Colombia: El legado de la guerra
La condena moral de la guerra no impide reconocer que, en respuesta a ésta y con dificultades, construimos el Estado, la Nación y la ciudadanía que tenemos, como ocurrió en Europa entre los siglos XVII y XVIII.
Por eso, tras el acuerdo entre el Gobierno y las Farc para silenciar los fusiles, debemos preguntarnos: ¿en un contexto de paz se fortalecerá el Estado, se cohesionará la Nación y se potenciará la cultura ciudadana mejor que lo hicimos a pesar de la guerra?
Las guerrillas, fenómeno predominantemente rural, obligaron al Estado a intentar llegar a todos los rincones del territorio. Un Leviatán desafiado por la insurgencia se vio en la necesidad de atender a una población desplazada, extorsionada, secuestrada y atemorizada. La guerra y la paz fueron el centro de la agenda de las campañas presidenciales desde 1982 hasta el 2014. La profesionalización del Ejército iniciada a finales de los 90 y el incremento del gasto militar que requirió la lucha anti-subversiva fortalecieron y modernizaron al Estado. Aunque las Farc no fue el único actor de tal desafío, sí fue el más relevante por el impacto de sus acciones.
La existencia de un enemigo político claramente definido, sobre todo después del Caguán, desarrolló un sentido colectivo de “nosotros” frente a “ellos” cuya expresión política más elocuente fueron las multitudinarias marchas del 4 de febrero de 2008 al clamor de “No más Farc”. Las voces de las familias de los secuestrados en la radio, las Operaciones Jaque y Fénix, así como los rescates de quienes pasaron años en la selva privados de su libertad fueron recibidos por una sociedad que, conmovida hasta las lágrimas, expresó un sentimiento nacional comparable al que generaban nuestros ocasionales logros deportivos.
Por su parte, las bombas en las ciudades y la sevicia de cilindros, tomas de pueblos y secuestros contribuyeron a que la ciudadanía repudiara la violencia y le negara cualquier justificación ideológica. Aunque desde cátedras universitarias y despachos judiciales se difunden sofisticadas justificaciones del recurso a las armas, el rechazo de la violencia como medio para obtener propósitos políticos es una lección elemental que aprende toda sociedad democrática y civilizada, y que acá asimilamos con sangre por cuenta de los horrores de la guerrilla (no así con los de los paramilitares).
La paz que vendrá requiere un Estado fuerte, cuyas instituciones —no sólo la Fuerza Pública— hagan presencia en todo el territorio y afronten con eficacia las diversas formas de violencia. Asimismo, si los otrora alzados en armas se incorporan con lealtad al pacto social y no ceden a la tentación de perseguir judicialmente a sus viejos enemigos y a entronizar una memoria histórica revanchista, será posible tejer un “nosotros” que no incube nuevas violencias. Y finalmente, una ciudadanía participativa, deliberante y tolerante evitará el contrasentido de que la paz nos divida más que la guerra.
Para construir en la paz sobre lo construido a pesar de la guerra necesitamos pasar de la poesía de la paz a la prosa del posacuerdo.