Corrupción e hipocresía
No existe un solo hombre que no haya merecido la horca unas cinco o seis veces.
Michel de Montaigne.
Miguel Nule ha recibido ataques de todos los sectores porque dijo una verdad incómoda: “La corrupción es inherente al ser humano”. Buscó justificar una supuesta defraudación al Estado, pero solo obtuvo una explicación para su conducta. Julio César Turbay reconoció la misma debilidad humana cuando dijo que debemos “reducir la corrupción a sus justas proporciones”. Una frase aguda, instintiva, que brotó sin que el autor hubiese “tenido la culpa”.
La corrupción, en su forma de malversaciones y robos al estado, apenas una de sus múltiples facetas, todas oscuras, tiene carácter universal. La prueba: se ha dado en todos los pueblos que la historia registra, en todas las culturas; se ha dado en los bajos fondos, a mano armada, pero también se ha dado en los hogares honestos, en las llamadas buenas familias. Hay corruptos de cuello duro, de club social; los hay también de clase media, y no faltan los callejeros, sin pretensiones. La corrupción es ubicua, pero conocemos apenas la punta del iceberg, porque ese pecado se mueve en la penumbra, actúa en forma subterránea, o es acolitado y encubierto por compinches que también derivan utilidades de los actos del primero. Lo de ser universal no impide que haya hombres honestos, a toda prueba, pero son la excepción. Hombres probos, como dicen, pero, por ser aves raras, son más notables y más valorados.
Lo dicho no significa que la mayoría nos mantengamos realizando actos corruptos: solo significa que somos proclives a tal pecado; que, como el ladrón, sucumbimos a veces a la ocasión, a la dulce tentación del dinero fácil, y de la gloria que produce; tentación que crece aceleradamente con el monto. Reconozcamos que se requiere bastante honestidad para resistir sus atractivos. Y existen otros desencadenantes: la necesidad, la ambición, o el hecho de detentar el poder, corruptor universal, todo con el beneplácito de la impunidad.
Además, el beneficio para el corrupto puede llegar a ser grande, en tanto que el daño causado al Fisco suele ser pequeño. Esa es la perspectiva que se tiene cuando se le roba al Estado: para este, la mengua en sus recursos es infinitesimal, mientras que el beneficio personal puede llegar a ser significativo. Y así, diluido su efecto, la culpa se diluye en igual medida, y el pecado cometido nos resulta insignificante, hasta hacerse imperceptible.
Un factor que facilita el acto corrupto es que el doliente, el Estado, no es persona natural, y nuestro sistema para producir el reato de consciencia y despertar la compasión se activa ante el sujeto de carne y hueso. La conciencia no siente lastima del Estado, impersonal, sin alma; distinto sería robarle al prójimo, sobre todo si el daño se le hiciese a una persona de bajos recursos. La lástima obraría en este caso como eficiente factor de disuasión. Pero hay otros factores positivos: una educación ética sólida, el temor al desprestigio, el temor al pecado (para algunos creyentes) y el temor a la sanción penal. Esta última es un invento humano para llevar la corrupción a sus “justas proporciones”. Pero el remedio no siempre es efectivo, porque la ley, amén de tener demasiadas fisuras, es solo para los de ruana. Otro universal humano.
A veces somos atrevidos y superamos “las justas proporciones”. Se trata de los megacorruptos, los más odiosos y odiados, animales de sangre fría, capaces de cometer defraudaciones de miles de millones de pesos y de correr los peligros del desprestigio y la cárcel. Por fortuna, pocos son los que tienen la oportunidad de pertenecer al mundo de las grandes contrataciones, el de las licitaciones millonarias.
Como en todo, hay corruptos de todas las tallas. La mayoría, sin embargo, son de poca monta, inofensivos, incapaces de robarle al Fisco sumas “desproporcionadas”. Un soborno al policía de tránsito por un pico y placa de un olvido (“le ayudo a un pobre y, además, esa platica se la salen robando los funcionarios corruptos”, decimos con hipocresía); un matute pequeño transportado por el correo de las brujas, pero que “no valió la pena”, nos justificamos; una propiedad “vendida” por un valor inferior al real, con el aval del notario; unos “pesitos” que nos “entraron” por ahí sin dejar recibo y que “se nos quedaron en el tintero” al hacer la declaración de renta y patrimonio; una película clonada, adquirida a bajo precio en el semáforo, omúsica copiada sin pagar los derechos de autor; algunos programas (software) pirateados, para nuestro computador personal… La clase media de la corrupción, cobarde ante el robo desmedido, pero corrupción de todos modos, pues participa de la misma esencia de la corrupción a gran escala. Invisible, pues nos hemos habituado a convivir con ella.
Y los ingresos recibidos “por debajo”, como gastos de representación y otras prebendas de los grandes salarios, son de nuevo artilugios de la corrupción, para que no aparezca como tal. Disfraces que ya no engañan a nadie. Más de una empresa paga en especie, esto es, por fuera de nómina para que el empleado declare menos impuestos, o pacta con aquel, sobre todo si el salario es alto, pasar una parte como “gastos de representación”. Y son los mismos funcionarios del gobierno los que incurren en esas indelicadezas, los honorables congresistas: amén de aumentar ellos mismos sus salarios hasta límites de lujo, han logrado que parte importante de sus ingresos no pase por la Dian. Para completar, les dan “palomitas” cortas en el cargo a parientes y amigos en edades jubilares para que obtengan de un solo golpe una cómoda pensión de retiro.
Somos nepóticos por diseño darwiniano, es decir, el nepotismo es inherente a la naturaleza humana, y es una de nuestras grandes flaquezas. “La caridad comienza por casa”, decimos como justificación. De ahí se deriva el carrusel de parientes y amigos del funcionario público chupando de las tetas del estado, largo carrusel de corrupción. Ahora y en todos los tiempos pasados. Han sucumbido a esa flaqueza humana faraones, reyes, emperadores, zares, dictadores, sátrapas, jeques… En realidad no roban al Estado: simplemente se roban el Estado. Corrupción total.
Todo político es corrupto, hasta que no demuestre lo contrario, dicen por ahí. Y no es propiamente porque los políticos formen una casta de humanos caracterizada por la corrupción, sino porque ocupan cargos desde los cuales tienen acceso a los grandes dineros públicos y a los contratos multimillonarios, en los cuales un pequeño porcentaje obtenido por arreglos deshonestos se convierte en una suma no despreciable. Y sabemos que la ocasión hace al ladrón: el “serrucho”, la “comisión”, la “rosca”, la “propina”, la coima y el cohecho son nombres variados para lo mismo, y cuando la cosa es en serie o en seguidilla, se habla de “carruseles”.
Un pensador sensato decía: “Reconozcamos que la naturaleza humana está compuesta de demonios y de ángeles, y debemos estar preparados para mantener esos demonios a raya (si es necesario, en la cárcel)”. Es necesario que las leyes anticorrupción se diseñen teniendo en cuenta las proclividades humanas o, mejor, sus fortalezas para la trampa y el delito. Esas leyes deben formar una red, imposible de violar sin comprometer a un conjunto grande de funcionarios que laboren en sitios independientes, aislados. No se acaba la corrupción, pero si se la hace más improbable.
Contra la corrupción existe un antídoto que anestesia la conciencia: la doble moral, uno de los disfraces de la hipocresía. Y una cómoda manera de mirar el mundo, de tal suerte que los pecados nuestros se justifiquen. Solo vemos la paja en el ojo ajeno. Presbicia mental.
El autor, antes de escribir el ensayo, no sabía nada sobre los capitales escondidos en Panamá, corrupción al por mayor.
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