LibrosLiteratura y Lengua

A vueltas con Javier Marías. En torno a su última novela, ‘Tomás Nevinson’

Cuando terminé las casi 700 páginas de su última novela, Tomás Nevinson (Alfaguara, 2021), me sentí huérfano y sediento de más. Poco me importaban algunas digresiones tan suyas, las reiteraciones a su pasado oxoniense, al espionaje de los servicios secretos británicos o la pedantería, también tan suya, que paradójicamente atraen a un lector como yo. A Javier Marías, al Joven Marías (1951), se le ama o se le odia. No hay término medio. Yo me encuentro en la primera categoría, porque disfruto y aprendo de sus vastos conocimientos labrados en muchas horas de lectura y digeridos con la sabiduría y la experiencia de la edad. Yo lo disfruto en el silencio, me inspira y anima a desarrollar eso tan íntimo y complejo que se llama escritura y a reivindicar, por si fuera necesario, la necesidad y el placer de la lectura y de la literatura en particular. Marías me hace reflexionar y compartir sus juicios libres del tufo moral que encuentro en otros autores, de quienes fijan una guía sobre lo bueno y lo malo, al tiempo que me identifico con la opinión que él tiene sobre la sociedad actual, donde abunda la estupidez y la pérdida de valores.

No es casual que uno de sus últimos ensayos lleve el título de Cuando los tontos mandan (Alfaguara, 2018), que recoge cerca de un centenar de artículos publicados en El País Semanal. ¡Y eso antes de que surgiera el maldito virus, donde los dirigentes de uno y otro signo se han puesto en evidencia y han evidenciado, valga la redundancia, la mediocridad y la inepcia de quienes nos mandan!

Sus detractores lo tildan de “cascarrabias”, que en mi opinión es un vulgar calificativo que para nada se ajusta a la realidad. ¿Protestar contra lo que está mal equivale a ser un individuo enojadizo, airado o malhumorado? Yo discrepo. Pienso que demuestra justamente lo contrario. Refleja un deseo de tratar de arreglar lo que no funciona y hasta una muestra de optimismo frente al pesimismo, como él mismo confesaba en 2018 en una entrevista con Alfonso Armada para ABC Cultural.

Personalmente sostengo que el Marías columnista nada tiene que ver con el novelista. El primero es él mismo, el intelectual instruido y con acerada pluma que da certeros golpes sobre lo que le desagrada de lo cotidiano, ése a quienes estúpidamente critica el feminismo más radical y fanático hasta tildarlo a veces de misoginia y otros que lo tachan de oponerse a todo por el simple placer de hacerlo y realzar su ego. No siempre tengo ocasión de leer sus columnas en El País Semanal. Cuando lo hago comulgo con sus juicios, a veces hasta disconformes con la línea editorial del primer diario nacional, lo cual es un mérito de El País en favor de dar cabida a articulistas alejados a veces de las tesis del periódico.

Pero a mí indudablemente quien me apasiona y leo es al Marías novelista, el escritor que a veces trato torpemente de encasillar su obra como de autoficción a pesar de que él defiende lo contrario. En las entrevistas (cada vez se prodiga menos), rechaza confundir al autor directamente con los personajes y la trama de sus novelas, pese a que su llamado ciclo de Oxford, que arranca con Todas las almas (Anagrama, 1989), tiene no pocos elementos autobiográficos. Quizás busca consciente o inconscientemente autorretratarse de una manera oblicua y ambigua con algunos de sus personajes e identificarse con los argumentos, si bien, en mi opinión, el autor deja siempre la puerta abierta, la duda de que jamás hay un claro final en las acciones humanas. Todo es relativo en esta vida.

Marías no necesita venderse ni cortejar a los lectores. Debe de saber perfectamente quiénes son las personas que compran sus obras. Como él mismo ha declarado, escribe para quienes les gusta leer en general, estén o no en desacuerdo con lo que él plasma en sus novelas. Y no para quienes gritan, tratan de imponer su pensar (aunque eso es mucho decir) y no escuchan o están lanzados a interrumpir a su interlocutor antes de que éste haya completado una idea. En su último libro hay varios ejemplos de ello, como una anécdota que le ocurre junto a su ex jefe y espía británico, o todavía jefe, Bertram Tupra, en la terraza de un bar madrileño frente a un bocazas y maleducado cliente. Así como con otro impresentable personaje chillón, prepotente, grosero y garrulo en esa misteriosa ciudad del noroeste español, que algunos la han identificado con León.

