tenía los ojos más tristes que he visto. Es alentador ver en los medios sociales que está estudiando arquitectura.

Los niños de este éxodo — entre ellos los 78 menores que vinieron solos y que pude visitar brevemente en un campamento especial — son inolvidables. La más famosa de los niños, la violinista de 12 años Lizbet Martínez, es ahora una maestra de música en Miami-Dade. Ella se convirtió en el símbolo del éxodo cuando se colocó el violín en el hombro y tocó el himno nacional de Estados Unidos cuando los guardacostas rescataron a su familia.

Y la niña que me robó el corazón fue Yudelka César, que tenía 10 años.

Vivía bajo una carpa amarilla en el Oscar Tres con su familia y sus amigos del barrio, quienes habían hecho una colecta para comprar un bote.

Yudelka me vio entrevistando a la gente y me trajo su diario. Había escrito al dorso de pequeñas tarjetas blancas que venían con las cajas de las comidas militares todo lo que habían pasado desde el momento en que su madre la despertó y le dijo que se iban de Cuba.

Había juntado todas las tarjetas con dos pinzas de bolsas plásticas.

“Es nuestra historia”, me dijo Yudelka. “Llévatela a Estados Unidos y publícala.”

En cada campamento que visité, los refugiados me llenaban los bolsillos de notas de SOS dirigidas a sus familiares en Miami. Me pasé un fin de semana llamando a personas para darles la noticia de que sus seres queridos estaban bien y a salvo. A una mujer en Hialeah le leí una carta de amor de su esposo que le aseguraba que estaba cumpliendo su promesa de reunificarse.

Traje conmigo a Miami el diario de Yudelka y lo traduje al inglés. El Herald lo publicó con la foto que le tomé a ella.

Yo me veía en los ojos de Yudelka y en su historia. Igual que hice yo a su edad, Yudelka había dejado atrás a su querida abuela, su perro, sus primos y sus amigos.

El hecho de que ella estuviera dispuesta a separarse de ese tesoro era algo extraordinario. Muchos años después, logré volver a ver a Yudelka en la casa de su familia en Arizona y tuvimos un reencuentro muy emotivo.

Le devolví el diario, aunque me dolió deshacerme de él. Su diario se había convertido en una especie de talismán, una fuente de inspiración para muchos de mis artículos, además de la razón de volver a montarme por segunda vez en ese horripilante y desastrado avioncito y regresar a Guantánamo para cubrir el primer viaje de los refugiados hacia la libertad.

Vi a mi regreso cómo los ingeniosos cubanos habían convertido sus campamentos en ciudades improvisadas, sus tiendas de campaña estaban llenas de muebles de cartón, con gavetas y decorativos tiradores. Habían dividido con sábanas blancas sus tiendas de campaña en “apartamentos” y ayudado a los militares a darles forma de pueblos a los campamentos con escuelas, parques infantiles y hasta líderes electos.

Crearon arte e hicieron el amor, trayendo al mundo bebés que nacieron allí.

La historia de los balseros me ha acompañado durante dos décadas, en las que he marcado sus destinos y recordado el ardiente sol de Guantánamo quemándome la piel y el trinar de colibríes que me despertaban al amanecer en una barraca militar.

Veinte años después, Yudelka está casada y es la amorosa madre de una niña que comienza el kindergarten. Todavía nos mantenemos en contacto.

Cuando la veo bailar salsa con su padre y celebrar la ciudadanía de su madre con banderitas americanas, y cuando me envía un poema que escribió sobre sus sentimientos por Cuba, puedo ver por qué sienten que el audaz riesgo que tomaron en 1994 valió la pena.

Pero me pregunto que habrá sido de un joven, Jorge Santos, que me llamó cuando salía yo del campamento en aquel primer viaje.

“Señora”, me dijo, “si usted se encuentra con la libertad en algún sitio, por favor mándela para acá. Dígale que hace tiempo que la estoy buscando”.

Nunca he podido saber si Jorge por fin la encontró.

Pero abrigo la esperanza de que haya logrado forjarse una buena vida al igual que Dunys, Martín y aquella pequeña niña que escribía en el dorso de las tarjetas de comida.

Hubo una vez una cansada balserita acurrucada en la oscuridad de un bote a la deriva, su destino en el limbo bajo una polvorienta carpa amarilla. Hoy ella es parte de un mosaico de cubano-americanos que consideran que Estados Unidos es su hogar.

“Gente sin país”, les llamaba a los balseros un titular del Herald entonces. Pero ya, al fin, dejaron de serlo.

 

[Imagen: Cubanos construyen una balsa en Cojímar durante el éxodo de 1994. JOSE GOITIA / AP]

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