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A todos ustedes, por el derrumbe

'Entonces, ¿cuál sería nuestro papel? ¿Asegurar las remesas? ¿Aplaudir a los artistas que horas antes estaban montados en la Tribuna Antimperialista? ¿Dejarnos jinetear al descaro?'

A mí, ustedes ya me acabaron las ganas de comprender. Novelistas, pintores, cantantes con residencia en la Isla, perseguidos y censurados en la exacta medida que les permite apelar a la credibilidad cuando omiten y disimulan la causa única de la persecución y la censura.

Yo entiendo que tengan miedo. Porque yo tuve miedo. Yo entiendo que no se rebelen. Porque yo no me rebelé. Yo entiendo que no quieran irse de Cuba. Porque irse duele más, mucho más, de lo que uno puede imaginar antes de irse. Yo entiendo que no entiendan lo que es vivir en libertad. Porque la experiencia de la libertad es tan profunda, caleidoscópica, regenerativa y peligrosa, como es de uniforme, castradora y conformista la experiencia de la servidumbre.

Otra cosa es quedarme como si nada cuando los veo lavándole la cara a la dictadura. Como ahora veo al cineasta Eduardo del Llano dándole agua y jabón a la condena que se ha levantado desde el exilio tras la muerte de tres niñas aplastadas por un derrumbe en La Habana Vieja. Un enjuague mezquino, que comienza por exigir a los exiliados que tengamos la misma disposición condenatoria cuando ocurre un derrumbe en Nueva York.

En esto, lo admito, me asalta la vergüenza ajena frente a la reducción infantil de una persona adulta. Como si no estuviera claro que un derrumbe en Nueva York es una infrecuente tragedia local y un derrumbe en Cuba es otro capítulo de una larga tragedia nacional. Con esa torcida lógica de un derrumbe por otro se busca mitigar el punto de escándalo que afecta a la dictadura: la indefensión del ciudadano frente al  continuado y cínico abandono de unas autoridades ilegítimas e impunes.

Todavía no se ha asentado el polvo del hipotético derrumbe neoyorquino cuando las víctimas ya están llorando su indignación en los noticieros, sus abogados ya están en el papeleo de las demandas, los dueños del inmueble ya están identificados como consumados villanos y las autoridades ya están bajo el asedio de la opinión pública. Porque aquí la irresponsabilidad paga su precio moral, político y económico. En menos de lo que canta Silvio.

Luego, viene el habitual libreto contra el exilio. Que si somos intolerantes, que si al enfrentar la dictadura nos parecemos a la dictadura, si tenemos en la cabeza un puto chicle, si para criticar a Cuba hay que vivir en Cuba. Entonces, ¿cuál sería nuestro papel? ¿Asegurar las remesas? ¿Aplaudir a los artistas que horas antes estaban montados en la Tribuna Antimperialista? ¿Dejarnos jinetear al descaro? ¿Mordernos la lengua frente al culipandeo, la ambigüedad y, en obvias circunstancias, el colaboracionismo de todos ustedes?

Pues no. Por mucho que recuerdo el miedo que tuve. Por mucho que les envidio poder caminar por las calles donde todavía camino en sueños. Por mucho que considero el trabajo que pasan para comerse algo parecido al bisté que a nosotros se nos echa a perder en el refri, sobrepasados por la oferta y distraídos en la demanda. Por mucho que lamento verlos tan huérfanos, tan triviales, tan atrapados en sus compensatorias poses, tan pacotilleros, en tan mal estado de piel, dientes y encías, tan cutres.

Porque ustedes son el patético testimonio de cómo una dictadura totalitaria degrada hasta la parodia el talento, el lenguaje, la razón de un país, dejándolo en el puro hueso de la mediocridad. En ustedes, el castrismo ha forjado una casta de pomposos energúmenos y vedetes mediáticas con una cultura de remiendos (dos retazos de Hemingway, tres de García Márquez, muchos botoncitos de idiosincrasia y ni una puntada de sustancia) para exhibirlos como el «sector independiente» que confirma, en tramitada antítesis, la narrativa oficialista.

A Miami, además, debían entrar todos de puntillas y con las chancletas en la mano, no sea que estén durmiendo los señores, y no con esa aura de arrogancia que les queda muy fuera de carácter a filósofos embriagados por un cóctel de prólogos, poetas (¡coño, cómo hay poetas!) incapaces de diferenciar un soneto de una tostadora, pintores que ocultan en una estridente improvisación la falta de oficio para ser figurativos y la falta de seso para ser abstractos, actrices y actores salidos de una escuela de pedregosa dicción y ampulosa gestualidad que diluye a cualquier personaje en el molde del asere del barrio, novelistas con una prosa derivativa, espesa y municipal, sin gracia ni tensión, que juegan con la cadena el juego que le conviene al mono.

Porque Miami es la que paga la cuenta. La espléndida Cuba del otro lado del mar donde a ustedes, a todos ustedes, se les ha recibido siempre con generosidad y respeto, como si fueran lo que no son.

 

 

 

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