En la recta final
En la recta final, el país no necesita iluminados ni salvadores, sino liderazgo con experiencia, humildad, sentido social y sentido de realidad. Gobernar no es predicar, es hacer.

MARCELO MARTIN/CHILEVISION/AGENCIAUNO
El país vive una época en la que los ciudadanos buscan certezas. Algunas, todas no es posible. La vida cotidiana se ha transformado en una cuerda tensa: a muchos no les alcanza para llegar a fin de mes; la inseguridad, la violencia y el crimen organizado dominan la conversación pública; la justicia pierde credibilidad y el Congreso parece una casa sin puertas, donde los diputados brillan por su ausencia, a tal punto que se han tenido que suspender sesiones por falta de quórum.
La inseguridad, que en los últimos días cobra la vida de un niño, deja de ser tema de debate y se transforma en una tragedia diaria. En medio de tanta fragilidad, es comprensible que la gente anhele a alguien que parezca saber qué hacer para afrontar esta situación.
El gobierno saliente carece de autocrítica y es el mejor ejemplo de superioridad moral. No solo no deja legados importantes sino que deja deudas, y el concepto es, “que quede para el próximo gobierno”. El Presidente de la República hoy es opinólogo, particularmente del programa de José Antonio Kast. Por otra parte, la presidenta acusa al Partido Republicano de no haber dialogado. Pregone con el ejemplo, porque tampoco fueron capaces de ejercer el diálogo constructivo para Chile.
En la recta final, es importante considerar que el gran adversario está en el oficialismo, en la candidata Jeannette Jara. Se aleja de Boric y Boric la aleja de él. ¿Estrategia compartida? Por esta razón, no parece adecuado minimizar sus capacidades empáticas y de cercanía con la gente, a la hora de una segunda vuelta. Muchos dicen: no tiene posibilidad alguna. Ojalá. Sin embargo será mas de centro que nadie en la campaña que viene, mas empática que nunca para conquistar al votante y las ofertas aumentaran en forma proporcional al voto que le falta. Al frente de ella hará falta mucha empatía, mucha cintura y mucha experiencia.
Entonces, a cuatro semanas de la gran elección -la primera vuelta electoral del 16 de noviembre- hay claridad absoluta y bastante coincidencia en el diagnóstico de los cuatro candidatos que lideran las encuestas acerca de los principales problemas de los ciudadanos. Inseguridad, economía estancada, aumento del desempleo, graves problemas en las listas de espera en salud, deterioro en la educación, situaciones imperdonables respecto a las pruebas Simce, overoles blancos dueños ya hace demasiado tiempo de una impunidad absoluta para ejercer la violencia. Corrupción, tráfico de influencias, desconfianza en la Justicia, mal desempeño del Estado, baja aprobación del Parlamento y de los partidos políticos muestran una mediocridad institucional preocupante. Desde ya, Jeannette, habla de esto como si no hubiera estado allí. Las curiosidades de la política.
Grandes frases como “Chile se cae a pedazos” generan reflexiones y columnas periodísticas. Preocupación también.
La gente no quiere promesas que se las lleve el viento. Quiere mejorar. Debe mejorar. Se juega la dignidad de las personas en esto, lo que conlleva a una responsabilidad ética para cualquier candidato que pretende ser presidente.
Lo antedicho lleva a señalar que no ha sido buena la campaña electoral. Las campañas son más propaganda que explicación al ciudadano. El arte de persuadir ha sido sustituido por el disuadir; el de atraer a votantes de tu bando por el de repeler a los del bando opuesto. Ha predominado el ataque por sobre las propuestas. En una democracia, la verdadera competencia consiste en confrontar ideas y proyectos que apunten a resolver las necesidades del país: decir con precisión qué se propone y demostrar que se puede cumplir.
Si se suma la novedad de la IA en la campaña: la aparición de trolls -personas reales (aunque a veces actúan bajo seudónimo) que intervienen en redes para provocar, agredir o distorsionar una conversación-. Su fuerza no está en la cantidad, sino en la toxicidad: buscan molestar, ridiculizar o generar pelea. Se suman los ejércitos de bots, cuentas automatizadas que publican, responden o amplifican mensajes en redes sociales sin intervención humana directa o con mínima supervisión. Funcionan mediante algoritmos o programas diseñados para repetir consignas, retuitear, dar “me gusta” o inundar un tema con determinados hashtags. Su objetivo es claro: inflar artificialmente la popularidad de una causa o persona, crear la sensación de apoyo o rechazo masivo y manipular las tendencias para alterar la percepción pública.
Candidatos que eligen no participar en programas políticos, ni en programas especiales cuyo formato busca que la gente pueda entender no solo qué va a hacer el candidato, sino cómo y con qué fondos financiará su programa. No se exponen, no dialogan, no se dejan interpelar, y se comportan en forma arrogante so pretexto de no querer “entrar en polémicas”. En realidad se sabe que es una forma de cobardía política: el temor a mostrarse tal cual son y desvelar sus carencias.
Los debates -los de verdad, no aquellos de formato cómodo o pautas controladas- son esenciales para la democracia, son el único momento en que los ciudadanos pueden ver cómo un candidato piensa, argumenta, se contradice o corrige. Un debate bien hecho le obliga a explicar qué va a hacer, cómo lo va a hacer y con qué recursos. Es más, deberían pasarse por cadena nacional. Todo ciudadano requiere saber. El político que rehúye esa instancia no solo teme al error, sino que le niega al votante su derecho a conocer o recordar lo que piensa.
