Ana Vélez Caicedo: La moda, una versión desvestida
Todos los cerebros del mundo son impotentes contra cualquier estupidez que esté de moda.
El origen del vestido proviene de la necesidad de protegernos la piel y el cuerpo de las inclemencias del entorno: sol y lluvia, frío y calor, insectos y plantas urticantes, superficies ásperas y duras. Una vez cumple su principal función, la moda empieza a desempeñar otras nuevas, pues todo lo que ponemos sobre nuestro cuerpo se vuelve parte de él, para bien o para mal. Los seres humanos somos tan fáciles de confundir con los adornos, como lo son las gallinas. Se hizo un experimento para mostrar el efecto atractivo que ejercen unas plumas largas adheridas a la cola de un gallo cuya especie no las tiene tan largas. Al crecerlas con extensiones, desmesuradamente, las gallinas enloquecieron de atracción. En los humanos, ciertos vestidos, zapatos o relojes llevan a consecuencias parecidas.
El ave macho viuda o widowbird, tiene una cola larga producto de la selección sexual, un estímulo supranormal. Cuando se alargan artificialmente estas plumas su atractivo aumenta.
En el reino animal, muchas especies ya vienen con su traje de fiesta. En los peces, en las aves y en algunos mamíferos los adornos son parte del equipaje genético, de su fenotipo. Las plumas coloridas y completas son garantía de que las aves están libres de enfermedades, de parásitos y que se saben alimentar bien. Los parásitos, así como una alimentación pobre, arruinan su apariencia; sobre todo, afectan la intensidad de los colores. Para lograr su bello color, la alimentación debe ser adecuada y abundante; por tanto, las plumas no solo embellecen el animal, sino que también son la prueba de que el espécimen es hábil y vigoroso. Adornos naturales como melenas, cuernos, colas, penachos, colores y, en general, los apéndices, evolucionan con la finalidad primordial de aumentar el atractivo sexual del portador. En la naturaleza, la belleza es la carnada que invita a la unión amorosa.
Ave Fragata con su atractivo adorno inflado.
En los humanos, el cabello se puede considerar un adorno equivalente a la melena del león. Un adorno más bien austero, en términos de espectacularidad; pero somos los únicos que nos adornamos artificialmente, que modificamos nuestro fenotipo y lo cargamos de cosas para aumentarle su valor. Fenotipo extendido, según la definición que hacen los biólogos, es todo lo que se vuelve parte de la persona, como la ropa, los zapatos, el teléfono celular, el reloj, las gafas, el carro, la casa. El fenotipo extendido está conformado por lo que cada persona arrastra consigo; mejor dicho, empieza con la ropa y termina con las habilidades personales, la fama y la declaración de renta.
Casi todos los inventos del hombre empiezan cumpliendo una función y terminan sirviendo para muchas cosas que no fueron previstas ni calculadas en los inicios. El vestuario se originó para vestir el cuerpo y evolucionó para desvestir el alma, para mostrar quiénes somos. Y así ha sido siempre. El cacique de la tribu primitiva no se vestían igual al indio, ni este al chamán; ni los varones se han vestido casi nunca igual que las hembras. Dice Quentin Bell, en su libro On Human Finery (pág 181), que solo cuando la mujer empezó a adquirir estatus empezó a vestirse para el mundo. En los estados feudales eran los hombres, no las mujeres, los que llevaban la moda.
Los hombres en la Europa feudal
Después de su función original de protegernos del medio exterior, el vestido empezó a desempeñar una función social, hoy tan importante como la original. Nos posicionamos ante el grupo humano al cual pertenecemos –la aldea global–, mostramos qué hacemos y qué puesto jerárquico ocupamos en la sociedad, qué puesto queremos aparentar que ocupamos. El vestuario y los accesorios son maneras de estar en el mundo, son “universales humanos” que dependen del lugar geográfico y jerárquico que las personas ocupan. La moda es el cambio del vestuario en el tiempo. Hoy se trasforma a velocidades vertiginosas a causa del consumismo, pues la función de la moda responde a los intereses económicos del neoliberalismo, la globalización, y se da por la gran velocidad de las comunicaciones.
