El nudo gordiano del chavismo
A Iñaki Anasagasti,
por venezolano y por vasco,
con agradecimiento
El telón de fondo
Venezuela, a 200 años de independencia y vida republicana, sigue siendo un país haciéndose, no hecho. La Emancipación fue un proceso ideológico-político con énfasis jurídico-constitucional. El parto de la República fue, sobre todo, el empeño de civilistas ilustrados, no pocos de los cuales ocupaban el vértice ductor económico-social de la vida colonial. La desviación del concepto ciudadano para identificarlo con el soldado se realizó en el transcurso de la guerra y con no poca incidencia americana de los fenómenos peninsulares. Así, el pretorianismo rampante en España (a raíz de la Guerra de Independencia hispana contra la Francia invasora de Napoleón I) y el absolutismo maquiavélico del Rey felón (Fernando VII) influyeron, y mucho, en las torceduras experimentadas, casi desde su cuna, por la débil institucionalidad republicana. El civilismo pluralista y democrático pasó a ser, en Venezuela, un adorno retórico desde la creación de la Gran Colombia (Angostura, 1819; Cúcuta, 1820) hasta su muerte, una década después, con la Convención de Ocaña y el fallecimiento de Bolívar. Lo que vino luego no fue mejor. El caudillismo militar como subproducto sociológico de la Independencia, según la aguda observación de Augusto Mijares; el poder en las manos de quien controlara las armas se convirtió, entonces, en objeto de deseo a cuyo goce se accedía no con los votos y el asentimiento ciudadano, sino con la violencia belicista.
A 200 años de la Independencia Venezuela sufre la farsa más destructiva de su historia republicana. Como no se trata de buscar un imposible regreso al pasado, sino de apostar por el futuro, después de la hecatombe que han representado (y aún representan) Chávez, Maduro y el chavismo, nada será lo mismo que antes en la vida social y política venezolana. Estos casi tres lustros signados por la siembra de odios, por el aflorar de la envidia y el rencor, han dividido la nación en antagonismos viscerales, de un modo tan pasional como no se recordaba en los años de la República democrática y civilista vigente, con todos sus altibajos, en la segunda mitad del siglo XX. Esa República fue la antítesis de la República autocrática y cuartelera, repleta de caciques de vuelo bajo y de cosechas sucesivas de guerras civiles. En 1903, puede históricamente ubicarse el último enfrentamiento bélico entre venezolanos, causado por disputas sobre el poder y desde el poder. La política militarizada (arbitraria, corrompida y primitiva) preanunciada por el Monagato y aflorada en la degradación de la post Federación, en el Guzmancismo y en el que Mijares llamó “el guzmancismo sin Guzmán”, culminó con Los Sesenta. A partir de 1899, Venezuela contempló la inserción histórica con rango dirigente del hombre de nuestras montañas occidentales. Esa fue la última aventura de montoneras que, con el silencio inescrutable de Gómez, representaría el crepúsculo de las guerras civiles y la implacable tiranía de quien veía el país como una hacienda. La de Castro y Gómez fue la más larga y dolorosa expresión tiránica de la Venezuela rural. Y, a la vez, su epílogo. Allí, en el tiempo agónico del XIX, está la matriz que, a pesar de Rómulo Betancourt y el 18 de octubre de 1945, hizo del siglo XX venezolano un siglo de preeminencia andina. Cipriano Castro y Juan Vicente Gómez signaron la primera parte de la pasada centuria. Muerto Gómez siguió el tiempo de los caudillos. El caudillismo civil (ya no militar), —Rómulo Betancourt, Rafael Caldera, Jóvito Villalba— dio lo suyo en la puesta en marcha de una modernidad retrasada y en una genérica democratización que, más que en tradición arraigada y en sólidas instituciones, se apoyó en la fortaleza de la renta petrolera. La transición postgomecista se alargó, con sus vaivenes, desde 1936 hasta 1958. Y, luego, durante 40 años largos, la patria contempló el espectáculo inédito de la dinámica de alternatividad de la democracia representativa. No eran las armas, sino los votos los que decidían el destino de Venezuela. Esa fue una democracia de partidos, con dos mayoritarias vertientes ideológicas —la socialdemócrata y la demócratacristiana— cuyo mayor logro fue un aporte decisivo a las estructuras de participación popular, no sólo en lo político sino también en lo social.
La inercia del pasado hizo, sin embargo, de esas cuatro décadas el tiempo del lento gestarse y desenvolverse de una conciencia ciudadana, nunca plenamente cuajada desde el nacimiento civil, civilista y civilizado de la República en el Congreso de 1811. La Patria Republicana, en efecto, nació hace 200 años del Primer Congreso: con bastantes letrados y en la Capilla de la Universidad. Se consolidó posteriormente, con grandes sufrimientos, en los campos de batalla. Los combates del parto con dolor de la nación soberana los libraron no militares de academia sino milicias de ciudadanos, con conciencia de generación auroral, de promoción estirpe, dispuesta a enterrarse en los surcos nuevos para que germinara y creciera y diera fruto el Estado que significaba la mayoría de edad de la República. De toda la pléyade de héroes y padres de la Patria sólo dos (que yo sepa) eran militares profesionales, formados en las academias españolas: Francisco de Miranda y Lino de Clemente. Podría discutirse si Antonio José de Sucre era también militar de academia, en cuanto egresado de la Academia Militar de Matemáticas de Caracas. Y poco más. Simón Bolívar, p. e., formó parte de las Milicias de Blancos de los Valles de Aragua, en las cuales su padre había sido Coronel. Rafael Urdaneta, a su vez, en el comienzo de la Emancipación, formaba parte de las Milicias de Blancos de Cundinamarca. Y podrían multiplicarse las referencias. Santander, “el hombre de las leyes”, era un universitario trocado en militar. Para nuestra desgracia, santanderismo al revés fue lo que tuvimos en Venezuela. Mejor dicho, peor que eso. Porque no fue el caso de militares que se adornaran con lauros académicos civiles (como andando el tiempo sería la obsesión de muchos), sino de la imposición de la fuerza para atribuirse rangos castrenses y grados académicos. Los títulos fueron, así, otra dimensión (cultural y espiritual) de los saqueos. Así, en la historia trágica de la segunda mitad del siglo XIX y de la primera mitad del XX, en Venezuela hubo mucho “General y Doctor” o “Doctor y General”, por obra de su realísima gana, de su sable o su machete, del pistolón o del máuser, por temeridad o aventura, o por graciosa “concesión” de jefes de algarada, pero nunca por ciencia y por conciencia, por saber adquirido y practicado en moldes de normalidad institucional y académica. La pólvora sustituyó al discurso; el degüello al proyecto. Así el hombre fuerte se hizo en Venezuela insaciable Minotauro, ignorante de la dignidad de la persona y de los pueblos e idólatra de la fuerza. Por eso, el dilema fue casi siempre, en nuestra historia enferma, vencer, no convencer; cuando han debido procurarse, de consuno y pacíficamente, ambas cosas.
Todos sabemos lo que pasó después de la Independencia. La malsana búsqueda tutelar de las espadas abrió las compuertas de un caudillismo que muchas veces no era más que bandolerismo. El poder, con esa visión enferma, se afincó en el imperio brutal de las armas, no en el respeto a la condición humana ni en la armónica concepción de la vida social. La mutua referencia de persona y bien común que se estudia en la filosofía social era, para tales especímenes de nuestra fauna política y militar, terra incognita, como titulaban los mapas antiguos las zonas aún no holladas por la planta de los exploradores y cartógrafos. Separada Venezuela de la Gran Colombia, el intento de gobierno deliberativo iniciado en 1830 llegó hasta 1847, con José Tadeo Monagas. Gratia arguendi, brinco con garrocha el trágico incidente de la llamada de la Revolución de las Reformas, en 1835, contra José María Vargas, que dio al traste con el primer intento de Presidencia civil, después del colegiado de la I República. Allí, diciéndose bolivarianos, figuraron en la conjura contra el albacea del Libertador y Rector de la Universidad de Caracas, próceres como Santiago Mariño, el Libertador de Oriente, y José Laurencio Silva, Comandante de los Húsares de Colombia, en revoltijo que golpea al olfato, junto con Pedro Carujo, el del atentado septembrino (25 de septiembre) contra Bolívar en la Bogotá de 1828.
