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¿De qué se reía Borges?

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El escritor argentino inaugura una serie que revela los rincones más desconocidos de grandes creadores

Reía en medio del paso de peatones de Londres, seguido de Guillermo Cabrera Infante. Llevaba en la mano un tique, en la otra el bastón repujado. Ante él, el muñequito verde del semáforo, y Guillermo iba detrás, comprobando que quizá Borges veía. El traje impecable, el pelo bien peinado. Ahí estaba riendo; Cabrera Infante decía que quizá reía porque mientras caminaba sabía el camino, veía el final, no estaba en un túnel.

En esta otra fotografía está mirando el mango de su bello bastón oscuro; el tacto es la mejor manera de ver las sombras de las cosas, y ríe. Con él está, en Sevilla, su compañero de sombras, Gonzalo Torrente Ballester. Ríe con él, hablan; en realidad, en la fotografía parece que están hablando, pero cantan. A Torrente le gustan los tangos, se los sabe de memoria, y le canta a Borges canciones de los compadritos, cuchilleros feroces que habitan las esquinas de las calles que abundan en los cuentos del argentino. A éste no le queda más remedio que reír. Le pregunta Torrente por qué ríe:

—Porque estaba pensando en cómo se reiría usted si me pongo a cantar coplas islandesas.

No se puede saber cómo supo que Torrente asentía con la cabeza, pero lo cierto es que empezó a cantar, como un niño. Nunca lanzaba carcajadas, pero otra vez rió Borges al terminar de cantar.

En este otro retrato está cansado, sobre un estrado, en Santander. Le acompaña Juan Cueto, su amigo asturiano, con quien ha ido hablando, en el coche, sobre el diccionario de Covarrubias, que Cueto conserva junto a los últimos inventos de la tecnología. La gente que le escucha hablar, desde ese estrado, cree que Borges ha dicho que está “muy jodido”; cuando le dicen a Borges que eso es lo que escuchó el auditorio él se ríe y trata de aclarar: “No, no, he dicho que estoy muy conmovido”. Otros dicen que lo aclaró de otro modo: “Y qué, mejor que piensen que estoy muy jodido”.

En esta ocasión viaja por Madrid, un coche pequeño, un 127, unos acompañantes ocasionales, un poeta y una niña. Él pide que le expliquen las calles, los contornos por donde vivió Ortega, qué se come. En la mesa pide vichyssoise, “para hacerlo más difícil”, y en el viaje de vuelta canta, como hizo ante Torrente, canciones islandesas, que va traduciendo, como si pusiera subtítulos. Al llegar al hotel baja muy diestro, pone un pie y luego otro, como en esa secuencia famosa y divertida del cuento de Cortázar, y afirma, riendo, “y hasta aquí puedo llegar”. El poeta se baja también y lo acompaña hasta donde Borges le indica. En algún momento dice: “Perdone que usted también sea mi bastón”.

En el mismo sitio, algún tiempo después, requiere a uno de sus acompañantes para que lo sitúe bajo la mejor luz de Madrid. ¿Qué luz, Borges? “Venga conmigo”. Están en el hotel Palace y él se sabe esa geografía. El acompañante cree que lo va a llevar al Prado, o a Recoletos, o a las Vistillas, la mejor luz de Madrid. “No, está acá nomás”. Bajo el cenit del hotel, esa cúpula magnífica, elige un sitio en concreto y dice: “Acá, sentémonos acá. Es donde veo mejor los amarillos”. Un poco después es cuando pide que le cierren las maletas, “pero por favor, dejen unas pequeñas ranuras para que respiren las camisas”. Pero eso ya es muy conocido.

Mario Vargas Llosa fue su capitán en Lima. ¿Su capitán? Es lo que le dijo Borges. Estaban en la casa del escritor peruano y al argentino le entraron ganas de ir a orinar. Entonces se dirigió a Mario, era su casa y lo tenía al lado, y le pidió esa ayuda con esas palabras:

—¿Puede ser usted mi capitán?

Mientras satisfacía sus necesidades, ayudado por el autor de Conversación en la catedral, el autor de El Aleph dijo:

—¿Cuál cree usted que será el porvenir del catolicismo?

Fue una pregunta así, no hay confirmaciones, pero lo cierto es que esta vez el gesto de Borges era serio, no emitió ni una sonrisa.

Y reía en cualquier circunstancia, es cierto. Con María Kodama, que lo acompañó siempre, hasta el fin en Ginebra, hizo un famoso viaje en globo. Hace un año le pregunté a ella en un hotel frío de Madrid qué fue lo primero que dijo al subir en ese aerostato: “Ah, fue muy divertido. Cómo reía. Le habían dicho que tenía que pisar un estribo. Y él dijo: ‘Ah, cuando era joven yo era un excelente jinete…’ Pero ya estaba preparado: ¡había visto a los astronautas por televisión! Y allá arriba, en el globo, estaba fascinado”. Estaba como en su medio. La sensación con él era que en todas partes ya había estado; como no se sorprendía, se fascinaba y se reía.

Esto ocurrió en un desierto egipcio al que fue con Kodama. Se olía en el aire como una atmósfera sangrienta, en cualquier momento podían aparecer bandidos. Y Borges le dijo a María: “No nos preocupemos, disfrutemos este momento antes de que nos maten”.

Quienes los conocieron a ambos dicen que no hubo escritores más simpáticos y risueños que Borges y Onetti. Los dos tenían en sus apellidos el apellido Borges.

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