La moda actúa como una especie de lenguaje, de jerga que discrimina finamente a los individuos y los ubica en un grupo social específico y bien delimitado. Los miembros del grupo reconocen la información gruesa y las sutilezas, no solo en cuanto a precios, texturas, colores y combinaciones, sino también a la autenticidad de la marca de la prenda, aspecto fundamental, este último.
Cada persona, al elegir qué ropa usar, está definiendo la manera como se ve a sí misma, y sobre todo la manera como quiere ser vista y tratada por los demás. A los presos, en los juzgados, los visten bien para inclinar a los jueces a su favor. La gente quiere verse más bella, más delgada, más alta, más joven y más rica de lo que es. Las personas disimulan las imperfecciones del cuerpo con el vestido, para aumentar su valor con miras a la conquista de pareja. Como el experimento del gallo, muchas mujeres son capaces de usar incomodas extensiones en el pelo, o silicona en los senos y caderas para aumentar su atractivo sexual.
Una cierta uniformidad ayuda al portador a comportarse según las circunstancias. Por eso el refrán popular que asegura que “el hábito no hace al monje” está lejos de ser verdad. Muchos de los rebeldes sociales agrupados, como los punks, los emos o los góticos, acatan al pie de la letra las normas que impone su grupo. Es una ironía que sean rebeldes sin ninguna autenticidad. Sin embargo, no todos los seres humanos se comportan exactamente de la misma manera y así como en política hay liberales y conservadores, en moda hay conformistas y verdaderos rebeldes: son los artistas, creativos, gente con ideas propias, capaces de desafiar las tendencias y de vestirse de forma única.
Una pareja de Emos
No faltan los que quieren escandalizar por medio de exageraciones, con tacones de circo o vestidos de carne, como los que ha usado en ocasiones la cantante Lady Gaga, o con ropa interior como traje, al estilo de Miley Cyrus para hacer conspicua su grosería. En general, aquellos que se dan el lujo de ofender lo hacen porque poseen espacios, cámaras que reproducen y personas que aplauden sus vulgaridades. La obscenidad en el comportamiento es una muestra de poder, bajo la fórmula: “a mí no me encarcelan por esto que hago, porque soy importante”. Para algunos artistas, la excentricidad es una forma de marca: yo soy la que saca la lengua; yo, el que se frota los órganos genitales en un concierto. Y no pocas veces las excentricidades acaban convertidas en moda generalizada, como el pelo teñido de púrpura, los tatuajes o los pantalones rotos.
La mayoría de la gente es conformista, quiere pertenecer al grupo élite, pero no desea ser demasiado llamativa. Lo más sencillo que podemos hacer, para no quedar mal, es seguir las reglas de la moda moderadamente; no ir al último grito, sino al penúltimo, por así decirlo. Pues la verdad es que uno puede despreciar este asunto y ver todas las odiosidades implicadas en él, pero la sociedad no perdona que nos vistamos inadecuadamente. El tabú menos violado es quizás salir desnudo a la calle. Con un conformismo escéptico acatamos las normas; y por eso para la fiesta de matrimonio no vamos de tenis, y nos toca bailar con zapatos puntudos toda la noche; y muchas veces usamos un vestido largo, que es algo también absurdo en sí mismo. Un gurú de las tendencias me ha dicho que se usa, entre los hombres, ir de tenis pisahuevos a las bodas más elegantes.
La mecánica de la moda, en su larga historia, funciona por emulación, de arriba abajo en la jerarquía social; de hecho, la imponen los individuos con mayor estatus. El grupo social que está en la parte superior de la jerarquía identifica a sus miembros a través del vestuario, y teme llegar a ser copiado a la perfección por el grupo inferior que le sigue, y estos, a su vez, por el grupo que le sigue, y así sucesivamente. Estar a la moda es exhibir antes que otros, prontamente, las nuevas tendencias. He aquí el meollo del asunto: se requiere tener acceso rápido a la información (asistir a las pasarelas importantes), disponer de tiempo libre para lograrlo y tener dinero a la mano. Cuando el grupo que sigue en la escala jerárquica al superior logra copiarlo, para salir adelante, el superior ya ha adoptado otra novedad.