Con José Tadeo Monagas se produjo una herida institucional que duró casi un siglo contra el civilismo parlamentario necesario para la buena marcha de Venezuela. El 24 enero de 1848 fue el crimen de cierto procerato aliado con el hampa contra la Representación Nacional: el fusilamiento del Congreso. (Un precedente de impudicia “parlamentaria” del teniente Cabello). Los Monagas se sucedieron a sí mismos. Fue necesaria la unidad nacional entre conservadores y liberales para salir de ellos. La unidad contra Monagas encontró su paradigma civil en Fermín Toro, pero tuvo su talón de Aquiles en la búsqueda enfermiza de la “espada protectora”. Esta fue ficticia: de escasa calidad, (por no decir carente de ella), tanto en el orden moral como en el político y militar. El intento de unidad nacional para reencontrar en armonía el camino de la Patria resultó estéril. Esa unidad sirvió para salir del Monagato, pero no para evitar el barranco profundo de la guerra civil. Las pasiones cultivadas y alentadas prepararon la guerra social, el simún envolvente y enceguecedor de la Federación. ¿Cuándo comenzó propiamente la Guerra Federal? Nadie discute la primacía en la paternidad de la siembra de discordias a Antonio Leocadio Guzmán. No sería él quien, a la postre, resultaría beneficiario de una tragedia que dejó destrozado y exhausto al país, más allá de la retórica instrumental e ideologizada de aquellos que, durante la segunda mitad del siglo XX, más dados a la gesticulación y a la inercia intelectual que al auténtico estudio de nuestro complejo proceso de pueblo, exaltaran como gesta idealizada lo que fue la consagración absoluta de la anomia. Cierta izquierda militante hizo propia una sentencia de Laureano Vellenilla Lanz, padre, uno de nuestros más destacados positivistas, quien calificó al asturiano José Tomás Boves como “padre de la democracia venezolana”; y, para no ser menos, mitificó, con un romanticismo cuestionable, el primitivismo de algunos cabezas de partida (sobran nombres y ejemplos concretos, el más criminal el de aquel Espinoza que consideraba causal de muerte saber leer y escribir)) que tachonó de horrores el tiempo de la que sería llamada Guerra Larga. ¿Cuándo comenzó propiamente la Guerra Federal? Se discute si su punto de arranque debe colocarse en 1858, con el Manifiesto de San Thomas, o en 1859, con la Proclama de Palmasola. La formal postulación de la Federación la hace, sin embargo, Tirso Salaverría, en febrero del 59, en Coro. Fue una guerra terrible, con sólo dos verdaderas batallas al inicio mismo de los 4 años del conflicto: Santa Inés y Coplé. Ezequiel Zamora resultó figura mitificada a posteriori por esa manipulación de la historia que resulta de la mixtura de la ignorancia, el simplismo ideológico y el afán instrumental. No fue Juan Crisóstomo Falcón, con sus “cabezones” corianos, quien marcó el rumbo de la nueva etapa que, hipotéticamente, se abría luego de los jugosos acuerdos (para los negociadores) resultantes de la llamada Paz de Coche (Pedro José de Rojas y Antonio Guzmán Blanco), acontecimiento bien descrito por Díaz Sánchez en su libro sobre los Guzmán, que ha resultado prototipo de biografía histórica entre nosotros.
El país, exhausto, después de tan prolongada sangría tachonada de escenas de barbarie, fue presa fácil de la ambición de Guzmán el joven, teórico jefe de un inexistente “Ejército del Centro”. Guzmán Blanco prolongó, directa o indirectamente, su tutoría sobre el país durante casi 30 años. Septenio, Quinquenio, Aclamación, el Guzmancismo sin Guzmán (el tiempo de los caudillos guzmancistas secundarios, el más destacado de los cuales fue Joaquín Crespo). Guzmán, según relata Francisco González Guinán en el volumen 10 de su Historia, resultó experto en vejaciones y degradaciones, haciendo que el General Julián Castro (Presidente ocasional de la reacción unitaria contra el Monagato en 1858; juzgado, luego, por violar la misma Constitución que jurara) fuese quien dirigiera el pelotón de fusilamiento de Matías Salazar el 18 de mayo de 1872. Siempre a los autócratas les ha importado un comino el orden legal e institucional, pues lo reducen a su querer y apetencia: ese fusilamiento hizo befa de la abolición de la pena de muerte, decretada por Falcón en 1863. Guzmán y Crespo murieron casi con el siglo. Uno en París y otro en la Mata Carmelera. En 1899 puede decirse que, con el derrocamiento de Ignacio Andrade, se esfumó para la historia la secta político-militar de Guzmán Blanco, la que agrupó a los “partidarios de la causa”: el llamado Gran Partido Liberal Amarillo.
El largo paréntesis para buscar un cauce de la conciencia ciudadana duró, pues, casi un siglo: desde el asesinato del Congreso con José Tadeo Monagas, hasta el derrocamiento de Marcos Pérez Jiménez. La noche se alargó como la siesta de una boa desde el comienzo del Monagato (1847) hasta la muerte (diciembre del 35) de Gómez (Juan Bisonte, el Gran Loquero, el “bellaco admirable” como lo llamó José Rafael Pocaterra). La muerte de Gómez señala, en el decir de Mariano Picón Salas, el inicio retrasado del siglo XX venezolano en 1936. Siempre se mantuvo la llama del sueño inacabado. Siempre hubo un resto de pueblo indoblegable, que se empinaba en medio de las degradaciones y miserias. Allí está el paradigma de la dignidad parlamentaria, en Fermín Toro. Allí está el ejemplo del humanista insobornable en Cecilio Acosta. La piedra en el zapato que resultó Fermín Toro para Monagas resultó Cecilio Acosta para Guzmán (quizá con menos impacto, porque Acosta no tuvo como Toro dimensión de estadista; y, además, el poder de Guzmán era casi omnímodo, mientras su deshonesta dictadura condenaba a sus críticos al “cementerio de los vivos”). Allí está el Rómulo Gallegos de La Alborada o la gran poesía nacional de ese notable político y parlamentario, juglar del amor y la esperanza patria, que fue Andrés Eloy Blanco. Por ese resto indoblegable -por su siembra cuando no había posibilidad de cosecha inmediata, por su sueño invencible cuando el ánimo abatido consideraba imposible o impertinente el anhelo de un país mejorado- vino el parto de las generaciones civilistas. Las dos de mayor bulto, las de 1928 y 1958. Ello hubiera sido imposible sin la gradual apertura de la transición post-gomecista de Elezar López Contreras e Isaías Medina Angarita.
Que las promociones del 28 y del 36, protagonistas históricas de la Revolución de Octubre de 1945, alargaran su función ductora y protagónica hasta el mismo final del siglo XX tuvo su parte buena y su parte mala. Lo bondadoso del hecho puede encontrarse en que ello permitió la institucionalización de la libertad y el despunte de instituciones republicanas en una historia, como la nuestra, llena de olor a pólvora y de gestos de audacia (¡ese tirar la parada de tantos aprendices de brujos, en un proceso de pueblo reflejado en una sinusoide!) Lo negativo, que represó el sano vitalismo exigido por la normal dinámica del relevo en los procesos sociales y políticos. Lo bueno y lo malo fue posible porque, aunque fuese previsible ya desde los años 20 del siglo pasado, a los períodos del civilismo posterior a 1958 correspondió la acelerada consolidación de un cambio extraordinario que supuso el paso del país campesino al país urbano, de la república rural a la república minera. El General petróleo provocó la más honda, permanente y pacífica transformación de la nación venezolana.
