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Armando Durán/Laberintos: Todos contra Almagro y la OEA

 

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   “Almagro es promotor de un golpe de Estado en Venezuela y actúa en favor de los factores opositores que pretenden, por vía de la violencia, derrocar a un gobierno constitucional.”

   Textualmente, esta fue la denuncia contra Luis Almagro, secretario general de la OEA, formulada por Delcy Rodríguez, ministra de Relaciones Exteriores de Venezuela, en declaración a los medios de comunicación la tarde del lunes, víspera de la Asamblea General del organismo, cuya instalación tuvo lugar el día siguiente en la capital de República Dominicana. Complemento de esta dura descalificación de Almagro fueron los afiches de metro y medio de largo pegados en paredes y muros de Santo Domingo, con una fotografía de Almagro y una atribución infamante: “¡Almagro, agente de la CIA!!” Más abajo se lee que para el gobierno de la República Bolivariana de Venezuela, Almagro es “persona no grata.”

   El caso Venezuela no es tema de esta Asamblea General, pero resultaba inevitable que la grave crisis que coloca a la patria de Bolívar a un corto paso de la peor catástrofe de su época republicana, se instalara en el ánimo de un encuentro que suele limitar sus debates a la retórica y a cuestiones de carácter exclusivamente administrativo. Sobre todo, porque el jueves 23 de junio, en sesión extraordinaria del Consejo Permanente de la OEA, solicitada por Almagro, los países miembros tendrán que analizar su informe de 132 páginas sobre el caso Venezuela y también tendrán que decidir si resulta pertinente aplicarle o no al gobierno de Nicolás Maduro la Carta Democrática Interamericana, cuyo texto fue aprobado en Lima, Perú, el 11 de septiembre de 2001.

   Este mecanismo, cuyo objetivo central persigue el propósito de garantizar el derecho de los pueblos a la democracia y la obligación de los gobiernos a promoverla y defenderla, contempla en su artículo 20 que “en caso de que en un Estado Miembro se produzca una alteración del orden constitucional que afecte gravemente el orden democrático, cualquier Estado Miembro o el Secretario General podrá solicitar la convocatoria inmediata del Consejo Permanente para realizar una apreciación colectiva de la situación y adoptar las decisiones que estime conveniente.” Exactamente, lo que sostiene Almagro en su informe que ha sucedido en Venezuela.

   Todos sabemos que la posición del gobierno Maduro es que en Venezuela no existe crisis alguna ni nada que se les parezca. La escasez de alimentos y medicamentos, la inflación y la incertidumbre ciudadanas, sostienen los voceros del régimen, sencillamente son el lamentable efecto de las acciones criminales emprendidas por oscuros intereses internacionales, aliados a una burguesía nacional apátrida, lo que la propaganda oficial califica de “guerra económica”, con la finalidad de arrebatarle al pueblo su bienestar y su revolución. En el marco de lo que sería esta denuncia, el gobierno venezolano acusa a Almagro de ser una pieza clave de la conspiración, al recurrir a la Carta Democrática Interamericana para aislar internacionalmente al gobierno Maduro y facilitar así su derrocamiento, justificándolo mediante la manipulación informativa coordinada con la gran prensa reaccionaria de todo el mundo.

   Desde los ya remotos tiempos de la guerra fría, los gobiernos latinoamericanos han preferido mantenerse al margen de los conflictos que puedan estallar en los países hermanos del hemisferio. No se sienten a gusto, pues, con este dilema que de repente les ha planteado Almagro, así estén de acuerdo con él. Tampoco pueden, sin embargo, pasar por alto la profundización de la crisis venezolana y las consecuencias que puede llegar a provocar en otros países. Todos comparten, además, aunque sólo sea por comodidad, el criterio tradicional de la política exterior de Estados Unidos para la región, cuyo principal objetivo ha sido siempre garantizar la estabilidad económica y social de las naciones latinoamericanas, a pesar de que ello pueda significar el sacrificio de la democracia y los derechos humanos como pilares de la vida política.

   Esto quiere decir que, puestos a escoger, Washington siempre ha preferido el desarrollo político ordenado de sus vecinos, incluso al precio de fomentar y sostener dictaduras feroces, como las que dominaron el escenario político del cono sur continental durante los años ochenta del siglo pasado, para impedir el triunfo del caos de extremismos políticos de izquierda, la anarquía de aquellos tiempos convulsos. De ahí que desde que Hugo Chávez comenzó a transitar por el espinoso camino de reproducir en Venezuela la experiencia de la revolución cubana, así fuera por medios muy distintos a los empleados en su momento por Fidel Castro, en lugar de enfrentarlo como hicieron en los años sesenta con Cuba, Washington se ha inclinado en todo momento por promover respuestas exclusivamente políticas al desafío chavista y tratar de soportar lo que sea para no perder los hilos de una convivencia difícil pero necesaria de Washington con Caracas. Una actitud que hasta ahora le había permitido cohabitar con el universo chavista sin poner en verdadero peligro lo que siempre le ha interesado conservar de Venezuela: el suministro seguro de petróleo al mercado de Estados Unidos. Y que ahora, después del borrón y cuenta nueva implícito tras el amable fin de semana de Barack Obama y familia en La Habana, adquiere un peso y una significación cuyos alcances no se pueden precisar por ahora.