Isabel I de Inglaterra
Si la moda tiene entre sus finalidades que los miembros de un grupo social se distingan entre sí y se identifiquen como miembros, debe estar cifrada en detalles sutiles y en imposibilidades evidentes, como la de ser claramente difícil de adquirir para los que están por fuera del grupo élite. Entender el código supone la capacidad de notar en cada una de las prendas las características que la hacen distinta a las prendas que se le parecen; en un bluyín, por ejemplo, implica notar la textura de la tela, la densidad de la trama, el proceso de lavado, el tipo de costura, cierres y botones, el tipo de hilo; notar la calidad de la confección, corte y estilo de la prenda; diseño gráfico de la marquilla, su tamaño, detalles, posición; el matiz del color. Es tan clara la dificultad para el que no pertenece al grupo, digamos para alguien que recién ha llegado a un país nuevo, que se necesita tiempo y consejo para ver y descifrar esos nimios códigos. Y cada vez se vuelve más difícil porque las imitaciones son más perfectas y salen más rápido al mercado. En la serie televisiva Sexo en la Ciudad, Carrie, personaje importante de la serie, le dice a un amigo escritor que en su novela encuentra una imprecisión: una mujer lleva una banda ancha para sujetar su cola de caballo, y en Nueva York no se usa ese tipo de banda ancha y vistosa, tipo moño. Este detalle menor muestra hasta qué punto La Ciudad tiene sus códigos para definir lo que es o no aceptable hasta en prendas aparentemente insignificantes, como lo es una banda elástica para recoger el pelo.
El deseo de estatus es tan imperante en la sicología humana, que mucha gente está dispuesta a invertir todo su capital más en parecer que en ser. Somos animales jerárquicos que tenemos que luchar con la razón para vencer los aspectos más instintivos que nos hacen conformar y ver la sociedad como una estructura de clases. Caemos en los muchas veces absurdos de la moda, para no bajar peldaños en esa estructura o para que parezca que estamos muy arriba. En menos de diez minutos, dos personas que apenas se conocen se han situado ya en un escalón de la estructura social. El juicio inicial se hace por la apariencia general, que incluye lo que el otro lleva puesto. No somos conscientes, pero miramos de arriba abajo y detectamos los símbolos de estatus con una velocidad alucinante. Muy pocos son desprejuiciados y dan a las personas la oportunidad de sacar a relucir otros aspectos del yo, antes de ubicarlo en la categoría 1- este es más importante y más rico, 2- este es de mi grupo, 3- este está por debajo de mí, 4 -este ni que se atreva a ponerme conversación.
Usar ropa fuera de la moda nos hace parecer ridículos o feos, y es mejor seguir las normas para no tener que enfrentar el problema desgastante de ser distintos. Lo que está muy pasado de moda se percibe cursi, feo o ridículo. ¿Por qué si diez años antes una prenda nos parecía hermosa, hoy nos parece fea? Porque tenemos un cableado interno que dice: si es muy barato, común, popular o fácil de conseguir entonces es feo; si es muy escaso o caro, entonces es bello. La moda no resiste el uso y el abuso, estos la convierten en despreciable. Son las cualidades: autenticidad, novedad y escasez las que la hacen atractiva y le dan su poder y belleza. En una sociedad de cazadores, un collar de colmillos de tigre y plumas raras, como adorno, puede producir en los miembros del grupo un auténtico sentimiento de valor; sacado del contexto, el collar puede verse horrible. A finales del siglo 19, en el interior de África, se usaban y valoraban unos collares cuyas cuentas azules se importaban de Arabia, y eran muy escasas. Portar uno de esos collares era signo absoluto de elegancia. Con el invento de la locomotora, las cuentas se volvieron muy fáciles de llevar hasta la región, lo cual abarató bastante el precio, por lo cual pasaron a ser consideradas de muy mal gusto. El buen gusto se reduce, en términos jerárquicos, a lo que es muy caro o difícil de conseguir.