El salto atrás
Todo esto viene a cuento para destacar que el pretorianismo a lo Chávez no fue nunca, ni antes ni después de su infiltración en la Academia Militar en los 70; ni antes ni después de la conjura formal a partir de 1982; ni antes ni después de la felonía golpista del 4 de febrero de 1992; ni antes ni después de su victoria electoral en la elección presidencial de 1998; un proceso de conquista del futuro, sino un regreso, con muchas penas y sin ninguna gloria, a lo más lamentable de nuestra propia historia. Llegamos así, para nuestra desgracia, a una zona mixta de la locura y la delincuencia de la cual aún no estamos liberados. Edecio La Riva Araujo solía decir, en su estilo singular, que el poder huele a jazmín. ¡Odorífera expresión del poder! Como sabemos los venezolanos, el poder no huele a jazmín sino, a menudo, a ácido sulfídrico, a sudoración de mapurite, a gases de nafta catalítica. El jazmín de la imaginación poética de La Riva no posee ningún punto de comparación con la fetidez de la descomposición social y política de la nación a partir de 1999; de la Venezuela tomada al abordaje, con ánimo de sacar vientre de mal año, por el más patético conjunto de fracasados, acomplejados, utópicos y anacrónicos seudo izquierdistas, -ninguno, por cierto, (y valga la puntualización) ejemplo cabal de lo más destacado y respetable de la izquierda criolla-. No puede oler a jazmín, este malhadado empeño, porque sus responsables están impregnados de todas las miasmas del basurero de la historia (para decirlo con lenguaje trostkysta) donde no pocos de ellos habían sido arrojados desde los años 60 de la centuria pasada.
La República, desde que el Teniente Coronel golpista Hugo Chávez logró echarle mano a la jefatura del Estado (nunca fue demócrata; el medio para él era secundario, el putsch o los votos: fracasado el primero, optó con éxito por los segundos; pero ello no le hizo variar su visión fascistoide del mundo y de la vida) ha visto difuminada la temática política, que ha dado en llamar “revolución” o “proceso”, reducida, simplemente, no a la búsqueda del bien común, sino al goce y disfrute del poder, entendido, en su primera etapa como la eliminación de sus “enemigos”; y en la segunda, como “transición al socialismo”. Desde la primera comenzó su enredo maquiavélico, que se ha agudizado en la segunda. El goce y disfrute se redujeron y se reducen a una infinita espiral táctica, ayuna de una estrategia en función de un verdadero proyecto. (Eso y la incapacidad antológica de la etapa de destrucción nacional que aún no ha concluido, aunque está bastante avanzada, ha sido reconocido y proclamado hasta por teóricos neo-marxistas que alguna vez se ilusionaron con Chávez, como, p. e., Heinz Dieterich). Y esa espiral táctica mira obsesivamente a la permanente lucha por la conservación del poder, viendo siempre tal lucha con dimensión existencial. Por ello, desde el ángulo de Chávez, fue siempre una lucha agónica, signada por la lógica del gladiador: mors tua vita mea [tu muerte es mi vida]. No sabemos a cuáles profundidades pueda llegar esa lucha entre sus herederos, en la canibalesca confrontación por ocupar su puesto entre quienes se dicen sus amantes y leales seguidores.
Alguien podrá decir que, en su forma y en su fondo, algunas posiciones opositoras lucen acaloradas. Puede ser. Son posiciones surgidas del combate y para el combate político. Algunos, que se autoproclaman expertos en medir serenidades ajenas, se quejan de falta de “racionalidad” en la oposición. Para ellos, racionalidad equivale a ataraxia, a impasibilidad, a frialdad solemne o a estirado estilo ayuno de emociones. Según tal óptica, ningún tipo de sentimiento debería traslucir en la formulación de los juicios, ni en el despliegue de las argumentaciones. Frente a un país desquiciado por Chávez y el chavismo, erigirse en la equidistancia que coloca a los demás en los extremos resulta, al menos, una humorada de dudoso gusto. En Venezuela nos conocemos todos. Con nuestros aciertos y nuestras pifias. Con los prestigios y los desprestigios acumulados. Porque nadie puede evadir la propia historia. Ni pretender ser de otra galaxia. No es difícil jugar a un carnaval de máscaras para etiquetar a los demás. “He aquí el tinglado de la antigua farsa”, podría decirse evocando las palabras iniciales del monólogo de apertura de Los intereses creados de Jacinto Benavente. ¿Actitud solemne de vestales impolutas? ¡Por el amor de Dios! ¿Quién pretende engañar a quién?. Tales simplismos no resultan ya moneda de aceptación general, sino alimento contaminado ex professo procurando horadar, para quien los ingiera desprevenidamente, la convicción con los prejuicios. El apasionamiento no es necesariamente un defecto. Puede ser una virtud. Hannah Arendt, cuando en 1951 apareció su importante obra Los orígenes del totalitarismo, enfrentó con contundencia la acusación de que, en lo referente al antisemitismo, su carga emocional restaba al estudio fuerza, seriedad y hondura. Dijo entonces algo que, salvando las inmensas distancias, sirve, a mi entender, para rebatir algunos juicios sobre la situación venezolana: “Describir los campos de concentración sine ira no resulta ser ‘objetivo’, sino que equivale a indultarlos”. Hablar de la antipatria de Chávez sine ira equivale a indultarla. La hipocresía sólo sirve para mostrar su anemia. Por la supervivencia de nuestro ser nacional es necesario rechazar con fuerza la degeneración que la violencia dirigida desde el poder, auténtico terrorismo de Estado, pretendió y pretende pasar como fenómeno “normal”.
Josef Pieper, en su ensayo Las Virtudes Fundamentales, no ha vacilado en destacar el rango ético de la indignación frente a la viciosidad exhibicionista: “Cuando a la voluntad corrompida, que va a la deriva en el vicio de lo sensible, ―dice― se le une una falta de fuerzas para irritarse, tenemos el caso de una degeneración total y sin esperanzas. Tal situación es la que se presenta cuando un sector de la sociedad, un pueblo o toda una cultura están maduros para su extinción”. Chávez habló y Maduro intenta imitarlo (lo vemos, una y otra vez) con un acento y ritornello gestual que, más que propios de un profeta, resultaban y resultan la patética expresión de ecos postreros. La barahúnda en la cual vivimos muestra la evidencia del no gobierno. Ha logrado, sin duda, la crispación de todos. Pero no logró, como pensaba, la subasta total de la conciencia ciudadana. Aunque algunos sean cómplices y otros se hayan rendido, Venezuela no podrá estar nunca como oferta en pública almoneda. El Estado de derecho, de tanto aporreamiento, ha quedado convertido en un Estado de revés. Cuando Chávez consideró, llevado por su obsesión de conflicto, que cualquier problema era un asunto de alto voltaje, terminó por fundir todos los posibles vericuetos de salida del régimen. Así, la crisis, ahora con el tandem Maduro-Cabello, ha cobrado dimensiones de confrontación existencial entre una visión corrupta y degradada de la conducción del Estado, que se esconde en la grandielocuencia del término “revolución” y la visión institucional, de armonía política y jurídica que exige un inmediato correctivo por el bien de todos. Ante un gobierno embarrancado, es urgente encontrar ―antes o después― los cauces que permitan la relegitimación institucional. Según la Real Academia, que “fija, limpia y da esplendor”, urgencia es “necesidad apremiante de lo que es menester”. Del 2012 al 2014 ha habido avances notables en la búsqueda de una unidad nacional mucho más poderosa que la que el gobierno chavista imaginó. Una unidad más robusta que cualquier impotable egolatría, por demás anacrónica. Unidad que será necesario prolongar, si las cosas cambian de veras, en un Gobierno de Reconstrucción Nacional que dirija el tiempo de la posible y deseable transición.