Su última novela es maravillosa, desde la primera hasta la última página, incluidos los agradecimientos, que rezuman esa ironía y humor tan británicos suyos. Porque, sí, el escritor madrileño pese a ser un melancólico jamás abandona esa veta humorística, como si quisiera huir del drama y de lo trascendental. Tiene un estilo cuidado, un dominio de la lengua que sinceramente no veo superado por ningún otro de sus colegas hispanos. La trama, como en la gran parte de sus libros, aparece ya desde el comienzo e incluso hasta le puede inducir a uno a concluir cómo termina: “Yo fui educado a la antigua, y nunca creí que me fueran a ordenar un día que matara a una mujer. A las mujeres no se las toca, no se les pega, no se les hace daño físico y el verbal se les evita al máximo, a esto último ellas no corresponden”.

Matar es relativamente sencillo, y más si estás inmerso en ese mundo oscuro del espionaje que en tantos libros suyos describe tan primorosamente el hijo del fallecido filósofo Julián Marías. El problema está en el dilema que representa, en la duda, en la vacilación que comporta la ejecución fría, despiadada y sumaria. ¿Quién lo debe hacer para hacer frente y castigar el mal? Cínicamente, los biempensantes miramos para otro lado y aborrecemos el acto violento que elimina al infractor, al asesino, al violador. Ah, no, ni hablar, yo no lo hago, nos decimos, pero estamos a un minuto de hacerlo si tenemos oportunidad y damos rienda suelta a nuestro afán de venganza. Todos llevamos un justiciero dentro.

A veces me he preguntado si los libros de Marías tienen un final o dejan al lector en la duda de que nada termina. Porque así debería ser. Tomás Nevinson podría estar en esa categoría, pues sin ánimo de pretender hacer de spoiler a mí no me deja completamente clara la presunta responsabilidad de una de las tres mujeres protagonistas. Me atrae cuando el autor habla de nuestro pasado clandestino. Todos tenemos algo que ocultar. A veces somos capaces de eliminarlo con el presente, pero en otras pocas ocasiones regresa.

De nuevo, y como lector, me desintereso de la trama de Tomás Nevinson, centrada en esta ocasión en dos brutales atentados de la banda terrorista ETA, el de Hipercor en Barcelona (1987) y el de la casa cuartel de la Guardia Civil en Zaragoza (cinco meses después) y sus lazos con el IRA, analizados en 1997, y prefiero sumergirme en la descripción de los personajes. Marías confesó en la entrevista con Armada que se consideraba una persona distraída, poco observadora. Ignoro si fue una broma, porque contradice en esta última novela y en las anteriores su capacidad y necesidad de cincelar al individuo con la maestría de Dickens o Flaubert. No hay persona ni escena en cualquiera de sus quince novelas que esté exenta de esa observación minuciosa del autor. Y eso es lo que más me apasiona de su narrativa.

Cuando descubrí, algo tardíamente la literatura del Joven Marías al residir por entonces fuera de España, me despertó gran curiosidad su pasado como profesor durante dos años en Oxford. Yo no tuve su suerte ni obviamente sus méritos académicos cuando a principios de los setenta aspiré a entrar como estudiante en uno de sus colleges, en el University, para ser más exactos. Fracasé en las caprichosas y peculiares entrevistas orales tras pasar los escritos y regresé a mi entonces malvivir londinense como George Orwell en Sin blanca en París y Londres. Pero mi vida privada no interesa ni viene al caso.

El primer libro que leí de él fue Todas las almasque reconozco no me entusiasmó al principio porque tal vez buscaba alguna experiencia parecida a mi brevísima estancia en la ciudad del sureste de Inglaterra y, sin embargo, se enredaba en ese mundo de intrigas al que yo, un joven zaragozano antifranquista sobreviviendo en Londres, jamás en mi vida podría acceder. Cuando lo leí por segunda vez me atrajo mucho más. Balbuceé al comentárselo en treinta segundos cuando un colega de mi entonces empresa periodística me lo presentó en una de esas copas navideñas que el Gran Timonel ofrecía a sus empleados y a las que solían acudir lo más granado de la política y las finanzas nacionales, así como escritores ya consagrados como el propio Marías, Antonio Muñoz Molina, Francisco Umbral o Fernando Savater. Siempre recordaré que en esa ocasión y en otras dos más que me lo crucé, en otra efeméride del diario y en el aeropuerto del entonces llamado Barajas, iba con una gabardina de color hueso y con el pitillo en la boca. Creo que su afición al tabaco continúa. Tenía un aspecto de cuidado desaliño y una mirada un tanto arrogante, aunque quienes lo conocen lo consideran como una persona cordial y muy educada.

