Acemoglu: Por qué la construcción de un Estado nacional fracasó en Afganistán
EE. UU. estaba destinado a fracasar en su doble objetivo de retirarse de Afganistán dejando tras sí una sociedad estable y respetuosa de la ley
Estados Unidos invadió Afganistán hace dos décadas con la esperanza de reconstruir un país que se había convertido en un flagelo para el mundo y para su propio pueblo. Como lo explicara el General Stanley McChrystal en los inicios del aumento de las tropas estadounidenses en 2009, el objetivo era que “el Gobierno afgano tenga un control suficiente de su territorio para respaldar la estabilidad regional e impedir su utilización para el terrorismo internacional”.
Hoy, tras la pérdida de más de 100 000 vidas y un gasto de cerca de $2 billones, todo lo que los estadounidenses pueden mostrar como resultado de este esfuerzo son las escenas desesperadas por salir del país a como dé lugar, un colapso humillante que hace recordar la caída de Saigón en 1975. ¿Qué salió mal?
Casi todo, pero no de la manera como la mayoría de la gente cree. Si bien la mala planificación y la carencia de una inteligencia precisa ciertamente contribuyeron al desastre, el problema venía anunciándose durante esos 20 años.
EE. UU. entendió tempranamente que la única manera de crear un país estable con alguna forma de imperio de la ley era establecer instituciones de estado sólidas. Alentado por varios expertos y teorías hoy ya caducas, el Ejército estadounidense enmarcó este reto como un problema de ingeniería: Afganistán carecía de instituciones estatales, fuerzas de seguridad funcionales, tribunales y burócratas competentes, así que la solución consistía en asignar recursos y transferir experticia desde el extranjero. Las ONG y el complejo occidental de ayuda externa estuvieron presentes para ayudar según lo acostumbrado (lo quisieran o no los habitantes locales). Y puesto que este trabajo precisaba de algún grado de estabilidad, se desplegaron soldados extranjeros (principalmente de la OTAN, pero también contratistas privados) para garantizar la seguridad.
Al ver la construcción de un Estado nación como un proceso vertical del “Estado primero”, los estrategas estadounidenses siguieron una venerable tradición en la politología. El supuesto es que, si se puede lograr un dominio militar abrumador en un territorio y someter todas las demás formas de poder, entonces es posible imponer lo que se desea. No obstante, en la mayoría de los casos esta teoría es solo parcialmente correcta, en el mejor de los casos, y en Afganistán estaba completamente equivocada.
Está claro que Afganistán necesitaba un Estado funcional, pero el supuesto de que se podía imponer desde arriba estaba completamente fuera de lugar. Como argumentamos con James Robinson en nuestro libro de 2009 The Narrow Corridor (El corredor estrecho), este enfoque no tiene sentido cuando el punto de partida es una sociedad profundamente heterogénea organizada alrededor de costumbres y normas locales y en que desde hace mucho las instituciones han estado ausentes o dañadas.
Es verdad que el enfoque verticalista a la construcción de un Estado nación ha funcionado en algunos casos (como la dinastía Qin en China o el Imperio Otomano), pero la mayoría de los estados se han construido no por la fuerza sino por la negociación y la cooperación. Lo más común es que, para que la centralización del poder bajo instituciones estatales tenga éxito, haya un consentimiento y cooperación de las personas sujetas al mismo. En este modelo, el estado no es impuesto a la sociedad contra su voluntad, sino las instituciones estatales generan legitimidad al asegurar un mínimo de apoyo popular.
Esto no significa que Estados Unidos debiera haber negociado con los talibanes, pero sí que tendría que haber colaborado más estrechamente con diferentes grupos locales, en lugar de derrochar recursos en el régimen corrupto y no representativo del primer presidente afgano post-talibán, Hamid Karzai (y sus hermanos). Ashraf Ghani, el presidente respaldado por EE. UU. que huyó esta semana a los Emiratos Árabes Unidos, fue coautor en 2009 de un libro que documentaba cómo esta estrategia había generado corrupción y fracasado en lograr su propósito declarado. Sin embargo, una vez en el poder Ghani siguió el mismo camino.
La situación en que se metió EE. UU. en Afganistán fue incluso peor que lo típico para los aspirantes a constructores de Estados nación. Desde el comienzo mismo, la población afgana percibió la presencia estadounidense como una operación extranjera que se proponía debilitar su sociedad. No era algo con lo que estuviera dispuesta a cooperar.
¿Qué ocurre cuando se llevan a cabo iniciativas verticalistas de construcción de estados nación contra la voluntad de una sociedad? En muchos lugares, la única opción atractiva es marginarse. Algunas veces, esto adopta la forma de un éxodo físico, como muestra James C. Scott en El arte de no ser gobernados, su estudio de los pueblos del área de Zomia en el sudeste asiático. O podría significar la cohabitación sin cooperación, como en el caso de los escoceses en Gran Bretaña o los catalanes en España. Pero una sociedad rabiosamente independiente y bien armada, con una larga tradición de contiendas sangrientas y una historia reciente de guerra civil, la respuesta más probable es un conflicto violento.
Quizás las cosas habrían sido diferentes si los servicios de inteligencia pakistaníes no hubieran apoyado a los talibanes tras su derrota militar, si los ataques con drones de la OTAN no hubieran distanciado más aún a la población y si las elites afganas respaldadas por EE. UU. no hubieran sido tan extravagantemente corruptas. Pero las cartas estaban echadas contra la estrategia del “Estado primero” de EE. UU.
El hecho es que los líderes estadounidenses debieron haber previsto todo esto. Como documentan Melissa Dell y Pablo Querubín, Estados Unidos adoptó una estrategia verticalista similar en Vietnam, con efectos espectacularmente contraproducentes. En los lugares sometidos a bombardeos para derrotar al Viet Cong creció más todavía el apoyo a la insurgencia antiestadounidense.
Incluso más reveladora es la propia experiencia reciente del ejército estadounidense en Irak. Como muestra la investigación de Eli Berman, Jacob Shapiro y Joseph Felter, la “escalada” allí funcionó mucho mejor cuando los estadounidenses trataron de ganarse a la gente a través del apoyo a grupos locales. De manera similar, en mi propia colaboración con Ali Cheema, Asim Khwaja y James Robinson vimos que en el Pakistán rural la gente acude a actores no estatales precisamente porque piensan que las instituciones estatales son ineficaces y extrañas a ellos.
Nada de esto quiere decir que la retirada no se habría podido gestionar mejor. Pero tras 20 años de esfuerzos en la dirección equivocada, EE. UU. estaba destinado a fracasar en su doble objetivo de retirarse de Afganistán dejando tras sí una sociedad estable y respetuosa de la ley.
El resultado es una tragedia humana de inmensas proporciones. Incluso si los talibanes no vuelven a sus peores prácticas, los hombres —y especialmente las mujeres— de Afganistán pagarán en los años y décadas venideros un alto precio por los fallos cometidos por Estados Unidos antes de su retirada.
*Artículo publicado originalmente en Project Syndicate.