En el principio fue la rabia
Todo comenzó, me parece, con la rabia como motor de la historia. No fue con el slogan leninista de la violencia es la partera de la historia. Fue la rabia la que llevó al voto castigo. Fue una rabia ―extendida, ilusionada e ingenua― la que premió a los autores de la felonía del 4F del 92 con el poder. Así, los electores creyeron, muy bien preparados por una campaña de ciertos medios durante más de una década, que la satanizada política y los satanizados políticos tendrían su merecido. El proceso de desintegración moral y política de la sociedad venezolana, con incidencia letal en los partidos (tanto en AD como en COPEI) convirtió una crisis de gobierno en una crisis de sistema. Eso ha sido bien descrito en La Rebelión de los Náufragos de Mirtha Rivero. Muchas responsabilidades del mundo económico están bien documentadas en los escritos de Juan Carlos Zapata. Además, la política clientelar durante dos décadas, los 80 y los 90, aportó (y no poco) a la anemia y desprestigio de las agrupaciones partidistas, instituciones básicas del sistema político venezolano, sobre todo desde 1958. Así, por la búsqueda de chivos expiatorios, en medio de la política espectáculo, al concluir el siglo se terminó por ungir como emperador republicano a Chávez, quien irrespetó siempre el orden constitucional. (Lo irrespetó, al menos desde el 82, con el juramento ante el samán marchito, actualizando aquella que Luis Castro Leiva llamó moralidad brumarial de la conjura; la irrespetó el 92 con la aventura golpista y con su rendición; la irrespetó el 99 con su evasión retórica a la obligación de jurar obediencia a la Constitución de 1961; y la irrespetó ad nauseam con la violación sistemática y continuada de su propia Constitución de 1999 como ha demostrado Asdrúbal Aguiar en su Historia Inconstitucional de Venezuela.
Había mucha rabia acumulada desde la caída de la moneda, a raíz del Viernes negro (18 de febrero de 1983). La estabilidad democrática no la daban en realidad ni los partidos ni los militares, sino la expectativa de una mejoría en condiciones materiales y culturales de vida. La crisis económica mostró que la democracia venezolana, más allá de su apariencia de solidez política, tenía por asiento un barril de pólvora de frustraciones sociales. Fue lo que plantearon, con valentía, Moisés Naim y Ramón Piñango, desde el IESA, con su trabajo Venezuela: una ilusión de armonía. La rabia estalló, caótica, seis años después, en febrero de 1989, sobre todo en Caracas y zonas aledañas. Fue el Caracazo, con su cara de tragedia y su campanada de advertencia. Y el simplismo encontró su chivo expiatorio en los políticos. La rabia pensó que sólo el estamento político era culpable de los malestares del venezolano. Faltó coraje para reconocer que ese estamento político era expresión de una sociedad no sana. Faltó coraje para decir Fuenteovejuna, Señor. Faltó coraje (también entre la mayoría de los políticos) para decir que la rabia era un mal faro y que el intento de hacer tabla rasa con la clase política solo podía beneficiar a los lobos con piel de oveja, a quienes predicaban (y predican) el antipoliticismo para poder hacer su política, imponiéndola como única vía, como cercenación del pluralismo y la tolerancia, como escayolamiento indeseable del imaginario y de la conciencia colectiva. Así se llegó a la exaltación bondadosa de los alzados el 92 y a su respaldo mágico electoral el 98. Los resultados están a la vista. No se corrigió lo malo, se arrasó con lo bueno y se incineró lo que quedaba de una sociedad política que, en el caso venezolano, había sido la lenta incubadora de una (todavía hoy) poco vertebrada sociedad civil. A pesar de todo, en la actualidad, me parece, la sociedad civil es más multiforme y dinámica que una no renovada sociedad política. Pero, no nos engañemos: su espontaneísmo no es garantía de eficacia en el marco de una confrontación; y su necesaria organización y proyección eficaz ha resultado y resultará difícil en un horizonte donde predominan el individualismo y el primadonnismo, elementos antagónicos de toda presencia seria en los espacios públicos. Y el ejemplo de organización y eficacia lo han dado los jóvenes universitarios —que no tenían uso de razón cuando Chávez llegó al poder— cuando como Generación Libre o Generación de la Libertad, como coordinada presencia de las Federaciones de Centros Universitarios de todas las Universidades públicas y privadas— desde su aparición después del Referéndum Revocatorio, hasta la derrota de Chávez el 2007 y la combativa y eficaz presencia en las campañas de 2013 y 2014.
Voto castigo interpretado como mandato revolucionario
Una cosa piensa el burro y otra quien lo enjalma. Así reza el dicho popular. La rabia ciudadana quería sólo castigar. Pero el burro enjalmado tenía una confusa obsesión revolucionaria. Confusión que iba desde una visión semiletrada del mundo del pensamiento político y de la herencia institucional de Occidente que nos llegó, guste o no, por vía de España, la Madre Patria, hasta una variación del sentido del lenguaje y de las coordenadas de pensamiento. Revolución, por ejemplo, se interpretó como demolición. Y se procedió (y se intenta proseguir con Maduro), con entusiasmo digno de mejor causa, por parte de los elegidos por la rabia, a demoler cualquier rastro institucional de la vida republicana. Muchos, pensando con cortedad, dieron el garrote al ciego. La antigua Corte Suprema de Justicia dio la apariencia legal que necesitaba el invidente de la ciencia jurídica y administrativa en su frenesí demoledor, quien sin haber leído nunca a Shakespeare (La tempestad) pensaba que todo pasado es prólogo. Después de defenestrada con una mueca críptica la defensa de la Constitución del 61 (ponencia de Humberto J. La Roche), la vieja Corte procedió a suicidarse (Cecilia Sosa dixit). Lo demás ya se conoce. El proceso constituyente y el nuevo Tribunal Supremo. Allí, en el TSJ, sigue haciendo de las suyas la continuidad de lo rabulesco. Con más de seis “Reformas” del Reglamento Interior y de Debates, según el menú de las necesidades del oficialismo, (grotesco estilo Jalisco que no tiene precedente en la historia parlamentaria de Venezuela), la unicameral Asamblea Nacional (teórica heredera del Congreso bicameral) se ha garantizado la eliminación de facto del Parlamento plural que tipifica a toda verdadera democracia y completando el camouflage “legal” del asalto a otras instituciones. La reforma del Reglamento de la AN fue necesaria, p. e., para imponer, con la “razón” de la fuerza; la reforma de la Ley Orgánica del Tribunal Supremo de Justicia: aumentando el número de Magistrados para manejar, según el querer del César, con mayor seguridad y menor costo, la máxima instancia judicial del país. Y, por supuesto, el control económico: la manipulación sin precedentes del Banco Central de Venezuela tiene como último objetivo el control total de la banca nacional; es decir, el monopolio de la capacidad crediticia en manos gubernamentales. Como se hizo en Cuba desde el nombramiento del Ché Guevara en el Banco Nacional de ese sufrido país hermano que lleva soportando a Fidel Castro y ahora a Raúl más de medio siglo. Si faltaba algo, es perceptible el intento de lograr la definitiva sumisión a los criterios demolicionistas revolucionarios de lo que aún quede de institucional en el seno de las Fuerzas Armadas. La meta parece ser, pues, que sólo quede en Venezuela el polvo del Estado, sus cenizas.
El último Congreso de la República (el elegido en 1998, el que presenció la entrega del poder de Rafael Caldera a Hugo Chávez, el que no reaccionó frente al salvoconducto que daba la Corte que moría para brincarse con garrocha el art. 250 de la Constitución del 61, el que no dijo nada ante el no juramento de Chávez a esa misma Constitución, en 1999) fue, evidentemente, incapaz de hacer respetar la Constitución de 1961, que había jurado cumplir y hacer cumplir. Junto con ese mini Congreso (mini en duración y en estatura histórica) murió la que, hasta el presente, ha sido la Constitución de más larga vida de nuestra accidentada vida republicana, y que, a pesar de sus defectos, resultó un texto sabio, producto de un verdadero consenso nacional después del derrocamiento de la dictadura de Pérez Jiménez.