En tiempos de polarización y desconfianza, la buena comunicación política no se mide por la cantidad de frases efectistas, sino por la capacidad de escuchar, deliberar y construir acuerdos reales. Según el estudio “Is Experience or Ideology More Important to Voters?”del Monmouth University Polling Institute, la mayoría de los ciudadanos sigue valorando la experiencia política por sobre la improvisación o el discurso vacío. Pero la experiencia, por sí sola, no basta. Como advierte William N. Isaacs en “Dialogic Leadership”, el liderazgo auténtico se sustenta en cuatro virtudes inseparables: escuchar, respetar, suspender juicios y expresarse con autenticidad.
La investigadora Keiva Hummel, en “Strengthening Democracy through Dialogue and Deliberation” (The Fulcrum), recuerda que el diálogo no es un gesto de amabilidad, sino un pilar estructural de la democracia. Y Elaine Maimon, en “Public Speaking Can Win (or Lose) the Presidency”, advierte que comunicar no es solo hablar: es transmitir credibilidad, coherencia y propósito.
A ello se suma una verdad más profunda: no hay empatía sin experiencia vivida. Quien nunca enfrentó dificultades, quien jamás debió decidir bajo presión o asumir costos, corre el riesgo de convertirse en un teórico de la vida, incapaz de comprender los matices humanos del poder. Gobernar exige haber atravesado alguna forma de realidad: el error, la pérdida, el conflicto, la duda, la dificultad. Solo desde esa experiencia surge la empatía genuina, esa que permite mirar a los ciudadanos no como cifras ni audiencias, sino como personas.
La superioridad moral no es una ideología, sino un mal hábito que mezcla vanidad e ignorancia. Vanidad, porque quien la padece se siente por encima del resto; ignorancia, porque confunde sus certezas con la verdad. El “superior moral” vive en su propio cielo, creyendo que no necesita demostrar nada -ni experiencia, ni equipo, ni capacidad de diálogo-, porque con su convicción basta. No escucha, no duda.
Durante el primer proceso constitucional, esa actitud se hizo carne en el Frente Amplio y sus aliados. Se mezcló una superioridad ideológica con una superioridad identitaria: la idea de que representar ciertas causas -feministas, ambientales, indígenas o de diversidad sexual- equivalía automáticamente a representar el bien. El mérito político se midió por el grado de pureza simbólica, no por la capacidad de construir mayorías. Esa moral de identidad reemplazó la deliberación por el activismo moral: quien disintió fue tratado de “facho” y quien matizó, de “cómplice del modelo”. No escucharon. No dudaron. No negociaron. El resultado fue un proyecto fallido: no por falta de ideas, sino por exceso de certeza moral e identitaria.
El segundo proceso constitucional partió con la responsabilidad de no repetir el error. Pero tampoco se logró el acuerdo. Algo de superioridad moral y, sobre todo, de incapacidad política y sectarismo: los ganadores de esta vez no supieron ceder ni dialogar, ni leer correctamente el momento. Chile perdió, otra vez, una gran oportunidad. Dos fracasos distintos con una raíz común: la dificultad de reconocerse en el otro.
El actual Presidente Boric y su equipo acceden al gobierno desde la superioridad moral y la inexperiencia, llevando a cabo un muy mal gobierno cuya base era la Constitución del 2022. Perdieron.
Hoy, esa misma lógica se asoma en la carrera presidencial: un populista como Franco Parisi, que no vive en Chile desde hace años, que perdió a todos sus diputados y se une a Pamela Jiles, una de las impulsoras de los retiros previsionales -una política que tanto daño causó al mercado de capitales y a la inflación-.Se define de centro, solo con un refrán “ni facho ni comunacho” lo que no quiere decir nada. Y menos aún significa que sea de centro.
La camaleónica Jeannette Jara encarna otra versión del mismo síndrome. Cambia de tono y de apariencias para convencer al país de que ella no es lo que todos saben. Se disfraza de moderada, pero sigue atrapada en la fe comunista, con su esencia y pertenencia, con un disfraz opaco que no resulta creíble, siendo la continuidad del actual gobierno.
La oposición suma varios candidatos: el libertario Johannes Kaiser, diputado sin experiencia de gobierno. No se conocen sus equipos y solo se hace campaña con su partido libertario; el republicano José Antonio Kast, abogado, exdiputado y excandidato a la presidencia tres veces, sin experiencia de gobierno que dirige su campaña con su partido y el Movimiento Social Cristiano; la economista Evelyn Matthei, exdiputada, exsenadora, exalcaldesa ocho años, encabeza su campaña con los tres partidos de Chile Vamos, Demócratas y Amarillos, lo que exige y demuestra una amplia capacidad de diálogo y apertura.
Compiten además Harold Mayne-Nicholls una gran persona sin experiencia parlamentaria ninguna; repite por tercera vez su aspiración a la presidencia Marco Enríquez Ominami, que no encuentra su lugar. Ojalá la reforma del sistema político elimine el negocio de ganar dinero a través de votos e impida candidaturas como ésta. Lo mismo vale para el profesor Eduardo Artés.
En definitiva, más allá de los nombres y las etiquetas, lo que está en juego es el tipo de liderazgo que el país necesita. No se trata solo de quién gane, sino de quién sea capaz de gobernar sin dogmas, sin soberbia y con la experiencia necesaria para enfrentar la realidad tal como es.
En la recta final, el país no necesita iluminados ni salvadores, sino liderazgo con experiencia, humildad, sentido social y sentido de realidad. Gobernar no es predicar, es hacer. Y esa diferencia —entre la palabra y el hecho— será, una vez más, la que decida el futuro de Chile.