¿Qué más resta sino llorar?
Emoción y belleza suelen ir juntas en literatura, pero no siempre van de la mano en otros asuntos.
Había un viejo anuncio de televisión con un breve diálogo.
“¿Por qué fumas Baronet?”
“Porque me gustan.”
La pregunta es aparentemente singular; la respuesta, plural, porque se entiende la elisión de la palabra “cigarros”. En cambio, si me preguntaran: “Por qué tomas Herradura blanco”, respondería “Porque me gusta”, sin importar cuántas botellas o caballitos me beba.
Pero no pensaba hablar de gramática, sino del gusto. Nunca he fumado y creo que ya no existen los cigarros Baronet, así es que no puedo hablar de ellos; pero aunque soy un gustoso bebedor de tequila, tampoco puedo esclarecer mi preferencia por el Herradura blanco. Hablar de su sabor, su aroma, su contenido alcohólico de 46 %, la tersura, apenas pone en palabras lo que no sé explicar. Sus productores mencionan el “sabor intenso y balanceado”, lo cual no sé qué significa. En cambio sí sé que es día muy feliz cuando Gonzalo Celorio llega a Madrid y me trae una botella de este Herradura que acá no se vende.
Así también, cuando me preguntan por qué releo a ciertos autores, la respuesta sincera en mi cabeza es: “Porque me gustan”.
Y si la pregunta es más específica, por ejemplo: “¿Por qué te gusta Ivo Andrić?, la respuesta se vuelve más elemental: “Porque sí”.
Es claro que quien hace la pregunta está en busca de algo más elaborado, y yo podría decir que Andrić me parece un profundo conocedor del alma humana, que imprime grandeza a personajes pequeños, que tiene un ojo de artista para los detalles, que habla de un mundo al que solo tengo acceso a través de sus palabras, que le da a sus historias giros insospechados… Pero me doy cuenta de que nada revelo con eso, pues ¿por qué me ha de gustar alguien con conocimiento del alma humana o que dé grandeza a personajes pequeños? Porque sí.
Por supuesto, la gran literatura tiene infinitas aristas que la vuelven apasionante, interesante, importante, crucial para la civilización y para el alma; está llena de secretos que han de ser revelados y de sabiduría que ha de ser compartida. Y para descubrir todo esto, bueno es leer a los grandes críticos. Sin ir lejos, en estas mismas páginas, mucho me ha revelado la perspicaz visión y sabiduría de Christopher Domínguez Michael.
Mi comentario tiene que ver meramente con la sensación de que algo me gusta o no me gusta, con la inoculación de emociones a través de las palabras, con la evidencia de que cierta combinación de palabras crea belleza, que terminar un monólogo teatral con “Y los sueños son sueños”, es de extrema pobreza, pero todo cambia si cambia el orden de las últimas dos palabras. “Y los sueños, sueños son”.
Hace tres o cuatro años, nos reunimos algunos escritores en un restaurante mexicano de Madrid para celebrar el Dieciséis de septiembre. Gonzalo Celorio fue el orador y lo hizo tan bellamente con una mezcla de historia, poesía y su don de la palabra, que me sacó lágrimas. Nada que ver con los discursos ordinarios de los políticos en estas fechas. Entiendo por qué los antiguos griegos hacían largos viajes para escuchar a los mejores retóricos de la época, y en cambio hoy queremos fuyir de cualquier discurso de inauguración.
Discurso de apariencia patriótica es el del Día de San Crispín, en el Enrique V de Shakespeare. Cuando me lo receto a mí mismo, me tiembla la voz en algunos pasajes y se me hace un nudo en la garganta al llegar al “We few, we happy few, we band of brothers”. La arenga del verdadero rey en la batalla de Azincourt pudo ser muy emocionante para los que estaban por jugarse el pellejo, pero no habrá sido tan inspirada.
Emoción y belleza suelen ir juntas en literatura, pero no siempre van de la mano en otros asuntos.
Para cualquier aficionado al futbol es claro que un trallazo desde fuera del área que roce poste y travesaño es más bello que un rebote accidental que pase entre las piernas del portero. ¿Por qué? No lo sé. Y sin embargo, un insulso gol que resuelva el partido en tiempo de compensación suele ser más emocionante que el más estético de los goles en el minuto diez.
La novela navega en otra dimensión. Literariamente es más rico el drama de un torpe autogol o el miedo del portero frente al tiro penal o el fallo de Cardeñosa frente a Brasil que aquel famoso gol que Hugo Sánchez le anotó al Logroñés.
A los novelistas se les dice que deben atrapar al lector de inmediato. Esto significa anotar el gol en las primeras páginas, pero suele ser un gol en contra.
En la novela rosa, al final se gana el partido. También en la policiaca. Esto no siempre ocurre en las grandes novelas, y hasta se puede perder por goleada. Muere don Quijote. Muere Iván Ílich. Muere Ana Karenina. Pedro Páramo se desmorona. O queda la sensación de que no se tiene una segunda oportunidad sobre la tierra.
Mientras me preguntaba cómo cerrar este artículo sobre gusto, belleza y emoción, abrí un paquete con fotografías que João Francisco Vilhena le sacó a José Saramago en Lanzarote. Cada una tiene una cita del autor portugués. En una se aprecia un volcán al fondo y Saramago alza los brazos como admirándose del infinito. “O espírito entra numa espécie de transe, cresce, dilata-se, não tarda que estale de felicidade. Que mais resta, então, senão chorar?” ~