No es que haya buen o mal gusto objetivamente hablando, sino que así juzgamos los objetos, cuando no educamos el cerebro para vencer los juicios instintivos y la visión jerárquica del mundo. ¿Qué convierte algo en popular? La cantidad, la copia, la accesibilidad y el bajo precio relativo. Mal gusto en la moda sería también tratar de verse de una jerarquía más alta y no lograrlo. Por eso el refrán clasista que dice: aunque la mona se vista de seda, mona se queda. La realidad es que no logra vestirse perfectamente de seda, pues de hacerlo, pasaría desapercibida.
Mal gusto son las falsificaciones cuando no engañan, por los motivos explicados. En Corea, cuando se habla de artículos de marca, existen tres conceptos: imitación, imitación verdadera y original. El deseo de copiar a los que están por encima obligó a los europeos del siglo 14 a crear leyes suntuarias, con el fin de evitarlo. Estas regulaban los gastos de la gente y ponían limitaciones que definían quienes podían usar qué cosas y de qué largo y de qué texturas. Incluso llegaron a definir la longitud de los zapatos y de los tacones. Como dice Nancy Etcoff en su libro La supervivencia de los más guapos (pág. 238): “Las clases altas intentaron reservarse el derecho exclusivo de llevar zapatos con más puntera, gorgueras más grandes, faldas más amplias, tacones más altos y jubones escandalosamente cortos. Pero tal esfuerzo acabó en el más grandioso de los fracasos. La clase media estaba decidida a imitar a la clase alta a toda costa”. Vale comentar que las leyes suntuarias pretendían mantener a todo el mundo dentro de su correspondiente clase social, pero se crearon también con un buen fin: proteger las industrias locales de la importación de materiales extranjeros.
En el siglo 16 se usaba las esplendorosas gorgueras escaroladas, conocidas como lechuguillas. Usarlas hacía muy difícil la acción de llevar los alimentos a la boca y tragarlos. Era necesario utilizar unas cucharas con mango largo, de varios centímetros, con el fin de alcanzar la boca. En Cracovia, en el siglo 9, se impusieron los poulaines o crackowes, que consistían en unos zapatos cuya punta era exageradamente alargada. En Italia, en el siglo 16, las puntas de los zapatos llegaron a medir 46 centímetros. Para ser capaces de caminar era necesario tirarlas y levantar con un lazo que se amarraba de la punta del zapato a la pantorrilla. En 1650 aparecieron los botones, que se aplicaron como decoración por toda la prenda. Todavía se utilizan, sin más sentido que el de decorar, en el puño de las chaquetas, o con una profusión absurda en los vestidos de novia o sotanas de los sacerdotes (dos prendas que son verdaderos fósiles culturales). Las pelucas estuvieron de moda más de 150 años y todavía las usan los jueces en el Reino Unido. Se confeccionaban con el pelo de los muertos, o crin de caballo, o pelo de cabra, o algodón o seda. Se dejaban como herencia, por su costo, como si fueran joyas. Los que no podían comprarse una se peinaban como si las llevaran puestas. Las pelucas femeninas llegaron a medir 75 centímetros de altura. Eran decoradas con diversos motivos, se supo que hasta ratones las usaron como nidos para sus ratoncitos. Como nos lo cuenta Bill Bryson en su libro En casa (pág. 518): “En la década de 1780, y solo para demostrar que la ridiculez creativa no conocía límites, se puso brevemente de moda llevar cejas falsas, hechas con piel de ratón”.
