Soledad Morillo Belloso: La hallaca, Venezuela envuelta en hojas

La hallaca no habla: Besa. No articula palabras: exhala. Ese vapor que se escapa cuando se abre la hoja es un aliento antiguo, un susurro que sube desde la tierra y se mete por la nariz como quien reconoce a un pariente perdido. Es un idioma caliente, hecho de humo y paciencia, un conjuro que despierta recuerdos que uno creía dormidos. Y su efecto cambia según dónde esté el cuerpo que la recibe, como si la hallaca leyera el alma antes de tocar la lengua.
En Venezuela, la hallaca no llega: toma posesión. Apenas aparece el plato, la casa —por muy torcida, cansada o silenciosa que esté— se acomoda, se endereza, respira. La mesa se vuelve altar, escenario, territorio sagrado. Uno se sienta distinto, más erguido, como quien acepta un papel heredado en una tragedia amorosa que se repite cada diciembre. Comer una hallaca aquí es un acto de fe: una confirmación de que el país, con todas sus heridas abiertas, todavía guarda un puñado de rituales que nadie ha podido saquear. El primer bocado no evoca: dicta sentencia.
Dice “sí, es diciembre”, aunque afuera haya angustia, aunque el aguinaldo sea un espejismo. La hallaca en Venezuela es continuidad pura: un hilo que no se corta, un coro que insiste en cantar aunque falten voces, aunque falten cuerpos.
Pero afuera… afuera la hallaca se transforma en otra criatura. No es plato: es fiera. No se come: se desafía. Porque en el extranjero la hallaca no sabe igual, aunque sepa igual. Tiene un filo que corta por dentro, un temblor que no se explica. Se la muerde y, sin querer, se muerde también un pedazo de sí mismo. El guiso, que en Caracas es fiesta y alboroto, en Madrid, en Buenos Aires, en cualquier latitud prestada, se vuelve espejo. Y el comensal se ve ahí, partido, sostenido apenas por un hilo de masa, tratando de agarrar con los dientes un país que se volvió distancia.
La hallaca afuera convoca fantasmas luminosos: La abuela que ya no amasa, la hermana que está lejos, el vecino que hacía chistes mientras amarraba las hojas como si estuviera trenzando un destino.
Es un coro incompleto, pero terco. Cada ingrediente es un símbolo: la aceituna que no es la misma, la hoja que viajó en una maleta como contrabando afectivo, el ají dulce que se busca con la desesperación de quien busca una reliquia. Prepararla es restaurar un archivo; comerla es abrirlo y dejar que las voces salgan, se sienten a la mesa, reclamen su lugar.
En Venezuela, la hallaca es presencia. En el extranjero, es puente.
En Venezuela, la hallaca acompaña. En el extranjero, punza.
En Venezuela, la hallaca es celebración. En el extranjero, es un acto íntimo de rebeldía contra el olvido.
Y sin embargo, en ambos territorios —el propio y el prestado— la hallaca hace lo mismo: sostiene.
Sostiene la memoria, sostiene el nombre, sostiene esa idea —a veces frágil, a veces obstinada— de que uno pertenece a un sitio, aunque ese sitio esté lejos, aunque cambie de forma, aunque sólo exista ya en el paladar.
La hallaca es un territorio portátil. Luminoso. Un país envuelto en hojas. Un mapa que se come.
Soledadmorillobelloso@gmail.com – @solmorillob