“Revolución” como emergencia trágica del Lumpenmilitariat
Todo en el inicio, después de la rabia y los cálculos, eran sonrisas y zalamerías con el poder que se estrenaba. La Realpolitik, para algunos, exigía olvidarse de principios y moralismos; pensando que el gobierno de Chávez era uno más, el cual, sin duda, se hipnotizaría con una sonrisa vagamente prometedora; como había pasado con no pocos de los políticos emblemáticos de los gobiernos anteriores. Y sonrieron, pero fue la suya como la sonrisa de los tontos de pueblo, llamando la atención a cualquiera que pase a su lado. Pensaron que el tonto era el ungido y el ungido los hizo quedar como tontos.
En la demencialidad de la coyuntura se intentó algo que, en puridad, no tiene precedente: invertir las relaciones del mundo civil y del mundo militar en la administración del Estado. Juan Vicente Gómez gobernó con lo más granado de la intelectualidad civil positivista, a cuyos integrantes encargó, dentro de su terrible mandato, poner las bases mínimas del Estado moderno. Sobre la “paz” gomera y sobre esas bases acometió después, exitosamente, Eleazar López Contreras el inicio de la modernización del Estado venezolano, iniciando un post-gomecismo que, en mi visión, se extiende hasta 1958. Pero Gómez, y también, después de él, López y Medina, mantuvieron a los militares fuera de la gestión política. Pérez Jiménez, por su parte, aunque fue producto de un golpe de Estado en el cual de manera formal y explícita, por primera vez en la historia inconstitucional de Venezuela, las Fuerzas Armadas, como institución, asumieron la responsabilidad de la conducción de la República, no usó la administración pública como botín prioritariamente reservado al estamento castrense. En el chavismo y el post-chavismo, el panorama es distinto. Más allá de las migajas burocráticas dadas a ciertos civiles del MBR, primero, y del PSUV, después, hoy acontece lo contrario. Se contempla cómo la alta burocracia estatal está plagada como nunca de militares (la elección de Gobernadores y el primer gabinete de Maduro son un ejemplo), como si, a los ojos de quienes gobiernan, la condición castrense facultara, por sí misma, para cualquier desempeño en cualquier campo de la vida nacional. Los altos militares del chavismo no parecen adornados ni de competencia ni de honestidad. Los resultados están a la vista. Y son tan desastrosos porque se ha buscado, para este militarismo sui generis y a todas luces anacrónico, a aquel que, con toda precisión analógica con el Lumpenproletariat de Marx, puede ser llamado Lumpenmilitariat. Quizá por ello la institución más afectada en la perseverante demolición institucional que el gobierno de Chávez realizó sea, en la actualidad, la institución militar. El chavismo, en efecto, ha resultado ser la expresión de una perversa alianza de tres escorias con empatías mutuas: el Lumpenmilitariat, el Lumpenproletariat y la Lumpenintelligentsia.
En el post-chavismo aflora un grave problema, El Lumpenmilitariat no tiene otro compromiso que con su propio bienestar y acomodo. No existe en él, en realidad, lealtad a lo que antaño, los caudillos y sus cuarteleros llamaron la Causa; es decir, lo que ahora, por vergüenza semántica, algunos de los que tuvieron formación marxista auténtica califican como el Proceso. Bambalinas de zarzuela. En el fondo, el culto a la Revolución no es más que un forzado y tanático culto a Chávez y queda como una alcabala, desagradable pero necesaria, para obtener honores, distinciones y recompensas. No me parece exagerar si digo que, de los responsables de la actual crisis política nacional, el Lumpenmilitariat es más responsable que cualquier otro sector humano de la abrumadora invasión de fealdad y miseria, material y moral, que se abate sobre la sociedad venezolana, particularmente en los grandes núcleos urbanos como Caracas. El afán de lograr un Estado forajido requiere una sociedad que se parezca a él.
La política como guerra
La política como guerra. Esa es la constante de los libros y artículos de Alberto Garrido (q.e.p.d) sobre Chávez y el chavismo. A veces luce casi como un determinismo. Pero algo tiene de realidad. La concepción palurda de que la política es guerra, resultó la propia del primitivismo rural de la Venezuela campesina. No era, no, una especie de concepción von Clausewitz al revés. Nadie de nuestro escasamente alfabeto universo de caudillos enanos (los cuales figuran en la historia como dotados habitualmente con una crueldad y cerrazón mental directamente proporcional a su enanismo), nadie, repito, manifestó jamás un conocimiento, siquiera epidérmico, de las teorizaciones del prusiano sobre la guerra. Tal fue, sí, en el pasado venezolano, el reduccionismo enfermo de la política a la fuerza, en un país devastado por el incendio bélico (nunca totalmente extinguido) de 1810 a 1903. Fue el drama sin grandeza de nuestro siglo XIX post independentista, a partir de la “bolivariana” Revolución de las Reformas contra José María Vargas -el albacea testamentario del Libertador, el Rector de la Universidad de Caracas, la “casa que vence las sombras”- en 1835; hasta el inicio del siglo XX, con la Liberal Restauradora, que trajo la hegemonía de los mandamases andinos. Chávez, influenciado inicialmente por un singular personaje sureño llamado Norberto Ceresole y guiado, luego, por ese supuesto Corán revolucionario llamado El oráculo del guerrero (hasta que Boris Izaguirre dijo, con propiedad, que era un texto paradigmático de la literatura homosexual), no procuró la incorporación de ninguna región preterida (la recentralización chavista resulta un intento de acabar con lo que de federal tenía el sistema venezolano), ni tampoco de aquellos sobre los cuales teorizó Franz Fanon, les damnés de la terre, los condenados de la tierra.
Bajo el slogan de la unión del ejército y el pueblo se escondió y se esconde, en cruda realidad, la neutralización de las fuerzas armadas, dándoles, para su entretenimiento y desnaturalización, las baratijas de las más disímiles tareas no castrenses y los guisos derivados de la mayor bonanza fiscal de Venezuela desde la aparición del petróleo. En Chávez y el chavismo se presentó, pues, según la percepción dejada por Garrido, la identidad entre la política y la guerra. Se le intenta dar continuidad en post-chavismo de Maduro-Cabello. Ello, evidentemente, no resulta un dato positivo. ¿Cuál fue, históricamente hablando, el producto de la identidad entre guerra y política? Sus tristes resultados no son un secreto. Entre otros desaguisados, merecen mencionarse la anemia institucional de la República y el agotamiento (casi al límite) de un civilismo carente de las fuertes raíces de una extendida conciencia de ciudadanía. Anemia y agotamiento, éstos, que permitieron aquél unión, paz y trabajo de la Causa: la unión (en los grillos), la paz (de los sepulcros), y el trabajo (en las carreteras) en el largo absolutismo tiránico de Gómez. El tiempo gomero (además de otras endemias y horrores) supuso 27 años de alergia provocada a la política de ideas. Alergia provocada, desde un poder omnímodo y excluyente: gobierno personalista y de fuerza que sólo entendía a sus adversarios como “los malos hijos de la Patria”; y, en consecuencia, no podía concebir para ellos otra situación que su silencio, generado por el destierro, la prisión o la muerte. Algo semejante pretendió Chávez y pretenden sus devaluados herederos políticos. La crisis política actual tiene, sin duda, a pesar de los rasgos que la tipifican, mucho de un salto atrásconcebido como brinco al futuro. De saltos conocidos está llena la historia trágica contemporánea. Cabrera Infante, refiriéndose a Fidel Castro, escribió en una ocasión: “Por obra de una extraña cabriola hegeliana dio un salto hacia adelante y cayó hacia atrás”. Chávez, factor principal de esta crisis apocalíptica de Venezuela, manifestó sentimientos filiales hacia Fidel, repetidos hasta la nausea por Maduro. Lo que tenemos de Cuba está en lo que vemos. Y más aún en lo que no vemos. Lo que tenemos aquí en Venezuela de China no es la transformación del Pequeño Timonel y sus seguidores, sino los fracasos proclamados como éxitos por el Mao prepotente y sectario del Gran Salto Adelante y de la Revolución Cultural.