Los absurdos de la moda siguen firmes, solo que nos queda más difícil notarlos. Como ejemplo están: romper los bluyines, desgastar las telas para usarlas; en el cálido trópico, el uso de prendas diseñadas para las estaciones de otoño e invierno; dicen los estudiosos de la moda, como Quentin Bell, que los esquimales han dejado a un lado la tecnología que usaban tradicionalmente en sus prendas, desarrollada bajo ensayo y error, en el transcurso de cientos de años, para empezar a usar ropas de moda en el mundo europeo, y se mueren de frío usándolas. Son absurdas las blusas y vestidos que se abotonan o cierran en la espalda; en los pantalones, los botones en vez de la cremallera; el uso de corbatas y corbatines, la ropa estrecha como los sacos masculinos que parecen prestados del hermanito menor, como los que usa James Bond. Muy recientes han aparecido unos zapatos para mujer, con moños enormes en la punta, que parecen diseñados para trapear el piso; excelentes como trampas mortales, para enredarse en ellos y atractivos para conseguirle novia a las mascotas.
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Las ropas nos pueden medir monetariamente, físicamente, y en sentido moral, pues pueden ser incomodas, carísimas e inmorales. Llevar casi hasta la extinción a los visones, nutrias y chinchillas para fabricar abrigos o llevar zorros enteros colgados, como lo hacían orgullosas las actrices de la década de 1950, y cazar osos o leones solo para usar sus pieles como tapetes, hoy se ve obsceno. Afortunadamente, la gente es cada vez más consciente de que es inmoral maltratar a los animales, arrancarles la piel o las plumas con la disculpa de vestirnos o adornarnos. Personas que dan ejemplo, como el filósofo Peter Singer, se niegan a utilizar el cuero de las vacas en sus prendas. Hoy las sociedades tratan de ser inclusivas y no exclusivas. Las sociedades buscan ser menos jerárquicas y menos discriminatorias racial y económicamente. El respeto, la compasión y la empatía es hacia todos, no hacia los más fuertes en la escala social. A la gente que trabaja duro se la admira. El noble inútil, descrito en la literatura del siglo 19, no es envidiable ni es para emular. Estos cambios fundamentales en el espíritu de los tiempos generan cambios en la moda, pues tratar de verse distinto, exclusivo o más pudiente ya muestra una deficiente conciencia ética para vivir.
La moda es un ente cultural digno de tenerse en cuenta pues mueve la economía, para bien y para mal, pues genera riqueza y pobreza. Los cambios frecuentes de la moda, costosos y poco prácticos, que nos obligan a deshacernos de lo que todavía es útil y está en perfecto estado, que nos obligan a derrochar, pues esto no es más que un vil derroche, existen para dificultar la imitación y como estrategia financiera, pues los cambios rápidos de la moda incrementan las ventas.
Marcas del Fast Fashion
Los procesos de confección de la moda son hoy duramente criticados. Sin duda, antes de comprar, debemos preguntarnos por el origen de las prendas, por los confeccionistas, por el uso de recursos naturales, por la contaminación de las aguas en los procesos de teñidos, por el trabajo de esclavo o el infantil. No hay que ignorar que para la producción masiva de ropa se necesitan miles de hectáreas de tierra para el cultivo del algodón y toneladas de fertilizantes y pesticidas. Todo esto es dañino para el planeta. Para consumir más es necesario producir más y velozmente, y para esto hay que arrasar con los bienes naturales y pagar la mano de obra muy barata. En el pasado, los ricos imponían la moda y, después de un tiempo, la gente de más abajo la imitaba. Hoy la ropa se exhibe en las pasarelas de Londres, París, Roma y Nueva York; entonces, los representantes de las firmas poderosas la reproducen en grandes cantidades para que la gente, en su mayoría de clase media, pueda comprarla. La calidad ha bajado, pues interesa que la moda sea bonita y la obsolescencia rápida. El concepto es adquirir a alta velocidad, entrar en la tendencia: Fast Fashion, que no es otra cosa más que la de comprar y botar. A estas compañías monstruosas no les importa el futuro del planeta, solo hacer dinero. En la moda, el dinero es el mensaje.
Publicado en Generación, domingo 24 de julio 2016, magazín sobre temas contemporáneos que circula los domingos con El Colombiano.