Alejandro Dumas: “Las novelas de aventuras no se leen, se cabalgan”

El Procope tiene algo de templo y algo de barco varado en el tiempo. Las lámparas de cristal derraman una luz ámbar sobre las mesas de mármol, y las paredes —tapizadas de siglos— guardan los ecos de Voltaire, Rousseau, Balzac o Victor Hugo. Huele a café tostado, a cuero antiguo y a tinta seca: el aroma exacto de las ideas que cambiaron Europa.
En una esquina —la mejor, la que mira a la puerta, para ver entrar el mundo—, Alexandre Dumas espera.
No es un espectro literario: es él. Macizo, orondo, satisfecho de existir. Su sonrisa ilumina la estancia como un farol marítimo. Viste con elegancia descuidada, como quien sabe que lo importante no es el traje sino la historia que está a punto de contar. Delante, una botella de Bordeaux Saint-Émilion, de un rojo profundo casi teatral. Levanta la copa como si brindara con el tiempo mismo.
—Siempre hay que empezar una conversación importante con un buen vino —dice—. Las batallas, en cambio, pueden comenzar con agua.
Yo asiento. Después de todo, estoy a punto de entrevistar a Dumas. Y no todos los días una cena se convierte en posibilidad de novela.
*****
—Monsieur Dumas, gracias por recibirme. París siempre es París, pero hacerlo aquí, en Le Procope, parece sacado de sus novelas. ¿Por qué los mosqueteros? ¿Por qué Athos, Porthos, Aramis y ese torbellino llamado D’Artagnan?
«Son cuatro hombres y, al mismo tiempo, cuatro posibilidades de ser»
—Porque todos llevamos un mosquetero dentro. Athos es la nobleza caída, Porthos la fuerza sin maldad, Aramis el hombre que duda y D’Artagnan la juventud que arde. Son cuatro hombres y, al mismo tiempo, cuatro posibilidades de ser.
—Muchos lectores dicen que es la amistad perfecta.
—(Dumas riendo) No. Es la amistad posible, que es mucho más interesante. Son leales, sí, pero discuten, se contradicen, se equivocan… Como cualquiera de nosotros.
—Usted vivió muchas vidas en una sola. Escribió más que nadie y viajó sin descanso. Estuvo en España en 1846 y dejó crónicas de ese viaje en De París a Cádiz. ¿Qué le fascinó? ¿Qué le espantó?
«¡Ah, España! Lo que más me gustó: la pasión. En España la vida no se vive… se estrena»
—España… ¡Ah, España! Lo que más me gustó: la pasión. En España la vida no se vive… se estrena. Sobre todo en el sur. Lo que más me irritó: la lentitud. ¡Podía morir de viejo esperando una diligencia, como me ocurrió en Granada! Pero luego aparecía un guitarrista en la venta y el mundo volvía a tener sentido.
—Su vástago, Alexandre Dumas (hijo), también fue escritor. Pero ustedes no se parecían en nada.
—Él escribía para corregir al mundo. Yo escribía para celebrarlo. Aunque discutíamos, me enorgullece. Cada padre debería ser superado por su hijo. Si no es así, ha fracasado.
—Se da un hecho algo curioso: en Francia, al novelista Arturo Pérez-Reverte se le conoce con el sobrenombre de «el hijo de Dumas». ¿Qué opina?
—(Dumas levanta la ceja con satisfacción teatral) Entonces Alatriste es mi nieto literario, lo cual me rejuvenece maravillosamente.
—Precisamente Pérez-Reverte ha hecho que sus mosqueteros crucen caminos con su personaje más emblemático, el capitán Alatriste, en una Misión en París.
«Me parece magnífico que mis mosqueteros anden todavía por ahí, esgrimiendo espadas en novelas ajenas»
—Lo he leído —desde donde estoy uno tiene tiempo para casi todo— y me ha gustado. No hace una imitación: hace un duelo. Sus páginas huelen a pólvora y a acero mojado. Alatriste no es D’Artagnan: es más oscuro, más cansado, más verdadero. Me parece magnífico que mis mosqueteros anden todavía por ahí, esgrimiendo espadas en novelas ajenas. Yo puse el mantel. Pérez-Reverte sirve ahora los platos. Y Ferrer-Dalmau… ¡pinta como si hubiera estado allí!
—¿Qué le diría al lector que va a abrir Los tres mosqueteros por primera vez?
—(Dumas levanta su copa, brindando) Que no lo lea: que lo viva. Las novelas de aventuras no se leen, se cabalgan.