Los partidos formados desde el poder
Hay partidos formados para alcanzar el poder y partidos formados desde el poder. Los partidos formados para alcanzar el poder intentan hacer Estados ideológicos. Los partidos formados desde el poder son reflejo necesario de la gestión gubernamental que los gesta y mantiene. Los partidos formados desde el poder duran mientras dura el poder. Acción Democrática y COPEI fueron partidos para alcanzar el poder y, desde él, aspirar a realizar un programa. Fueron expresiones ideológicas de la socialdemocracia y la democracia cristiana. Su decadencia vino como consecuencia del clientelismo y la corrupción: la ilusión popular en sus banderas justas se marchitó con la incoherencia de quienes se decían sus representantes. El caso del PSUV es distinto. No es un partido formado para alcanzar el poder, sino formado desde el poder mismo, para aspirar a perpetuarse en él. El origen no es una juventud con formación ideológica, como fueron las surgidas de la FEV y la UNE. El origen remoto del PSUV es la logia militar golpista del 4F. Así el MBR está en la base de las evoluciones posteriores, que siempre supusieron la transformación del Ejército en Partido. Luego vinieron, por consejo, modelo y matriz cubana, la ilusión de dotar de una organización de masas a lo que, diciéndose “revolución”, era un revoltijo de apetencias personales y radicalismos de bambalinas, sin ninguna urdimbre política seria. En Cuba la sustitución del viejo PSP (el comunismo histórico de esa isla) por el PCC de factura castrista (excluyendo al núcleo duro pro-soviético: la llamada Microfracción de Escalante) pasó por el intento de las ORI (Organizaciones Revolucionarias Integradas) y por el PURS (Partido Único de la Revolución Socialista). El PCC fue hecho a la medida de Fidel. En Venezuela el intento de unificación encontró fuertes resistencias hasta en el PCV. Pero el PSUV fue hecho a la medida de Chávez. La muerte de Chávez ha supuesto un rápido proceso de desintegración. El fenómeno no es nuevo en Venezuela. Indica que están perdiendo el poder y que el PSUV desaparecerá cuando las mieles hegemónicas del ejercicio arbitrario del control del Estado desaparezca. ¿Precedentes? Está el caso de las Cívicas Bolivarianas de López Contreras y del llamado PPG (Partido de los Partidarios del Gobierno). También está el caso del PDV (Partido Democrático Venezolano) medinista. Este último tuvo, según Ramón J, Velásquez, la mayor concentración de intelectuales y artistas que haya tenido partido alguno en la historia de Venezuela. Y después del 18 de octubre de 1945 desapareció sin dejar rastro. Los partidos hechos desde el poder se volatilizan cuando el poder ya no es hegemónico o pasa a otras manos. Por eso la resistencia organizada desde el gobierno a que se conozca la verdad sobre la votación del 14 de abril de 2013. Pero esa verdad se conoce. Y lo que está enterrado por la votación popular es el tinglado que garantizaba prebendas y granjerías. El PSUV no es una excepción. Como todos los partidos hechos desde el poder y para el poder está agonizando. Y la logia militar golpista original del 4F ya no tiene recambio histórico.
La intelligentsia y el imaginario colectivo
Hemos visto, sin toda la capacidad de respuesta que hubiera sido necesaria, la prostitución de nuestra memoria histórica. Desde las estupideces sobre Cristóbal Colón y un supuesto irredentismo indígena, ajeno a nuestra realidad; hasta la exaltación de lo menos perdurable de la Federación, contemplando espejismos, con miopía fingida, suponiendo socialismos agrarios en el acratismo y en el descoyuntamiento del sentido de comunidad nacional que produjo la barbarie anárquica. Esa barbarie anárquica generó tal anemia ciudadana que permitió que se consolidara, cruzada la curva de la mitad del siglo XIX, por tres décadas, la egolatría deshonesta de Guzmán Blanco. Éste se concentró en el ejercicio del poder central y en el disfrute de una inmensa riqueza amasada con dolo, en perjuicio de la sociedad cuyo control poseía. Gobernó Antonio Guzmán, hijo, desde Caracas o desde París (instalado en el Raphael, del XVIème arrondisement,). Cuando Guzmán, en el epílogo del Guzmancismo sin Guzmán (para usar la terminología de Augusto Mijares) se dio cuenta que el Gran Partido Liberal Amarillo ya no respondía a sus caprichos sino a los intereses de los caudillos segundones (es decir, que lo que parecía impensable se había dado: que quien mandaba de verdad en estos predios era Joaquín Crespo) exclamó, más con cansancio y desprecio que con ira, en su casona de Antímano: Vámonos, que las gallinas están cantando como gallos. Y se fue.
¿Adónde podía retirarse un hombre como Guzmán Blanco, que se jactaba de ser el hispanoamericano más rico de su tiempo, un marginado por exceso (para usar la terminología de Arístides Calvani)? –Pues a París, por supuesto. Una de sus hijas resultó la consorte del Duquesito de Morny. La aventajada plutocracia post federal criolla unió su sangre, su fortuna y sus destinos con la aristocracia del II Imperio francés. Allí, en París, murió, en 1899, Guzmán Blanco, mientras por estos predios, entonces más semi bárbaros que lo que son ahora, una bala indocumentada acabó antes, en 1898, con la vida de Joaquín Crespo en la Mata Carmelera. Así finalizó el agitado siglo XIX venezolano. Chávez llevó a Guzmán al Panteón. El orador que hizo su panegírico, el historiador de filiación comunista Federico Brito Figueroa, no pudo menos de reconocer que había sido uno de los gobernantes más deshonestos de la historia republicana. ¿Se irán los herederos de Chávez igual que Guzmán? ¿Adónde irán? Me parece que ninguno, en realidad, lo sabe. Son más predecibles los destinos con que sueñan los más conspicuos representantes de la llamada Boliburguesía (la nueva burguesía “bolivariana”).
Corsi e ricorsi que diría Vico. Desaparecido Chávez parece que desaparecerá el chavismo. Los resultados electorales del 14 de abril de 2013 son más que evidentes, aunque algunos se empeñen en no ver. Cuando Guzmán se fue de verdad y mataron a Crespo (aún se discute de dónde salió la bala) se acabó el Guzmancismo sin Guzmán. Y entonces vinieron los andinos. Los Sesenta fue la aventura iniciada en la frontera occidental, en el Táchira. Desde allí arrancaron los compadres, Castro y Gómez, para imponer (con Gómez) la paz forzada y hacer del siglo XX un siglo andino en la historia de Venezuela. Al comienzo fue el delirio, la verborrea nacionalista y la adulación sin límites al Cabito por parte de algunas Logias y de la oligarquía valenciana y caraqueña. Historia de opereta. Ayuna de grandeza. Mezcla continuada de cuadros risibles y dolorosos. Miseria moral y material. Cadena tragicómica. Siempre por la tangente del caudillismo o de las roscas nauseabundas de intereses de grupo, económicos y políticos. La patria como ficción. La República como aquella amarga carcajada de la que hablara la pluma cebada en el dolor de José Rafael Pocaterra. El terremoto de comienzos de siglo XX y Castro saltando con un paraguas por un balcón de la Casa Amarilla, terminando, como es lógico, desmayado por el golpe. Muy bolivariano, despertó lanzando un discurso a la asombrada guardia que acudió en su auxilio con aquello de si la naturaleza se opone lucharemos contra ella y haremos que nos obedezca, y otras sandeces propias del histrionismo del Cabito. Precedentes, esos, de otros histrionismos grotescos más cercanos. Las secuelas fueron más prosaicas: una pierna rota y el abandono del antiguo y céntrico palacio de los Capitanes Generales, la Casa Amarilla, y luego (hasta él) de los Presidentes de la República, buscando en la mansión crespera de Misia Jacinta, Miraflores, un lugar antisísmico más seguro. El Bloqueo de 1902 y la arenga (dicen que fue escrita por Manuel Landaeta Rosales o Francisco González Guinán) que todos conocen (al menos en mi tiempo de bachillerato todos conocían) por sus primeras palabras: “La planta insolente del extranjero ha hollado el sagrado suelo de la Patria”. ¿Intentó Chávez imitar a Cipriano Castro? Su obsesión contra “el Imperio” pareciera indicarlo. Pero el suyo fue un antimperislismo de pacotilla: los Estados Unidos siguieron siendo el primer cliente del petróleo venezolano. Lo son aún en el inicio postchavista de Maduro. Pero ―ya lo sabemos― las incidencias de esta Ínsula Barataria en que ha devenido la República no resultan muy lógicas.
