Soledad Morillo Belloso: ¿Te sirvo una arepita?

(De la serie Cuentos de fogones).
María despertaba antes que el sol, cuando el cielo aún era un cuenco oscuro lleno de promesas por amasar. Se levantaba sin hacer ruido, como quien no quiere interrumpir el sueño de los otros ni el de la tierra misma. Caminaba descalza hasta el patio, y allí, bajo la enramada, encendía el fogón con la solemnidad de quien abre un templo. El carbón chisporroteaba como si celebrara la repetición, como si entendiera que en la rutina también habita el milagro.
Con manos curtidas por los años y la ternura, María vertía el agua en el cuenco de barro, dejaba caer la harina como quien siembra, y comenzaba a amasar. No era sólo masa lo que moldeaba: era memoria, era consuelo, era la historia de su madre y de la madre de su madre, todas reunidas en ese gesto circular que no necesita palabras. El humo se alzaba en espirales lentas, y al mezclarse con el canto de los gallos, parecía que la mañana entera se horneaba en su patio.
Los hijos, aún entre sueños, olían el tostado de la arepa en el budare antes de abrir los ojos. Era ese aroma —tibio, redondo— el que les decía que el día había comenzado y que todo, a pesar de todo, iba a estar bien. “La arepa es abrazo”, repetía María, no como consigna sino como certeza. Porque cada arepa era un escudo contra la intemperie, una caricia que se come con las manos, un “te quiero” sin alarde.
En tiempos de escasez, cuando la nevera parecía un desierto y la despensa un eco, María hacía rendir lo poco con la alquimia del amor. Una pizca de sal, un poco de queso rallado, un resto de caraotas del día anterior… y la arepa se volvía banquete. No por lo que tenía, sino por lo que significaba: un pacto silencioso de cariño, una forma de decir “aquí estamos”, “aquí nos tenemos”.
El fogón era su altar y su refugio. Allí no sólo cocinaba alimento: cocinaba esperanza. Cada chispa de carbón era un verso, cada vuelta de la arepa sobre el budare un compás, cada mesa servida un acto de fe en la vida compartida. Porque en esa casa, comer juntos era más que nutrirse: era reconocerse, era sostenerse, era recordar que el amor también se sirve caliente y se parte en mitades.
Y cuando alguien llegaba de visita, María no preguntaba si tenía hambre. Sólo decía: “¿Te sirvo una arepita?” Y en esa pregunta cabía el mundo entero. Porque la arepa, en sus manos, no era solamente comida: era bienvenida, era consuelo, era abrazo. Un abrazo que no se gasta, que no se niega, que no se olvida.
Soledadmorillobelloso@gmail.com – @solmorillob