La verdad que nadie puede disputar: María Corina debe recibir el Nobel en persona
Hay momentos, pocos, irrepetibles, decisivos, en los que la historia deja de ser una abstracción para reclamar la presencia física de quien la sostuvo con sus manos desnudas, aun cuando esas manos avanzaban sobre un país convertido en territorio minado por la persecución y el intento sistemático de borrarla de la esfera pública. Son momentos en los que un nombre no basta escrito en un pergamino: tiene que ocupar un lugar en el mundo, afirmarse frente a quienes intentaron silenciarla.
Para Venezuela, ese instante tiene un rostro y una dirección: María Corina Machado en Oslo, recibiendo el reconocimiento que ella no pidió, pero que inevitablemente la encontró.
Porque este Nobel no nace de un gesto diplomático ni de la aritmética del poder: surge de un camino largo y áspero donde el miedo, ese animal silencioso que acecha incluso a los más valientes, hizo titubear a muchos, como es natural cuando la oscuridad parece no tener orillas. Ella, sin embargo, avanzó por una vereda que nadie podía trazarle: eligió la palabra sin dobleces, la firmeza, la resistencia, la custodia de la libertad incluso cuando la libertad parecía apenas un eco. Esa coherencia profunda no se improvisa; se cultiva, se encarna y se paga con horas de desvelo y una entereza que se vuelve carne.
Y eso, conviene decirlo sin cortesías, tiene un precio que no se mide en cifras ni en discursos: cuesta vida, cuesta familia, cuesta la serenidad de abrir una puerta sin sobresalto.
María Corina asumió ese costo sin caer en el martirio ni en la complicidad; sostuvo una línea que casi nadie logra preservar cuando la presión se vuelve asfixiante. Ese equilibrio, inusual en tiempos desgarrados, es precisamente la razón por la cual este Nobel de la Paz no admite delegados, sustitutos ni presencias prestadas.
La ceremonia necesita a la persona, no a la sombra; necesita a quien encarna la historia: a ella.
Por eso su presencia en Oslo no sería un gesto personal, sino una reparación colectiva: la prueba luminosa de que la dignidad, cuando se ejerce con perseverancia, no puede permanecer confinada dentro de las fronteras que un régimen levanta para ocultar su propio miedo. Que ella cruce ese umbral, no para escapar, sino para representar a millones, enviaría un mensaje que ningún comunicado diplomático puede igualar: Venezuela sigue viva en quienes jamás aprendieron a rendirse.
Y el mundo lo necesita. Lo necesita porque está fatigado de ceremonias vaciadas de significado, de ver cómo las luchas morales se diluyen en tecnicismos, de observar a los opresores escapar mientras las víctimas quedan sin relato. Ver a María Corina caminar hacia ese podio sería recordarle a cada nación que las democracias se reconstruyen con seres humanos que sostienen la verdad incluso cuando la verdad amenaza con quemarles las manos.
Su viaje es una afirmación moral: ninguna dictadura tiene derecho a confinar a una ciudadana para impedir que el planeta la honre. Dejarla ir es un deber. Impedirlo sería una confesión explícita de temor.
Y hay algo más: María Corina no busca este Nobel para ella. Lo busca y lo merece, por quienes murieron esperando justicia, por los presos sin amanecer, por quienes dejaron su casa con la luz encendida, por los niños que solo han conocido la emergencia, por los millones que siguen creyendo, contra toda fatiga, que Venezuela renacerá.
Recibirlo en persona sería el primer acto público de ese renacer. Un ladrillo inaugural. Una señal de que, pese a un cuarto de siglo de devastación, aún existen venezolanos capaces de enfrentar la barbarie sin perder la ternura ni la claridad.
Quien tenga dudas, que la mire. Quien pretenda justificar su ausencia, que intente explicar, sin cinismo, por qué una mujer que ha hecho de la integridad una forma de respiración no debería ocupar el lugar que el mundo entero le reserva. Quien quiera impedir su viaje, que se atreva a escribir su nombre frente a la historia: verá cómo le tiembla el pulso.
María Corina debe recibir el Nobel de la Paz en persona porque el mundo necesita verla, necesita oírla, necesita recordar que aún existen líderes que no se compran ni se quiebran.
Y porque Venezuela, la dispersa, la herida, la que camina con su bandera guardada en el pecho, necesita ese instante de resurrección civil: verla cruzar el salón, pronunciar su discurso, levantar el galardón no como un punto final, sino como el preludio de lo que viene.
El 10 de diciembre, cuando la luz del escenario la rodee y el mundo contenga el aliento, no habrá propaganda capaz de opacarla ni sombra que logre esconderla. Ese día, el planeta entenderá algo que los venezolanos sabemos desde hace años: la paz verdadera tiene rostro de mujer.
Y esa mujer, que irá, sí, pero también regresará para reconstruir junto a su pueblo la tierra que la vio resistir, lleva un nombre que ya pertenece a la historia: 𝐌𝐚𝐫í𝐚 𝐂𝐨𝐫𝐢𝐧𝐚 𝐌𝐚𝐜𝐡𝐚𝐝𝐨.