Fernando Savater: La muerte del tirano

‘La muerte de Stalin’. | Prime Video
Hay algo de irresistiblemente adictivo en los últimos momentos de los grandes tiranos, sobre todo de los que dejan tras de sí mayor reguero de cadáveres. Es el choque frontal de un colosal asesino humano, aunque le llamemos «inhumano» para denigrarlo, con el tirano mayor de todos, del que nadie escapa, sea bueno o malo. Hay agonías rodeadas de sensual desesperación como la de Sardanápalo, con sus concubinas desnudas rodeando el lecho y fuentes de comida que ya no paladeará, según lo pintó Delacroix. O la clásica de Nerón, que no recordamos tanto por Suetonio sino por Peter Ustinov al final de Quo vadis, cuando después de solicitar el puñal definitivo de Epafrodito se permite su último autoelogio: «¡Qué gran artista pierde el mundo!».
El hundimiento apoteósico de Hitler en su búnker que de poco le sirvió, acompañado del inicuo Goebbels, hombre de familia hasta el final, y seguido luego por Goering y otros compañeros de Núremberg, son páginas de un cuento de infamias que aún enciende nuestras pesadillas. ¡Más recientes son los finales televisados de Ceaușescu y señora, precedido de la fabulosa escena de la sorpresa en el balcón de Bucarest, y también el linchamiento de Gadafi por las calles de Libia a manos de quienes pocas horas antes fueron sus abyectos partidarios! Frente a estos óbitos dignos de ser cantados por Shakespeare (recordemos el de Ricardo III o el de Macbeth), otros fallecimientos más burgueses desmerecen mucho, aunque el tirano en cuestión hubiera hecho méritos para algo mejor. El dictador argentino Videla murió sentado en el retrete, en una posición que todos frecuentamos tanto que casi nos lo hace simpático. Y la tan cacareada muerte de Franco fue horrible porque sus acólitos practicaron con él un encarnizamiento terapéutico atroz. Solo para comprobar luego que nada estaba atado ni bien atado…
La primera muerte de tirano de mi vida fue la de Stalin. Sucedió en el año 53 del pasado siglo, de modo que yo tenía seis primaveras (veranos mejor, por lo de la Concha). Me recuerdo muy bien recorriendo el oscuro pasillo de nuestra casa de Garibay y repitiendo a quien quisiera oírme lo que me había contado mi madre sobre el desmayo fatal del georgiano. Me imaginaba a Stalin como un trasunto del pirata Morgan, eterno enemigo de mi héroe preferido por entonces, el Cachorro: en esa línea inventé al agonizante un súbito despertar y que había pedido a gritos que le trajeran su sable, fake news que añadí al relato más sobrio de mamá. Tantas cosas he olvidado de aquella época remota y eso lo recuerdo con meridiana claridad. Y ahora de nuevo, cuando he vuelto a ver la otra noche la película titulada precisamente así, La muerte de Stalin, que me gustó y me impresionó especialmente cuando la vi en París hace años. Está dirigida por Armando Ianucci y la interpretaron un puñado de excelentes actores ingleses y americanos, pero entre los que no figura ni un solo ruso. En el film se mezcla el humor —negro, desde luego— con un realismo muy fiel a lo que debió ocurrir en el Kremlin esos días. El pánico que provoca la súbita desaparición del asesino todopoderoso, las dudas ante cuál será la actitud más prudente a tomar, los celos y recelos entre los supervivientes, todos los cuales debían sus cargos exclusivamente a la voluntad caprichosa del Gran Jefe.
¿Quién puede aspirar legítimamente a heredar el puesto del que lo consiguió liquidando sin escrúpulos a los que se interponían en su camino? ¿Habrían de apelar a la poderosa y muy temido NKVD, manejada a su placer e interés por Beria o al ejército, de fuerza incomparable, que solo obedece al general Zhukov, héroe de guerra o más bien héroe en guerra contra todos los demás? Y mientras el pueblo soviético, sufrido e ingenuo, ofrece sus cuellos para que corra la sangre y se espese el caldo atroz. Las intrigas y sobresaltos de esa corte descabezada están dentro de lo siniestro, pero se mueven constantemente chapoteando en lo cómico. El mérito del director es que el film, basado en una novela gráfica, no pierda ninguno de sus aparentemente opuestos sesgos: si todo hubiera sido contado en tono trágico, hubiera perdido paradójicamente dramatismo…
Los intérpretes, ya queda dicho, son excelentes. En el reparto se ha buscado cierto parecido físico entre los actores y el personaje que encarnan, aunque se permite algunas licencias: por ejemplo Steve Buscemi (Kruschev) y Simon Russell Beale (Beria) tienen el físico cambiado respecto al político que interpretan, aunque ambos están inmejorables en su papel. Y Jeffrey Tambor, que hace muy bien de Malenkov (sucesor del tirano) tiene para el espectador español, según mi parecer una impertinente semejanza con Salvador Illa, lo que le da un aire más hipócrita de lo que pretendió el guionista. En fin, una gozada agridulce cuyos viles personajes se parecen demasiado a los que hoy representan en España su triste farsa política, aunque omitiendo por suerte el hábito criminal… al menos en la mayoría de ellos. Y conviene recordar mientras vemos las escenas de la película que en aquel año 53 abundaban en España y otros países europeos los que creían que aquella cáfila de crueles bribones representaban la esperanza política para la humanidad afligida. Claro que también hoy los hay que tienen por algo parecido a Putin, que es perro de la peor facción de aquella camada. Aprendemos, pero poco y mal.
