Muerte por un rayo: política, delirio y olvido
La miniserie “Muerte por un rayo” recupera la historia del vigésimo presidente de EU y de su asesino, ambos olvidados a lo largo del tiempo.

Hacia el final del cuarto y último episodio de Muerte por un rayo (Death by Lightning, EU, 2025), miniserie histórica creada por Mike Makowsky y disponible en Netflix, la primera dama Crete Garfield (dignísima Betty Gilpin), quien acaba de enviudar, se enfrenta a Charles Guiteau (Matthew Macfayden), el asesino del presidente y su marido, James Garfield (Michael Shannon). Guiteau está a punto de ser ejecutado en la horca, pero aún en ese momento sigue sumergido en su propio delirio, pues jura que él será recordado como el salvador de la República, sobre todo cuando se publiquen sus “esperadas” memorias tituladas La verdad. La señora Garfield lo visita en la cárcel para bajarlo de la ilusión: nadie jamás se acordará de él, un tipo insignificante que no ha logrado nada en la vida salvo por haber cegado la de otra persona que, acaso, pudo haber sido un gran presidente. La señora Garfield, entre feroces lágrimas, le dice al magnicida que ni él ni su esposo asesinado serán recordados, sino que “apenas si serán una nota a pie de página en la historia de este país”.
No estoy echando a perder ninguna información clave: lo primero que aparece en pantalla, en el primer episodio de Muerte por un rayo, es una leyenda que, en efecto, nos advierte que lo que veremos a continuación es la extraña historia del vigésimo presidente de los Estados Unidos de América y la del hombre que lo mató, ambos olvidados por la historia. Yo agregaría, además, que por el menos en el caso del académico, abogado y militar James Abram Garfield (1831-1881), se trata de una vida injustamente olvidada, pues su biografía, antes de llegar a la Casa Blanca, es genuinamente fascinante.
Basado en el multipremiado libro de no-ficción Destiny of the Republic: A Tale of Madness, Medicine and the Murder of a President (Doubleday, Estados Unidos, 2011), escrito por la editora y periodista Candice Millard, el guion de Mike Makowsky nos presenta, a través de la funcional dirección del competente artesano Matt Ross (Capitán Fantástico, 2017, miniserie histórica-política sobre Watergate, y Gaslit, 2022), las vidas paralelas del modesto granjero de Ohio que llegaría a ser, sin buscarlo, presidente de Estados Unidos y la del pobre diablo que, en un malhadado día, después de sufrir rechazo tras rechazo de parte del político que, en sus delirios, él había ayudado a que llegara a la Casa Blanca, compró un revólver bulldog de calibre 44 con elegante culata de marfil —pues pensaba que se vería bien en la vitrina de un museo cuando él fuera famoso—, siguió al recién jurado presidente Garfield y le disparó por la espalda en dos ocasiones.
La miniserie histórica atraviesa con soltura en dos líneas narrativas paralelas: por un lado, las trágicas biografías de los dos hombres cuyas vidas quedarían entrelazadas un 2 de julio de 1881 en una estación ferroviaria de Washington; por el otro, una muy divertida crónica de los tejes y manejes políticos en el interior del Partido Republicano, “el partido de Lincoln”, primero en la caótica convención en la que sería electo contra todo pronóstico Garfield —¡después de 36 rondas de votación!— y, luego, en los traicioneros pasillos de la Casa Blanca. Y es que el íntegro presidente Garfield no termina de tomar posesión del cargo cuando se da cuenta que eso de “mover al elefante reumático” de los intereses creados —dijera un clásico nacional reciente— resulta imposible cuando no se tiene de su lado a los jefes políticos del Congreso que, por pura casualidad, también son los más corruptos, como es el caso del senador Roscoe Conkling (Shea Whigham), amo y señor de las ricas aduanas neoyorkinas, y del populachero vicepresidente Chester Arthur (Nick Offerman, robándose impunemente cada escena en la que aparece), quien no desaprovecha la oportunidad para traicionar al primer mandatario cada vez que puede.
Inevitablemente, en Muerte por un rayo se privilegia la historia de los dos protagonistas -el magnicida y su víctima- y los sucios entretelones en los que se movía la corrupta clase política de esos tiempos —y la de cualquier tiempo, diría yo— sobre el otro tema central que se aborda en el libro de Millard, que es el lamentable estado en el que se encontraban las ciencias médicas en los Estados Unidos en ese momento, pues acaso el otro culpable de la muerte de Garfield, además del iluso/desilusionado Guiteau, fue el obtuso médico personal del presidente, quien lo atendió durante meses sin tomar en consideración los avances de la medicina europea (digamos, eso de lavar los utensilios que se iban a usar en la cirugía) porque nadie le iba a enseñar a él, a ese gran doctor estadounidense, cómo se deben de hacer las cosas en su país. El médico, sugiere Millard en su texto y se presenta en la serie en una escena clave, fue el que terminó matando realmente a Garfield, quien falleció de septicemia 80 días después del atentado.
Por supuesto, ese fascinante tema médico-científico no es el ideal para ser dramatizado en una miniserie biográfico/política, por lo que Makoswky, Ross y el extendido reparto se concentran en lo que mejor sabe hacer la televisión estadounidense: contar una historia que, aunque haya pasado más de un siglo, sigue resonando en la política del día de hoy, pues la honestidad (¿o ingenuidad?) del malogrado Garfield se contrasta dolorosamente, en cada uno de los cuatro episodios, con la dura realidad de ese país quebrado que no terminaba de unirse después de la Guerra Civil, con veteranos sufriendo hambre en las calles y, last but no least, con la xenofobia y el racismo rampantes entre una corrupta clase política, más interesada en conservar a toda costa sus privilegios que en servir a sus conciudadanos.
Con todo, fiel al discurso ideológico liberal, Muerte por un rayo no le permite al espectador caer en la desesperanza, pues hay otra historia más, apenas embozada, que sucede poco después del atentado en contra de Garfield y que vemos al final de la miniserie: la inesperada redención política y moral del vicepresidente, Chester Arthur, quien pasó de ser un inescrupuloso y corrupto politicastro a convertirse en una admirado servidor público que, en los cuatro años que estuvo en la Casa Blanca, llevó a cabo alguno de los proyectos más importantes que no pudo aterrizar el presidente asesinado, como crear el servicio civil de carrera —ese que, por cierto, Trump se ha encargado de desmantelar.
El dictum liberal esperanzador es transparente: en el mundo político siempre habrá muchos Roscoe Clonking haciendo de las suyas, pero basta que haya, de vez en cuando, un honesto James Garfield, para que el barco se enderece. O, ya de perdida, un Chester Arthur que vea la luz y se arrepienta. La esperanza política muere al último. ~