Siempre llama la atención ese interés suyo por el espionaje y por los entresijos del MI-5 y el MI-6 británicos, conocimientos adquiridos no sé si casualmente durante su estancia en Oxford. El espionaje ha reclutado en general a personas con una buena formación académica y dominio de idiomas. Al menos en el Reino Unido. En el caso británico sus mejores levas han procedido de Oxford y Cambridge, sus dos más antiguas y prestigiosas universidades. No faltan ejemplos de incluso doble espionaje, sobre todo en la época de la Guerra Fría, como el de Kim Philby (Stanley) o sus colegas cantabrigenses Donald Maclean, Guy Burgess y Anthony Blunt. Y en el caso de la ficción de Marías ahí queda el hierático Tupras, cuyo verdadero nombre no sé si es ése u otros, que aparte de enredar en las alcantarillas del poder es un erudito en historia medieval. Marías ha reconocido tener cierta familiaridad con el espionaje, pero nunca ha dejado claro si algún servicio secreto le ofreció trabajar para ellos. Con todo, en la entrevista con Armada declaró que no le gusta la profesión de espía, porque es dura y algo sórdida, pero reconoce que tiene elementos fascinantes.

Menos mal que no aceptó nunca ese trabajo en el hipotético caso de que alguna vez se lo hubieran propuesto. Nos habríamos perdido su obra. Claro que, por ejemplo, a John Le Carré, fallecido en diciembre último, sus experiencias en el espionaje y la diplomacia de Su Majestad adquiridas durante la existencia del imaginario Telón de Acero le sirvieron de mucho cuando dejó de estar al servicio del MI-6 para dedicarse con gran éxito al mundo de la ficción con su célebre agente Smiley.

Marías es de mi generación. Estamos los dos a punto de cumplir los setenta, que son palabras mayores pero aceptables mientras la salud no te abandone y el cerebro funcione, aunque sea pasablemente. No he tenido el mismo recorrido que él, pero sí en mi último periodo habitacional madrileño me identifico con el ambiente que describe de Chamberí o de la zona de los Austrias, lo poco decente que se ha salvado de la salvaje especulación y destrucción inmobiliaria durante el franquismo y el posfranquismo.

Algunos consideran a Javier Marías como un escritor anclado en el último tercio del siglo pasado y por consiguiente con el hándicap de no dominar ni plasmar ni el mundo ni el lenguaje del presente siglo. Discrepo totalmente. Marías es atemporal, cuyas dotes narrativas, descriptivas y lingüísticas trascienden el tiempo. ¿Acaso son desfasados Proust, Flaubert o incluso Dostoievski o Balzac? La buena narrativa no tiene tiempo, en mi opinión. Eso es lo que me hace disfrutar, reflexionar con su habilidad para ahondar en la introspección humana, esté o no de acuerdo con lo que escribe sobre los personajes. ¿Qué más se puede esperar de lo que uno lee en un libro, en un ensayo o en una novela, género, por cierto, que algunos sesudos críticos sostienen que murió a principios del pasado siglo? Deleitarme, instruirme, identificarme o compartir las vivencias que el autor plasma en sus páginas Y a ese respecto me emocionan escritores como es el caso del académico madrileño.

Marías es lento en su producción. Sus libros están muy trabajados con la minuciosidad del orfebre. Le lleva a veces al lector a consultar el diccionario sobre sustantivos y sobre todo adjetivos poco usados. En alguna entrevista ha confesado admirar a colegas suyos de la Real Academia como Arturo Pérez-Reverte, capaces de terminar una novela en poco tiempo. A él le cuesta mucho más, pero no se tortura. Parece incluso divertirse cuando el guion le conduce por derroteros no previstos. Tomás Nevinson ha sido publicado dos años y medio después del anterior, Berta Isla. Y su elaboración requirió mayor esfuerzo, pues fue escrito gran parte fuera de su domicilio de Madrid al pillarle el confinamiento en Barcelona. En la solapa de esta última novela se afirma que con ella Marías se sitúa como un firme candidato al Nobel de Literatura. Sin embargo, las veleidades, escándalos y decisiones de la Academia Sueca nos dejan en no pocas ocasiones perplejos a los que amamos la buena escritura. Pero sin duda si hay alguien en las letras hispanas que lo merece actualmente es Javier Marías. Han pasado ya 31 años del premio a Camilo José Cela y once desde la designación de Mario Vargas Llosa. Pienso que ya es hora de que los académicos fijen de nuevo la mirada en un escritor de una lengua que hablan más de 500 millones de personas en el mundo y que ha demostrado con su obra a lo largo de medio siglo ser merecedor del prestigioso galardón. Quienes lo leemos y lo disfrutamos, también con sus columnas semanales, lo aplaudiremos.

 

 

 

Botón volver arriba