   Desde esta novísima perspectiva es que puede uno aproximarse a las razones que impulsaron al Departamento de Estado a respaldar discretamente el esfuerzo mediador de los ex presidentes José Luis Rodríguez Zapatero, Leonel Fernández y Martín Torrijos, auspiciado por el también ex presiente Ernesto Samper, secretario general de Unasur, organismo creado por Chávez para disponer de una organización regional sin la presencia de Estados Unidos ni Canadá. Era una fórmula política para anular la iniciativa que ponía en marcha Almagro en la OEA sin oponerse directamente a ella, y ser, como siempre le ha gustado ser a Washington, el operador que controle, directamente, todo lo que ocurra al sur del río Grande.

   En un primer momento, la maniobra tuvo éxito. De manera muy especial, porque Mauricio Macri, con tal de obtener el apoyo de Estados Unidos y Venezuela en el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas para la aspiración de su ministra de Relaciones Exteriores de ser electa en septiembre nueva secretaria general de Naciones Unidas, renunció a su intransigente denuncia del gobierno Maduro durante su campaña electoral, y se le anticipó a Almagro en la OEA presentándole el pasado primero de junio al Consejo Permanente del organismo una propuesta de declaración en favor del diálogo que Unasur y sus mediadores creían haber iniciado el viernes 28 de mayo. En su proyecto de Declaración Argentina no mencionaba a Almagro ni a la Carta Democrática Interamericana, pero quedaba clara la intención de este complicado operativo destinado a hacer fracasar el proyecto Almagro.

   En ningún momento el gobierno Maduro, ni Washington, ni el papa Francisco, ni Unasur, ni los mediadores, ni Macri pensaron que sus planes podrían salir mal, pero la filtración a la prensa de los primeros encuentros de representantes del gobierno y la oposición venezolana con los tres ex presidentes en Punta Cana, República Dominicana, y el hecho de que esos encuentros no tenían por qué celebrarse en el extranjero, muchos menos en el mayor de los secretos, generaron la muy razonable sospecha de que allí había gato encerrado, y provocaron duras protestas en Venezuela. A la oposición no le quedó más remedio que afirmar que no volverían a reunirse con los mediadores hasta que Maduro aceptara sus cuatro condiciones: libertad de todos los presos políticos, acatamiento de las decisiones constitucionales de la Asamblea Nacional y aprobación del plan de 10 punto para la recuperación económica de Venezuela aprobado por el poder Legislativo. Era evidente que el diálogo gobierno-oposición había muerto antes de nacer.

   Si en las capitales de América Latina sus gobiernos habían respirado tranquilos tras los primeros contactos en Punta Cana, al saberse la brusca interrupción de ese diálogo gobierno-oposición y la negativa de la oposición a volverse a reunir con los mediadores de Punta Cana, se imponía volver a pasearse por la imposibilidad real de encontrarle una salida política negociada a la crisis venezolana. O sea, que la fecha fatal del 23 de junio volvía a cobrar su implacable vigencia y ese día, a pesar de todos los pesares, todos los países miembros tendrían que fijar posición sobre el informe Almagro y sobre su decisión de invocar el artículo 20 de la Carta Democrática Interamericana.

   La beligerante posición adoptada por Delcy Rodríguez contra Almagro en sus declaraciones a la prensa, en los afiches contra Almagro con los que tapiaron muros y paredes de Santo Domingo y su intervención en la plenaria de la Asamblea General de la OEA el martes por la mañana, a lo que se sumaba de manera inesperada la declaración del presidente Macri contra Maduro después de reunirse en la Casa Rosada con Henrique Capriles, en gira por Paraguay, Argentina y Brasil, según declaró en Buenos Aires, “a pedir que Mercosur y Unasur sean firmes en que Venezuela tiene que respetar la Constitución.” A tan pocos días de la reunión del 23 de junio, estas incidencias sólo han servido para acrecentar los temores. Mucho más cuando John Kerry le respondió a su homóloga venezolana que era preciso devolverle su libertad a los presos políticos y celebrar el referéndum revocatorio del mandato presidencial de Maduro, los dos puntos más irritantes de las exigencias que se le hacen a Maduro dentro y fuera de Venezuela.

   Poco duró la inquietud, sin embargo, pues en la tarde de ese mismo y controversial martes, Kerry y Rodríguez sostuvieron una entrevista privada, al cabo de la cual la posición de Kerry era diametralmente opuesta. “En estos momentos”, declaró para sorpresa de medio mundo, “creo que es más constructivo tener un diálogo que aislar.” Es decir, que la opción OEA y Carta Democrática Interamericana desaparecían del horizonte continental, que el gobierno Maduro y la oposición venezolana volverían a sentarse a una misma mesa, que en lugar de tener a Unasur y a los mediadores de Punta Cana como intermediarios, Thomas Shannon, sub secretario para Asuntos Hemisféricos del Departamento de Estado norteamericano, viajaría de inmediato a Venezuela, y a pesar de que nadie informó de cuándo lo haría, la convicción es que seguramente será antes del dichoso 23 de junio y así sacar del juego, al menos por ahora, a Almagro y a la OEA, y resucitar, para mayor gloria de la estabilidad interna de Venezuela, al precio que sea, el diálogo Washington-Caracas, pero también el de representantes del gobierno y la oposición. Con nuevos términos, bajo la coordinación ahora de Estados Unidos y, sin la menor duda, con decisiva asesoría cubana, que quizá termine siendo la pieza clave para borrar a partir de ahora hasta la existencia misma de la OEA y para armar, en estrecha colaboración con Washington, el complejo rompecabezas venezolano.  

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