Chávez murió y sus herederos parece que desean (de dar crédito a la retórica fanfarrona de Cabello o a las contradicciones sin fin de Maduro) que el epílogo del chavismo sea apocalíptico. Quiera Dios que no lo logren. Un día de guerra civil son cien años de odio. Nuestra última guerra civil fue la llamada Revolución Libertadora de Manuel Antonio Matos (el principal banquero del país, emparentado con Guzmán Blanco). En el papel, la insurgencia no podía perder: agrupaba contra Cipriano Castro a los más destacados caudillos de la historia con olor a pólvora de nuestro siglo XIX. Pero perdió. Fue una guerra horrorosa: la última con batallas de verdad y casi 40.000 muertos, según las cifras de Arellano Moreno en su Mirador de Historia Política Venezolana. El encuentro más prolongado y sangriento (22 días y cerca de 4.500 bajas, en una lucha casa por casa) fue la Batalla de La Victoria. Según referencias aportadas por Manuel Caballero en Gómez, el tirano liberal, los observadores militares norteamericanos de la Batalla de Ciudad Bolívar (22 de julio de 1903) estimaron en 1.200 los fallecidos en la acción que constituyó la derrota definitiva de los revolucionarios y el reconocimiento de las cualidades de combatiente de un comerciante y hacendado fronterizo trocado en “General” de montoneras, Juan Vicente Gómez. Según sus propios cálculos, el chavismo no puede dejar el poder, pero….¡nunca se sabe! Los vivos, en el alarde de su propia viveza, suelen terminar por dejar de ser inteligentes. Y en política (más aún en la política venezolana) nada es eterno.
Los excesos de Castro minaron su salud. Y la salud minada abrió el paso a la operación quirúrgica y a la recomendación de su tratamiento en el exterior. La historia es conocida. Castro dejó a su compadre encargado del poder. A un mes de su partida ya Castro no era más Presidente. Sic transit gloria mundi. A Gómez le llevaron el telegrama donde el delirante caudillo (respondiendo quién sabe a qué informe o intriga) recordaba desde afuera: “A la culebra se la mata por la cabeza”. Ahora interceptan los teléfonos y los correos electrónicos; antes lo hacían con los telegramas. La operación interna fue política. Sin un tiro. Rodearon inicialmente a Gómez los políticos de Caracas y Valencia que pensaban que un hombre primitivo y de muy escasas letras sería presa fácil de la casi ilimitada capacidad de maniobra que el sector que deseaba unir el poder político y el económico se atribuía maquiavélicamente a sí mismo. Gómez los dejó hacer zamarramente. Luego los eliminó, política o físicamente (y, en algunos casos, política y físicamente). Por 27 años seguidos, desde 1908 hasta su muerte natural en diciembre de 1935, fue, para decirlo con la consigna urdida por la adulación de Ezequiel Vivas, ¡Gómez único! ¿Logrará Chávez emular a Gómez? No parece. Hasta ahora, en analogía de proporcionalidad impropia, lo más que se ha visto como distintivo del actual desastre fue el título del lujoso ejemplar que se distribuyó en Caracas a los asistentes a una Cumbre de la OPEP. (Se atribuyó la autoría al General Jacinto Pérez Arcay). El título del volumen reza, presentando los documentos básicos de la revolución bolivariana (¡?): Por ahora….y para siempre! Gracias a Dios, los para siempre de la historia venezolana resultan un ratico, más o menos prolongado. Hitler habló del Reich Milenario. Dejando como herencia millones de muertos sólo se extendió por 12 años. En un arranque de magnanimidad, Chávez dijo en Barinas, en los alrededores del 2004, que su V República duraría cinco mil años! El chavismo ya dura un poquito más que el III Reich. Como dice el Eclesiastés, alguna vez citado instrumentalmente por Chávez, todo tiene su tiempo.
No se ha dejado tranquilo a Bolívar. Además de un atormentado aquelarre de madrugada para hurgar en sus huesos, al parecer, contando con los buenos oficios de Farruco Sesto, se pretende erigirle un mausoleo faraónico. Chávez llevó también a Cipriano Castro al Panteón. Elías Pino Iturrieta escribió sobre la legítima duda que asalta sobre si quienes allí lo llevaron como “prócer” sabían lo que hacían. Luego de la discutible presencia de Guzmán Blanco y del espectáculo circense con el traslado “simbólico” de Guacaipuro (una especie de vodevil donde actuaron un plumífero “indígena” gringo y otros danzantes), con la parafernalia a raíz de lo de Castro quedó claro el absoluto irrespeto de la Revolución por el Panteón y quienes allí aguardan, junto con el Libertador la resurrección carne.
Con Gómez los intelectuales sirvieron de escabel a la tiranía personalista. Más que un militarismo, en sentido estricto, el gomecismo fue el canto del cisne de nuestro caudillismo rural, cazurro y arbitrario, que exigió para su consolidación la seguridad de un ejército nacional (que comenzó a formarse después de una centuria de belicismo suicida en el desorden interno). Los “militares” que mandaban no eran propiamente de academia. Eran servidores del poder; y éste no era otro que Juan Vicente Gómez. Era, pues, un poder con nombre y apellido. En su persona se concentraba, se monopolizaba, sin adornos de pluralismo, el ejercicio de la capacidad de decisión. A Gómez no le importaban las ficciones jurídicas sino las realidades prácticas. Las ficciones se las preparaban los intelectuales que se prestaban, por cansancio o por falta de vergüenza, a ser piezas al uso, según el capricho del dictador. Gómez podía estar, formalmente hablando, fuera del ejercicio de la Presidencia. Pero nadie dudaba que quien mandaba era él, y nadie más. Así, cuando salió “en campaña” para combatir una supuesta invasión de sus adversarios, dejó a José Gil Fortoul, a la sazón Presidente del Consejo de Gobierno, como Presidente Encargado de la República. Eso fue en 1913. En 1914 comenzó un espectáculo alucinante: uno de los más pintorescos pasajes de nuestra historia de opereta. Hizo designar a Victorino Márquez Bustillos como Presidente Provisional de la República. Y fue laprovisionalidad más larga de la historia. Posiblemente no sólo de la historia de Venezuela. No conozco un fenómeno semejante en ninguna otra latitud. Márquez Bustillos estuvo allí, atento a desempeñar el papel asignado, sin ninguna pretensión de independencia o creatividad personal, desde 1914 hasta 1922. Y luego un Presidente “elegido constitucionalmente”, Juan Bautista Pérez duró escasamente de 1929 a 1931 cuando se le pidió la renuncia (que presentó con rapidez y docilidad) para que Gómez volviera, cumplidos los requisitos jurídicos formales, al desempeño de la primera magistratura hasta su muerte. La sorna caraqueña ―aguda, inagotable― decía, en referencia a Miraflores: “Aquí vive el Presidente / y el que manda / vive enfrente”. En realidad, Gómez vivía en Maracay.
