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Tulio Hernández: Tres tristes libros

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1. Era la historia de un intento de asesinato. Hablo del primer relato que nos leyó a un grupo de amigos uno de nuestros compañeros de estudios de la Escuela de Sociología de la UCV cuando todos rondábamos los 20 años de edad.

Lo leímos en voz alta. El asesino está desesperado y rabioso. Trata de descuartizar a la víctima que no sabemos aún quién es. Hasta que en las últimas líneas el cuento da un giro inesperado, un turning point diría un dramaturgo sajón, y el lector, sorprendido, descubre que no es una persona. Es un libro. El asesino es nuestro amigo, un estudiante de Ciencias Sociales y el libro, la víctima, Conceptos elementales del materialismo histórico escrito por Marta Harnecker.

Como su nombre lo anuncia, el libro había sido escrito con el propósito de hacer digerible por “las masas” la complejidad del pensamiento marxista. Los estudiantes de la izquierda no marxista de la época nos burlábamos del texto. Pensábamos que era una manera de convertir una sopa compleja cargada de ingredientes en una simplona compota para bebés. Por lo tanto, celebramos aquel relato como un acto de justicia.

Ludovico Silva, que era un filósofo denso y había leído a Marx no en traducciones sino directamente del alemán, fustigó hasta el cansancio el marxismo manualesco en un libro titulado Antimanual para uso de marxistas, marxólogos y marcianos. Pensando en Conceptos elementales… allí escribió: “Si los loros fuesen marxistas, serían marxistas dogmáticos”.

Ahora releo que en una de sus largas y diarias peroratas Hugo Chávez presentó a la escritora chilena como una gran pensadora marxista, y los Conceptos elementales… como un gran libro. Viene al caso el relato de nuestro amigo

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2. Es probable que en los últimos años de su vida Eduardo Galeano haya sufrido de insomnio. La culpa que sentía por haber escrito Las venas abiertas de América Latina seguramente le quitaba el sueño. Hasta que un día decidió hacer uno de los más sinceros mea culpas de la historia literaria del Cono Sur y confesó que se sentía irresponsable por haber escrito aquel libro lleno de imprecisiones, ideas maniqueas y trampas ideológicas. “Era muy joven, ignoraba muchas cosas”, dijo. Y agregó que ya no creía en muchas de las tesis que había defendido años atrás.

Fue un golpe bajo para el chavismo y para Hugo Chávez, quien se había convertido en el gran promotor internacional del libro. En un artículo reciente Thays Peñalver, autora de Conspiración de los 12 golpes, lo recordó como “un libro atestado de errores” que, sin embargo, generación tras generación de “revolucionarios de feria” han llevado bajo el brazo como “las sabias escrituras”.

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3. Periódicamente Chávez se enamoraba de algún libro o un autor y con su capacidad de prédica lo convertía en best seller. Eso fue lo que ocurrió con El oráculo del guerrero. Probablemente confundiéndolo con el Arte de la guerra de Sun Tzu, a Chávez le dio por hacer citas casi diarias con un ejemplar del librejo de autoayuda firmado por un desconocido llamado Lucas Estrella. Como si en él estuviese resumida toda la inteligencia humana.

Era el momento estelar del culto al santo de Sabaneta y El oráculo se convirtió en un fenómeno de ventas. Los buhoneros los ofrecían incluso en las colas de automóviles. Se dice que los reyes de la piratería venezolana imprimieron millones de ejemplares de  aquella bazofia para incautos.

Hasta que Boris Izaguirre declaró en una entrevista televisiva que El oráculo del guerrero era un libro de culto gay. Con auctoritas suficiente y su pedigrí de enfant terrible citó un verso que hablaba de guerreros y espadas envainándose y desenvainándose y explicó con picardía y gusto las metáforas eróticas del asunto.

A partir de ese día, Chávez más nunca volvió a hablar del libro. La industria de la piratería sufrió una caída notable de sus ventas. Ulises Estrella, como ya le pasó a la Harnecker, pasó al olvido.

Hay libros tristes. Lectores también. Es necesario recordarlos.

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