Medio siglo sin Hannah Arendt: pensar para actuar, actuar para ser libres
En La condición humana, Arendt escribió: “Los hombres son libres mientras actúan; y la libertad no es un estado, sino un comienzo”.
Cuando falleció de un infarto el 4 de diciembre de 1975 en su apartamento de Nueva York, Hannah Arendt era ya una referencia indiscutible del pensamiento político contemporáneo.
No buscó ser un icono. Lo fue porque encarnó, con su vida y su obra, la coherencia entre el pensamiento y la acción. Supo que pensar no bastaba, que comprender el mundo exigía exponerse a él.
Y que la libertad se demostraba actuando.
Tenía 69 años. Pocos días antes había sufrido una caída en la calle, a la que, fiel a su carácter, restó importancia. Aquella noche había cenado con amigos (siempre los amigos, su tesoro, su bien más preciado), y, al regresar a casa, decidió trabajar un rato más.
Sobre la mesa quedó su máquina de escribir, las gafas, una pipa encendida y las notas manuscritas de un ensayo. Hasta el último instante se mantuvo lúcida y alerta, fiel a sí misma: pensamiento en acción.
Mejora esto, guionista de Netflix. Su último gesto (dejar a medio escribir un ensayo titulado El juicio) parece hoy una despedida simbólica: la confirmación de que el pensamiento sólo encuentra sentido en el ejercicio vivo de discernir, de decidir, de actuar.
Se cumplen, pues, cincuenta años de la muerte de una mujer menuda, de voz serena y pensamiento volcánico, que nos advirtió de los peligros de una humanidad que renuncia a pensar, y de una política que confunde la acción con el ruido.
Medio siglo huérfanos de Arendt, una pensadora brillante que no renunció nunca a la amistad, al amor ni a la conversación como espacios políticos en sí mismos.
El mismo medio siglo que ha transcurrido desde la muerte de Franco. Mientras se deshilachan las conmemoraciones del fin del franquismo en un calendario yermo donde la corrupción y la fatiga política copan los titulares, el nombre de Arendt resuena con una claridad incómoda. Ella no habría celebrado la memoria como ritual, sino como acción: recordar para actuar.
Pensar, sí, pero sobre todo actuar para impedir la repetición del mal en cualquiera de sus formas.
Y fíjense qué curioso. En el mismo año en que, de forma tan distinta, recordamos a Arendt y a Franco, hemos premiado con el Princesa de Asturias al filósofo coreano-alemán Byung-Chul Han por proponer justo lo contrario. En su (para mí muy sobrevalorada) La sociedad del cansancio (más notas crípticas que reflexión articulada) sostiene que la salvación del ser humano pasa por el abandono de la acción.
Que la felicidad, a diferencia de lo que defendía Arendt, no pertenece a la vida activa, sino a la contemplativa.
Premiar ese elogio del “no hacer” tal vez sea un síntoma. La extenuación colectiva disfrazada de lucidez. Han ha sido convertido en profeta de nuestro tiempo por diagnosticar el agotamiento de una sociedad que ya no necesita ser explotada, porque se autoexplota.
Tiene razón al señalar la trampa del rendimiento, la violencia de la positividad, el mandato constante del “yo puedo”.
Pero se equivoca (peligrosamente) al sugerir que la salida está en la renuncia, en el retiro, en el silencio del pensamiento que se contempla a sí mismo.
Ya imaginarán que yo estoy con Arendt.
Hannah Arendt conoció mejor que nadie los estragos del totalitarismo, la banalidad del mal y la fragilidad del pensamiento cuando se desconecta del mundo. Para ella, pensar no era lo contrario de actuar, sino su condición previa.
El pensamiento es el lugar donde nos reconciliamos con nosotros mismos, pero la acción es el espacio donde nos reconciliamos con los demás.
En La condición humana, escribió: “Los hombres son libres mientras actúan; y la libertad no es un estado, sino un comienzo”.
Esa frase podría bastar para resumir toda su filosofía política. Actuar, decía, es comenzar algo nuevo, algo imprevisible. Es lo que nos distingue de los dioses y de las máquinas. Por eso, frente al “no hacer” de Han, Arendt nos recuerda que no actuar también puede ser una forma de violencia.
La vida contemplativa tiene su lugar, sin duda, pero no puede convertirse en refugio. Contemplar sin intervenir, observar sin comprometerse, pensar sin asumir consecuencias. Eso es la esencia misma de la indiferencia. Es el terreno fértil del mal banal que Arendt denunció en Eichmann, el burócrata que se limitaba a cumplir órdenes, sin pensar, sin decidir, sin actuar por cuenta propia.
Hoy, medio siglo después, esa pasividad vuelve travestida de sofisticación posmoderna. Se le llama “rendirse al presente”, “aceptar los límites”, “fluir”. Es una pasividad con buena prensa, adornada de espiritualidad y mindfulness.
Pero sigue siendo pasividad. Una retirada de lo común.
Y lo común está herido.
En estos cincuenta años sin Arendt, el mundo ha avanzado en velocidad, pero ha retrocedido en profundidad. Hemos confundido la opinión con el pensamiento, el impacto con la acción, la visibilidad con la existencia.
Han lo señala con un dedo enfurruñado, pero se queda en la distancia del observador que prefiere mirar desde lejos.
Arendt, en cambio, baja a la plaza pública. Piensa, habla y actúa con los otros, no sobre ellos.
Por eso su legado está tan vivo, por eso es tan urgente recordarlo. En una Europa saturada de discursos y falta de decisiones, de activismo que no transforma y de política que se agota en sí misma, Arendt nos recuerda que la libertad no es descanso, sino movimiento.
Y que pensar, sin actuar, acaba siendo una forma de complicidad.
Cincuenta años después, su figura no se reduce a la de una intelectual monumental, sino que sigue funcionando como brújula moral en un tiempo que premia la pasividad disfrazada de profundidad.
Cincuenta años después, lo que ella nos legó no es una doctrina, sino una actitud. La valentía de no retirarse del mundo, incluso cuando el mundo se vuelve insoportable.
Beatriz Becerra Basterrechea (Madrid, 14 de noviembre de 1966) es una escritora y política española. En la legislatura 2014-2019 del Parlamento Europeo fue vicepresidenta de la subcomisión de Derechos Humanos formando parte del Grupo de la Alianza de los Liberales y Demócratas por Europa.