En la crisis que han representado y representan Chávez y el chavismo estamos viviendo un salto atrás histórico. Y sin demasiada capacidad de reacción intelectual. Es verdad que prácticamente ninguno de los que genéricamente integran lo que podría llamarse hoy la intelligentsia nacional está en las filas de los defensores o adulantes del régimen. Más aún: los pocos que se arrimaron o abordaron, con variadas intenciones a la balandra del ganador, después de las elecciones del 98 hace rato no lanzan alabanzas sino amargas críticas contra quien les deshizo, cuando le convino, su ilusión escapista. Los historiadores (Manuel Caballero, q.e.p.d., Germán Carrera Damas y Elías Pino Iturrieta a la cabeza) y los humoristas (Zapata, Laureano Márquez, Claudio Nazoa, Rayma, entre otros), son demostrativos que la crisis social y política sirve para encontrar en el presente, desatados, los peores fantasmas de nuestra historia; y que, como desgobierno nacional, la pesadilla actual es veta inagotable para la mejor medicina contra la úlcera: la risa.
Chávez tuvo numerosos Vicepresidentes, en catorce años. Ninguno con poder real. La rotación en Ministerios claves como el de Interior y Justicia y el de Defensa puso de relieve que la provisionalidad, al revés de cuando Gómez, debe verse en todos los órdenes de la alta burocracia estatal, pero no en la Presidencia. Chávez no es Gómez. Los 40 años de democracia civil, civilista y civilizada, vituperados por él y sus seguidores, a pesar de sus defectos (entre otros, como queda dicho, la anemia letal de los partidos fundamentales del siglo XX y el éxito político de Chávez y el chavismo), permitieron el desarrollo, aún incipiente, de una conciencia ciudadana que, gracias a Dios, no tolera ya un Gómez. Por si faltaran razones, indico una simple y de bulto: porque esta Venezuela del arranque del siglo XXI no es la misma del inicio apesadumbrado de nuestro siglo XX. Mario Briceño-Iragorry habló, respecto a los más destacados personajes de la generación positivista que nutrieron los cuadros gobernantes del gomecismo, de la traición de los mejores. Su elevada preparación cultural, en un país minado por el paludismo y otras endemias, por la incultura y la pobreza, se usó pro bono suo, en su propio beneficio, pero no en servicio para elevar la humana condición de un pueblo que esperaba. Y esperó largamente, hasta que comenzara, en la sobada expresión de Picón-Salas, el siglo XX en 1936. Hoy, me parece que podría, objetivamente, hablarse de la complicidad de los peores. Y parece que está a punto de comenzar en 2014, en Venezuela, un retardado siglo XXI.
Apareció el petróleo, en las primeras décadas del siglo pasado. El General petróleo fue quien realmente realizó la profunda transformación de la Venezuela desde la primera mitad del siglo XX. Se operó el cambio de la República pobre, pobrísima, a la República rica. Fue el cambio, como ya dije, de la nación campesina a la nación urbana; del país rural al país minero. Del sueño imposible de La Alborada de Rómulo Gallegos, al despuntar la centuria, al sueño rebelde y acariciable en su potencialidad modernizadora de la élite universitaria de 1928 (en un país con más de un 70 % de analfabetismo), va toda la elipse que cristaliza en el imaginario colectivo distinto de una generación civil, civilista y civilizada. Saint-Just hablaba de la force de choses. Rómulo Betancourt, quizá parodiándolo, hablaba de la terquedad de los hechos. No pueden evadirse, con un simple alarde de voluntarismo, las fronteras y las limitaciones de la realidad. Chávez parece no haber entendido eso. Y contagió la incomprensión al tándem Maduro-Cabello. Pero si no se entiende eso, la política se convierte en un ejercicio de escapismo. Y si el escapismo logra armarse de la arbitrariedad hecha poder el daño colectivo puede ser de dimensiones bastante grandes. La aniquilación de la empresa petrolera nacional, PDVSA, p. e., fue, desde el más alto gobierno, una “política” deliberada.
Para la fortaleza del civilismo democrático
La rabia a los defectos del pasado ha cedido su lugar, ante las evidencias del actual desmadre gubernamental, a la decidida combatividad de grupos democráticos que buscan galvanizar las mayorías nacionales, tanto de la sociedad política como de la sociedad civil. Ello se puso en evidencia a pesar de las deformaciones del actual sistema electoral (hecho para beneficiar siempre a Chávez y al chavismo) en la última elección parlamentaria de 2010, donde el Consejo Electoral, ante la aplastante victoria opositora debió concederle el 52 % de los sufragios, que chavistamente se traducían en una minoría de asientos en la Asamblea Nacional. La tarea de empezar a labrar el futuro saliendo de este oscuro presente es vista como tarea que debería ser de todos, como empeño que no admite la deserción ni la cobardía. Desde diciembre de 2001 es, sin posible marcha atrás. Con tragedias como la del 2002, con Tiburón 1 ordenando la represión asesina de la gigantesca manifestación pacífica. Con avances y retrocesos, con éxitos y fracasos, con heroísmos y ruindades, con sacrificios sin cuento. Millones de ciudadanos con banderas, canciones y consignas conquistando la calle. Con muertos y perseguidos. Millones de firmas para salir de esto en paz, una y otra vez. Siempre con la sensación que hemos, como se dice en criollo, llegado al llegadero. El Firmazo, el Reafirmazo y el Revocatorio, el 2004. La victoria de la campaña dirigida por el Movimiento Estudiantil contra los caprichos constitucionales del mandamás —como la reelección indefinida— el 2007 (que Chávez, acompañado del Lumpenmilitariat, calificó irritado con términos escatológicos que la decencia impide transcribir).
Somos un país en crisis, aunque el teniente Cabello se empeñe en negarlo. Todo ese conjunto de desgracias no son una campaña mediática, como se empeñan a menudo sus voceros en decir, Son una tremenda realidad que presagia adversidades políticas en el futuro inmediato. Con cifras de desempleo y de pobreza que indican lo mal que el venezolano del comienzo triste del siglo XXI ya está viviendo, con la revolución que es demolición. No está, no, Venezuela en su mejor momento. Tampoco lo está el post-chavismo y esa “Revolución” con cara de pagaré vencido. No hay demolición bonita. Los ciudadanos de a pie piden unidad. Parece que se requiere unidad para dirigir. Para dirigir eficazmente, en medio de un desarrollo de acontecimientos que puede desembocar, en tragedia. El gobierno pareciera, con su criminal política económica y social, estar precipitando un estallido, sin darse cuenta de que Nerón incendió Roma y, aunque estuvo cantando ante el incendio, se vio, a la postre, en la cobarde necesidad de inventar luego la culpa de los cristianos para tapar, con los horrores de la persecución, los hechos de su locura delincuente. La mayoría sabe que no hay ninguna posibilidad de empezar a construir la salida de la crisis nacional mientras la locura neroniana siga en el poder.
En medio de la situación actual, pues, la lucha por salir honorablemente de ella continúa. No es momento de apaciguamientos. “El apaciguamiento ―recuerda Dick Morris en Juegos de poder― no brinda una opción entre la paz y la guerra, sino sólo entre luchar y rendirse”. Y la palabra rendición no existe en nuestro diccionario. Riesgos no faltan ni faltarán. Ellos no pueden mellar el ánimo, sino fortalecerlo. Alexander Hamilton advirtió que una nación que prefiere la deshonra al peligro está preparada para tener un amo y se lo merece. Con los testimonios ya dados por la sociedad civil y la nueva juventud venezolana —sobre todo la universitaria— no parece ser esa, en la actualidad, gracias a Dios, la situación de nuestra patria. El fin de la pesadilla parece inminente.