María José Solano: La aventura es la aventura
Aquí están otra vez, desenvainando la espada narrativa
MARÍA JOSÉ SOLANO
En este tiempo cínico, donde la ironía es la última defensa contra el vacío, los libros de aventuras regresan como una herejía luminosa. Durante décadas fueron desterrados del canon, exiliados por la sospecha académica que prefiere el yo roto, el trauma íntimo, el monólogo urbano y su estética del hastío. Y sin embargo, aquí están otra vez, desenvainando la espada narrativa, galopando por las páginas como si el honor, la lealtad o el valor no fueran palabras anacrónicas sino urgencias humanas. ¿Qué tienen en común D’Artagnan y Alatriste: la espada o la ética? Tal vez ambas, porque en sus duelos no se juega solo el filo de una hoja, sino la osadía de tener principios en un mundo donde todos los códigos parecen negociables.
La novela de aventuras no ha muerto; simplemente se disfrazó para sobrevivir. Como los héroes que narra, fingió rendirse para reaparecer en el momento preciso, cuando más falta hacía. En un tiempo donde todo parece relativo, donde la verdad se disuelve en opiniones y el compromiso es apenas una pose en redes, reaparecen estos personajes para recordarnos que hay cosas por las que vale la pena arriesgar el pellejo, aunque sea el de papel.
D’Artagnan, con su impulso de joven gascón que se lanza a París buscando gloria, y Alatriste, con su melancolía de veterano que sabe que la gloria apesta a sangre seca, representan dos extremos de un mismo ideal: el del hombre que no negocia con su conciencia. Uno actúa por ardor, el otro por memoria. Uno por honor, el otro por una amarga lucidez. Pero ambos, al final, eligen el bando menos cómodo. Y en eso está la ética.
Leer ‘Los tres mosqueteros’ o ‘El capitán Alatriste’ no es un viaje escapista, sino una expedición a lo más tangible: el carácter. Esas novelas nos recuerdan que vivir es exponerse, que no hay aventura sin error, ni redención sin caída. En cada estocada y en cada herida, una lección. De todo esto –y de mucho más– se habló hace unos días bajo la sombra del castillo de Peñafiel, al calor de una copa de Protos, el primer Ribera. A Dumas le habría encantado asistir. O quién sabe. Igual andaba por allí. Leer, al fin y al cabo, es una noble manera de convocar a los muertos.

